Dir. Eric Rohmer | 105 min. | Francia
Intérpretes:
Jean-Louis Trintignant (Jean-Louis)
Françoise Fabian (Maud)
Marie-Christine Barrault (Françoise)
Antoine Vitez (Vidal)
Léonide Kogan (Violinista)
Guy Léger (Predicador)
Anne Dubot (Amiga)
El francés Eric Rohmer ha hecho de su cine una constante exploración dentro de las relaciones humanas, sus afectos y contradicciones. Austero y sobrio en términos de producción pero más que pródigo en su particular método que otorga a la palabra (y a veces a la ausencia total de ésta) una importancia capital. Esta película significó el notable asentamiento de su obra que es una de las más brillantes, y modestas a la vez, del cine de los últimas décadas. En ella se concentra de manera ejemplar ese estilo desnudo, de apariencia sencilla y cerebral pero muy entrañable. Las probabilidades en el juego del amor son las que se le presentan al protagonista envuelto de la moralidad cristiana. Dudas o constataciones de toda una vida que se pondrán a prueba así, de manera tranquila, con esa buscada apariencia de la vida misma que ha caracterizado la obra del director. El solitario y católico protagonista interpretado por Jean Louis Trintignant pasa una especial navidad que definirá su vida entre aceptar y rechazar las opciones que se le presentan, a la que incluso convocará las teorías de Blaise Pascal como buscando la posibilidad de calcular las consecuencias de cada acto, de cada destino predeterminado aún con todos los factores aleatorios en el camino. Particular método de vida como el de cualquiera de los habitantes de este mundo reflejo casi perfecto que siempre ha buscado este maestro, talento mayor de los que surgieron con la nouvelle vague.
Concebida como parte de su ciclo de films titulado «Seis cuentos morales», Rohmer nos presenta esta casi disertación sobre la fundamental «teoría de la probabilidad» aplicada a su característico juego con el azar, el destino y los sentimientos que pueden desarrollarse en medio de estos factores. Mucho de esa búsqueda se representa en un film que define su cine ajeno a intrigas o al menos ajeno a los mecanismo más obvios de las mismas. Para ello nos lleva a través de sus imágenes a la bella Clermont-Ferrand revestida por la frialdad invernal y ajena en muchos aspectos de la vida cada vez más rauda de la cosmopolita París y similares. Es un pequeño mundo de apariencia tradicional y de fervor católico en el cual damos encuentro al protagonista que como buen personaje de Rohmer es un profesional de actividades solitarias, muy propias idiosincrasias y secretas dudas sobre su propio rumbo. No hay ningún tipo de efectismo, ni mayores explicaciones que las otorgadas por su propio comportamiento e interacción con los demás siempre encontrados de manera casual y sin algún aparente objetivo dramático, mas aún en una ciudad pequeña donde no hay tanta prisa como para poder darse paseos sin fin hasta el cansancio. Las lecciones aprendidas de Rossellini son fundamentales ya no sólo en el naturalismo de cada espacio de acción sino de cada comportamiento, cada suceso pequeño para la humanidad y su cotidiano tránsito, pero tal vez extraordinario para el personaje en el cual se posa la cámara y talento del director (como si se tratase de la antítesis de lo que anunciara Armstrong al pisar la luna ese mismo año).
La sesión extendida (como sería su estilo desde aquella época) en sucesivos planos alargados, le sirven a Rohmer para presentarnos de manera lúcida esos juegos de estrategias (a casi capa y espada) con los que estos posibles amantes dejan traslucir la esencial naturaleza del ser humano en búsqueda de evitar el hastío. El vacío existencial que en el cine del gran Eric nunca es representado por la gravedad, lo patético o sombrío. La preparación lógica de uno o festiva y alocada de la otra para considerar la entrada al romance o la aventura al menos conserva cierta picardía que se remite bastante a la literatura de la era de los luises de ahí que toda aquella prosa conversada o susurrada haya sido más que de capital importancia para que el cineasta conciba su propia estética y que se diferencia notoriamente de otros exploradores en el universo de las palabras como pieza fundamental de la construcción audiovisual como fue el caso de Joseph L. Mankiewicz. Es a partir de ello que esa apariencia de estar contemplando un film sin tempo convencional va cambiando hasta ganar al espectador como la novela de vida. Sin estridencias tampoco que la acerquen hacia un clímax en el termino más tradicional, la velada de unas horas concluye con los postulados de cada uno resistiendo a toda prueba. Juego de adultos a mirar todo con cabeza fría en pleno paseo invernal. Probabilidades que prefiere jugarse el protagonista con más certezas y seguridad junto a la rubia y católica Françoise, quien vuelve a aparecer cruzando por su vida como premio a su resistencia y que le caerá para una comparación con Maud en otra noche menos arriesgada, mucho más acorde a su ideal del amor con crucifijos y actitudes recatadas.
Esta entrada fue modificada por última vez en 11 de enero de 2010 17:33
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