«Her»: así que soy un hater


Joaquin Phoenix en las solitarias calles de ‘Her’.

– Flaco, sos un hater.

– ¿Así de fácil? –me pregunté. Tal vez. Hace algún tiempo salí decepcionado de ver L’amour, no creía, ni creo, que es de las grandes películas de Haneke, pero al expresar mi desencanto me respondieron con argumentos parecidos al que acabo de recibir por decir que no me gusta Her, que me tuve que ir de la sala dónde la veíamos con los amigos la primera vez que intenté verla, y que por ahí arruiné un poco esa noche por no soplármela. Pero hater, amargado o gruñón, a mí no me van a decir que Her es una buena película, ni siquiera una película de domingo a la tarde. Para eso tenemos a Toy Story, Nemo, el alprazolam, la play station 4, la 3, el vino tinto en caja, Jenna Haze.

Me explico.

La construcción de su universo se adhiere a sus propias reglas. Genial, no tenía que ser de otra manera. No tengo por qué preguntarme de cómo sería el mundo aquel si te roban el celular por andar como Heidi en la montaña, total quién conoce a esa altura de la facilidad de hurtos en Caracas, Pasto, Lima, Ciudad Juárez, Belém. Como decía Rick Altman, hay que darle a los personajes en una película de género –y ésta debe tener las características de unos tres o cuatro en esta fase de arroz con mango que algunos llaman hibridización– la clausura de ciertos temas como los pesares económicos. Entonces no tendría que preguntarme tampoco por qué de pronto en Shangai hay tal cantidad de angloparlantes, o cómo se asume tan ligeramente que todo habitante ande amarrado a alguna pantalla. Total allá en el mundo de Her la alienación ya no es tema de discusión aparente. Más en discusión podríamos estar con cómo vemos modificarse a Samantha a medida que pasa la trama y entonces tenemos un verosímil tan abierto como el lúcido y risueño guionista quiera. La enunciación de las reglas del SO1 marcan cada punto de giro del guión: qué campeón Spike, tú sí que sabes lo que es ahorrar. Esto resulta como cuando juegan dos niños a los superhéroes y uno le dice al otro que va adquiriendo nuevos y mejores poderes hasta llegar a ser un dios, para luego, claro, quedarse comprensiblemente jugando solo.

Pero esto que afirmo de la alienación no es del todo cierto. Hay una que sostiene toda la narración: la búsqueda de la conquista del amor romántico, y ahí sí, y dado que me vienen a tratar de vender que ello es algo tan soterrado, fundado y comprensiblemente moral como el uso del lenguaje hablado, debo de señalar la tremenda insustancialidad de la trama. Así es como Corín Tellado conoce a J.G. Ballard y les sale un lastimoso feto de dos horas.

Que Occidente se haya alejado de su entrega a la religión y luego a la razón no tendría que hacer minar a su espíritu al entregarse a otro ritual, a uno del ahora, y más probablemente, de la endorfina o del trabajo conjunto de glándulas y neurotransmisores indolentes con el ser en el que habita. Una verdadera revolución contra el «desarrollo» que genera la alienación de millones tras pantallas, en casas de treinta metros cuadrados, en ciudades hiperpobladas, donde cada uno ha de producir un producto para intercambiar como regla, no está encabezada por la liberación de la pulsión amorosa sino, por ejemplo, por dejar de escribir cartas falsas porque uno no debería tener un empleo como dogma social y sí uno que otro valor moral para no hacerse pasar por lo que no es para conseguir monedas, así como llegar a una conclusión propia de dónde se está y hace dónde se va, como el protagonista escucha de la publicidad del CO1, antes de relegar la circunspección a la compra de un sistema operativo, o detener el consumo de algo que relaciona como problemático porque uno decide hacerlo y no porque la «infelicidad» de la falta de concreción del amor romántico lo haya dejado a uno inoperante. No todos pueden «amar».

Dándole forma a ‘Her’.

