Crítica: «El gran pequeño», un estallido de ilusión


El segundo largo del mexicano Alejandro Monteverde, «El gran pequeño», es un agridulce acercamiento a la manera de experimentar la Segunda Guerra Mundial en los Estados Unidos, en un pequeño pueblo donde las noticias no llegan rápido y se siente la ausencia de los pocos pobladores que están en el conflicto bélico.

La historia gira en torno de la familia Busbee. La componen el padre James (Michael Rapaport), la esposa Emma (Emily Watson) –que en buena parte del relato asoma como prematura viuda– y los hijos London, un iracundo adolescente, y Pepper, el niño que lleva el mayor protagonismo y representa las diferentes emociones de la sociedad estadounidense frente a sus enemigos.

El Gran Pequeño

A primera vista, la trama que escriben Monteverde y Pepe Portillo es inocente y juega al límite de la candidez, como La vida es bella, el recordado filme de Roberto Benigni que ganó tres Premios Oscar. Pero en el camino el director se las arregla para tener los suficientes reflejos y transitar del candor a la amargura y el espanto.

Eso transcurre entre la dinámica pueblerina de mayor o menor tolerancia frente al vecino de origen japonés, que llega hasta la abierta xenofobia y criminalidad, y la narración en paralelo, a veces oníricamente desde la imaginación de Pepper, de cómo viven el encierro en los campos de concentración nipones los soldados como James Busbee.

Las explosiones atómicas que devastaron Hiroshima y Nagasaki, con el nombre de «Little Boy» por delante, coincidiendo con el apodo del personaje principal, terminan de darle forma a la parábola de la película, un mensaje pacifista y reconciliador a partir de la sensibilidad infantil con pasajes que conmueven.

El Gran Pequeño

(Este texto fue publicado originalmente el 30 de agosto en el Diario El Peruano).

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