Tarachime, de Naomi Kawase


Vivir su vida

Tarachime

Una anciana de noventa años, desnuda y con las heridas de la vida a flor de piel. «Yo no te parí, pero te di a luz», le dice la abuela a su nieta, la propia realizadora Naomi Kawase. La anciana rompe en llantos, ante los reproches de Naomi que no escatima sinceridad brutal en la búsqueda de su lugar en el mundo. La joven deberá partir, dejando a su abuela sola en el hogar, sabiendo que su vida se apaga. El sufrir se siente en la carne y en el alma. Pero para nacer hay que morir y para morir hay que nacer, es el ciclo de la vida.

Así de contundente, sabio y poético es el cine de la japonesa Naomi Kawase. Los límites de ficción y documental son desterrados hasta dejarlos como un sinsentido. Después de todo, hacer cine de autor se trata fundamentalmente de poner una parte de uno mismo en la obra, y Kawase es una realizadora que no escatima un centímetro de su cuerpo, alma, miedos y dudas. Su vida es su cine y su cine es su vida. Abandonada por su padre (con quien se reencuentra en el maravilloso corto Shadow, exhibido el año pasado en el BAFICI), fue criada por la abuela de la que se despide en Tarachime, siendo su cine el camino en la búsqueda de su identidad.

La obra de Kawase -que el BAFICI adoptó como una de sus artistas más queridas, sobre todo a partir de la exhibición en 2003 de la extraordinaria Shara, un largometraje con lugar asegurado en el Top 10 de las mejores películas de la década- es sumamente trascendental en un sentido espiritual, que nos recuerda a Ozu, pero a la vez nos refresca la mirada actual del digital. Así, en un momento de Tarachime, a modo de síntesis perfecta de su visión, la cámara de Kawase se mira en un espejo. Allí se trasluce el rostro de la realizadora, que no busca ocultarse. Pero en ese traslucir, el primer plano de Kawase nos deja un fondo difuso. En su cine, como en ese plano, Kawase se muestra en primer plano, para finalmente mostrarnos ese fondo, inmenso e inabarcable, que es la vida misma.

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