No todos deberían poner en su norte la concreción del amor–pareja occidental, primero porque no todos son iguales y porque en la capacidad de amor, el real, el que no se da en la pulsión del deseo, media el individuo y el Yo antes que la idea misma de lo que se siente, y valgan verdades el mundo interno de cada individuo en nuestra época no se caracteriza por tener mucho; y luego porque el amor romántico es un aceitado y huachafo producto que se ha instalado en Occidente desde más o menos el Siglo XII y que no ha dejado de pulirse en su exhibición continua como una meta, como algo que naturalmente debería de ser conseguido y, acá el tema, deseado.

A diferencia de las drogas o el mercado del sexo, ningún estado occidental ha querido mediar en hacer punible la concreción de una pulsión tan destructiva y difundida –tal vez con las pulsiones que encuentre como no tradicionales y solo para reafirmar las «suyas» para no complicarse en la homologación de las conductas de su maquinaria de producción–. Pero eso es tal vez posible porque detrás de la oferta de ello podemos esconder un producto: compre desodorante, por ahí huela mejor y pueda follar cuando quiera; compre una toalla higiénica para mantenerse en el mercado del deseo aún cuando su cuerpo procese fluidos a punto de desbordarse inesperadamente; compre este auto y así levantará como el Zorro; compre esta casa en este lugar y así tendrá mejor oferta sexual. Durante los últimos 100 años punir el deseo por el amor romántico representaría el punir el consumo, y luego la fetichización, y luego la larga cadena que sigue. Seguramente alguien dirá que donde es punible es porque hablamos de un pueblo retrasado.

Como el director no es un muchacho, a esta altura de su vida ya debe saber lo que está sosteniendo. Él ha de saber también cómo articular una crítica y cuán lejos está su película de ello: no basta con sostener la insensatez de la pertenencia en la monogamia, o la incomprensión de lo irracional del ser uno con otro –¿alguno dijo santísima trinidad?, al menos ahí se hacían compañía y no eran multitud–, sino que ha sido irrespetuoso con el consumidor de su obra al poner en contexto un vacío vaciado con pompa y artificialidad, con aparente inocencia, pero siniestramente consciente. Es regodearse en la investigación de un problema minúsculo y azaroso y de paso darle cuerda basándose en la inmensidad de su difusión. Pero más allá del irrespeto por el público, Jonze irrespeta a quien más le dio. O tal vez no tenga demasiado además de lo que debió haberle visto pensar o hacer a Charlie Kaufman. Finalmente la película anterior fue una mediocre y vistosa adaptación de un cuento y el resto no son su guión. Her es la realmente suya, y es como cuando Jesé quiere picar las bolas largas como Cristiano Ronaldo: de hacer los movimientos, los hace, de correr como él no hablemos.

Hay plagios de tono, de recursos de puesta y de corte que da como resultado algo visto en los guiones de Kaufman, por ejemplo en Adaptation: la voz over cansina o susurrada, más la música empática, y una construcción de una subjetiva de recuerdos que se desplaza con jumpcuts, y luego tenemos estas escenas, aquí, melosas. Esto en combinación no es una coincidencia, otro podría decir que el uso de un recurso o de varios no constituyen un hurto, pero respondo a esto con la sabida experiencia que tuvieron estos dos en otras tres películas, y que incluso se puede rastrear estos mismos recursos, que hacen a una marca de autor, en Synecdoche New York. El plausible oficio de Jonze, el propio, está en la buena elección de la banda de música y la calidad del montaje. Es el resultado de años de experiencia en el mundo de la publicitación con imágenes de productos del mercado de la música, y la contribución de dos montajistas con los que ha vivido su experiencia cinematográfica y su aún mucho más profusa experiencia en videoclips. La de Jonze es una carrera comparable a la de un francés con quien también trabajó Kaufman para una película llamada Eternal Sunshine of a Spotless Mind, y que ha hecho la propia usando como punta de lanza la dirección de arte y el hacerse el chévere con sus recursos plásticos. Pero en las noches el único de este trío que debe dormir sonriendo es Kaufman, sospechando que es quien verdaderamente se ha aproximado a entregarle algo al cine.

Spike en rodaje de ‘Her’.

Eso; dudo ser un hater, solo es que me gusta el cine.