Festival de Lima 2008: La mujer sin cabeza (2008)


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Este es un caso de cortometraje extendido, ya que toda la película gira en torno a una anécdota –que responde a la pregunta «¿qué ocurrió?»– y no a una historia; para lo cual se tendría que haber contestado a la pregunta «¿para qué ocurrió?», lo que habría obligado a responder otros sucesivos «¿para qué?» que armen la narrativa propia de una película. En cambio, si nos limitamos a explicar una sola acción, eso da para un corto, no para un largo.

Por tanto, la directora Lucrecia Martel se dedica a rellenar la cinta con diversas situaciones de la vida cotidiana de la protagonista. Conocemos, entonces, a su familia, esposo, cuñada, sobrinas/os, y amante; así como –en menor medida– la servidumbre y su entorno laboral. Todos en situaciones rutinarias y de vida cotidiana, casi totalmente desvinculadas del punto de partida del filme. La intención es mostrar lo aburrida que es la vida en la provincia –en este caso, Salta, en Argentina–, al punto que también nosotros nos aburrimos; y, mediante la protagonista, describir sus efectos sobre los lazos emocionales en las familias de clase media profesional en ese lugar. Sin embargo, esta exploración se queda a nivel de la presentación de estos personajes secundarios, es decir, de lo que ocurre en los primeros diez minutos de cualquier largometraje convencional y nada más.

En consecuencia, resulta una indagación muy epidérmica del entorno social. En este sentido, Martel se queda en lo que podría ser el inicio de Dioses, el filme del peruano Josué Méndez; quien profundiza su observación por el camino de lo abyecto, la sátira y la caricatura, al mostrarnos la vida de la clase alta limeña. Pero, además, hay historias que se desarrollan al menos a partir de tres de sus cuatro personajes principales, mientras que en La mujer sin cabeza esas historias están apenas enunciadas o insinuadas, pero no desarrolladas. Por tanto, se podrían eliminar, escogiendo alguna escena donde se enuncie ese hastío de la protagonista y se insinúen (para seguir el estilo de la directora) sus sentimientos de culpa para pasar a continuación al desenlace de lo que tranquilamente podría ser un logrado cortometraje.

Algunos dirán que también En la ciudad de Sylvia, de José Carlos Guerín, «la historia central era muy simple y corta», lo que es un discutible. Ya que, aún aceptando una trama sencilla, esta película tiene la estructura de un largometraje, con su bloque de presentación de personajes, su desarrollo y su desenlace debidamente imbricados. El protagonista tiene un objetivo concientemente asumido y enfrenta diversos (aunque sutiles) obstáculos, los que van desde los vasos que se derraman en el Café, el proceso de selección y descarte de chicas, las incidencias de la persecución (idas y vueltas, detenimientos, pistas falsas), todo lo cual –y esto es lo extraordinario– simula las peripecias de la acción dramática, las cuales también están sugeridas a lo largo del filme. El hecho de que casi todo esto debemos «completarlo» o imaginarlo supone también una sutil y pérfida dosis de ironía del director hacia el espectador.

Además, hay «historias secundarias», como por ejemplo la fantasía sexual el héroe con la chica del pub o la pareja que intercambia un par de palabras luego de largos minutos de poner cara de poto (y qué decir de la alcohólica que vemos desaparecer). Asimismo, hay elementos de soporte a las intenciones de nuestro anónimo protagonista; el más evidente son las declaraciones de amor a una tal Laura (según Guerín, la amada de Petrarca) pintadas en diversas paredes. Por tanto, el argumento no es tan simple ni corto; al contrario, puede ser tan complejo y extenso como (todos) los espectadores (que) queramos imaginarlo (o sea, infinito).

