Festival de Lima 2017: Crítica de «Joaquim», de Marcelo Gomes


Más allá de querer realizar un biopic a uno de los héroes previos a la independencia en Brasil, Marcelo Gomes tiene más interés en bosquejar el proceder y los arquetipos predominantes de una sociedad colonizada. El inicio de Joaquim (2017) no es más que una falsa promesa, la idea de que veremos a este revolucionario en su faceta de revoltoso contra la corona portuguesa, entonces colonizadora del país americano, pero en su lugar vemos el orden y el desorden social, a los beneficiados y a los insatisfechos cohabitando en un mismo lugar, siendo el protagonista faro que guía. La historia de Joaquim (Júlio Machado) pasa de la sumisión, a la frustración, luego al disgusto y, finalmente, a la insubordinación, y es en el transcurso de este proceso que vamos viendo a unos secundarios, personajes tipo, que van dando sentido a la escalada del hombre que fue servidor y posteriormente rebelde.

Joaquim, obviamente, no es el único insatisfecho. Es uno de los tantos que fue víctima de la humillación por parte de los “protegidos” de la Corona. Fue también de los pocos que tuvo instantes de conciencia moral, cuestionando internamente el accionar de sus iguales y superiores, pero que su condición de soldado –en espera de una promoción que nunca llegó– lo hizo reprimir. En paralelo a su biografía, están los otros subalternos. Desde los soldados como él, hasta los esclavos llegados de África. Poco a poco transcurre la historia, se va desplegando dos modos de vida: el de la obediencia o la subversión. Son los que se aúnan al bando de la corrupción y los que se hacen de la “vista gorda”, como en inicio sucede con Joaquim, como también están los que deciden conspirar desde la clandestinidad, y con ello fundar una ideología.

«Joaquim» es atractivo desde su lectura colonialista y multicultural. En una secuencia, un aborigen y un esclavo africano combinan cantos de sus propias tribus, en sus propios idiomas. El filme de Gomes subraya la condición fraccionada de una sociedad. Mientras que la otredad parece reflejarse entre sí, los colonizadores se esfuerzan por sembrar el divisionismo, incluso entre ellos mismos. Tanto brasileños como portugueses están movidos por el egoísmo y la codicia; en tanto, el oro convirtiéndose en metáfora que agudizaba dichas pasiones. A propósito, es necesario el instante en que Joaquim se torna una historia de aventuras. La expedición minera para el protagonista es un largo mechero encendido que espera ser consumado. El fin de este, es el fin de su idea romántica, una que coincide con el fin de su principal propósito.

El personaje de la esclava Preta (Isabél Zuaa) es motor para Joaquim. La extinción de esta dará por concluida su relación con Portugal. Joaquim, luego de un peregrinaje lleno de amarguras y privaciones, se va proyectando al nacimiento de lo que será el mito de Joaquim, pero lo curioso es que para entonces la película parece cerrarse abruptamente. El filme de Marcelo Gomes no es para nada inconcluso. Las vivencias de Joaquim son mera excusa para reprochar casi todos los circuitos dominantes, incluyendo los revolucionarios. La última parte de «Joaquim» es la del rebelde siendo descubierto por los grandes conspiradores, los próximos ingenieros de la Independencia, los autores de la ideología, actuando siempre tras bastidores, jalando los hilos o soltando la cadena del perro rabioso. Para ellos, Joaquim es su “oro”. El festín a nombre del rebelde, no es más que mascarada, pura ironía. Es lo mejor de la película.


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