Por otro lado, hay un clímax y un desenlace; lo cual nos lleva a otro punto fundamental y es que esta estructura dramática semi sumergida sostiene todo el juego de alusiones y sugerencias que caracterizan a esta notable cinta. Bajo la apariencia aleatoria y divagatoria de buena parte de la película, Guerín consigue construir una férrea unidad dramática; y lo hace de la manera más simple que quepa imaginarse: haciendo que por única vez en todo el filme sus personajes –con gran esfuerzo y tímidamente– conversen. Mediante este sencillo expediente de jerarquización el director logra crear un sentido de unidad en el marco de una estructura abierta, al mismo tiempo, a diversas interpretaciones e infinitas sensaciones. Digamos de paso que, en este aspecto, En la ciudad para Sylvia logra un mejor resultado que en Dioses o Mutum, obras en las que no se observa esta jeraquización del componente dramático sobre el ideológico; o, simplemente, por encima de los contenidos que no son acción dramática, los cuales –enunciados o sugeridos– están en pie de igualdad con la estructura dramática.

Volviendo a Una mujer sin cabeza, observamos que ésta sí tiene una «historia simple y corta» lo que, dada la escasa dimensión de su argumento, hace que los elementos sugeridos para el espectador resulten demasiado obvios y terrestres. Mientras que no encontramos rastros de una estructura dramática como la utilizada –a su manera– por Guerín, sino elementos narrativos desconectados entre sí que alargan innecesariamente el filme. Una cosa es describir el tedio y otra, muy distinta, es ser tedioso. Por otra parte, si había una intención de crítica social, como lo propone la anécdota inicial, ésta resulta también demasiado obvia y genérica –en el marco de la propuesta de Martel– como para producir un impacto.

Reconozco que esta crítica se basa en el manual o receta del guión convencional y que, ciertamente, la directora tiene una propuesta distinta y no le interesa seguir tal esquema. Sin embargo, a la vista de los resultados, creo que en este caso debemos reivindicar el manual. Lo anterior, sin embargo, no significa que esta película no carezca de cualidades cinematográficas interesantes. La principal es el uso de encuadres cerrados, recargados o en los que la protagonista aparece en una ubicación que sugiere subordinación (por ejemplo, cuando le dan masajes en el piso de su casa). Martel tiene un talento muy especial para que estos encuadres no parezcan opresivos, de tal forma que sólo paulatinamente vamos entendiendo su intención. Otro punto a favor son las actuaciones, sobre todo la de María Onetto, quien logra una caracterización bien balanceada de la personalidad y actitud de la protagonista; lo mismo se puede decir del resto de intérpretes de papeles femeninos principales, sin que –por cierto– el resto desentone. Esperemos que estas cualidades sean puestas al servicio de realizaciones más sustanciosas.


3 respuestas

  1. […] no puedo dejar de pensar en una pequeña dosis de verdad que le he leído a don Héctor Soto: “en su mayoría los del cine son amores a primera vista”. Esto a propósito de lo que dices Gabriel, que ver una película una sola vez no es lo ideal. Si te gustó o no, eso se decide ni bien sales de la sala. El resto es ‘enamoramiento intelectual’, es decir todos esos ejercicios esforzados que les he leído a ti y a Anto para explicar el “click” que hicieron con La mujer sin cabeza. Pero hay más: la viste “sólo” una vez y ya dices que es notable y que no debe ser maltratada. ¡Pues no! Si a uno le parece, hay que maltratar las películas, para ver “de qué están hechas”. Y claro, también se les puede liquidar con frases geniales, que contienen más sutileza que toooodos los 88 minutos de La mujer sin cerebro, por ejemplo: “Reconozco que esta crítica se basa en el manual o receta del guión convencional y que, ciertamente, la directora tiene una propuesta distinta y no le interesa seguir tal esquema. Sin embargo, a la vista de los resultados, creo que en este caso debemos reivindicar el manual“. Jotajotabe dixit. […]

  2. […] Martel, lean la interesante polémica que se ha desatado en el blog, ¡cuatro críticas! (1, 2, 3 y 4). Sala roja del […]

  3. […] apreciaciones negativas de Óscar y Juan José sobre la nueva cinta de la Martel, me obligan a escribir algunas líneas sobre una de las cintas […]

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