Las películas «de festival» y las otras


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El cine como arte y manifestación cultural es un fenómeno único e integral, y puede ser analizado y comentado a partir de los elementos constitutivos del lenguaje audiovisual. En ese sentido, coincido con el siguiente comment a mi crítica de Tropa de elite: “Opino que elementos como una historia bien contada, unos hechos sólidamente narrados, los actos de los protagonistas, incluso los diálogos, y una estética visual… forman una coherencia armoniosa cuando una película es buena. Hasta allí llega el arte cinematográfico”. Ya que, añadía por mi parte, los elementos citados constituyen los componentes más o menos objetivos para evaluar un filme. Los temas políticos e ideológicos –que plantea esta cinta brasileña– son eminentemente subjetivos y abiertos al debate, y películas como ésta invitan abiertamente a tal discusión; es por ello que es muy difícil dejar de opinar al respecto. En otros casos, se nos ofrecerán (o incitará a comentar o discutir) –adicionalmente– temas estéticos, culturales, de género, etc. Todo ello en nombre de un enfoque integral de la película.

Tensión crítica

Los críticos siempre estaremos sometidos –dependiendo de la cinta que sea– a esa tensión entre los elementos más objetivos y aquellos más bien opinables y subjetivos, siempre de acuerdo a esta idea de un enfoque integral. Parte de esa aspiración totalizante es el encasillamiento del filme en las clasificaciones por nacionalidad, género dramatúrgico, sobre si es cine de autor o no, etc.; de las cuales siempre he desconfiado, pese a que algunas de ellas son parte legítima de la tradición teórica del cine. Sin embargo, casi desde la primera función del Festival de Lima sentí que estaba en otro mundo, muy lejano ciertamente al de la cartelera comercial o, a otro nivel, de los canales de cable. Estas películas eran muy distintas a las “normales” (léase meramente industriales o comerciales) ya que encontraba en todas (o casi todas) notorias diferencias (y, en varios casos, aportes) ya sea en lo formal como en el contenido, con respecto a “las otras”. Entre las que ofrecen aportes formales puedo mencionar En una ciudad para Sylvia, Construcción de una ciudad, Dioses, La mujer sin cabeza y Liverpool; mientras que entre las que destacan por sus contenidos, pondría a La Leonera, Tropa de Elite y La Zona. Mutum estaría a medio camino entre ambas.

Que existe esta distinción entre películas de festival y “las otras” lo demuestra la reacción del joven guionista y director cubano Francisco Brugués, con quien estuvimos en un conversatorio durante el mencionado Festival. Le planteamos justamente que su película, Personal Belongings, no era propiamente un filme “de festival” y, sin embargo, estaba participando en uno. La respuesta fue un embarazoso asentimiento, quizás porque una simple pero correcta y bien contada historia de amor no encajaba en tales eventos; aunque, como veremos, el cineasta sugirió que su obra sí tenía elementos de esas películas “de festival”. Pero esa misma incomodidad es compartida por su colega argentino Lisandro Alonso, quien más bien sí está bien fogueado en los festivales; a los que también critica, aunque por otras razones: “Hoy día los festivales son los que fijan ‘tendencia’. Si vos pensás en el Festival de Cannes, uno que por cierto influye en otros festivales, vas a ver que hay como una balanza en la que por un lado hay dos o tres cineastas valiosos y arriesgados, por el otro un montón de películas de la gran industria norteamericana”.

lisandro-alonsoPero el director de Liverpool va más allá, cuando señala que “[l]o malo es que el ochenta por ciento del cine que se ve hoy en día tiene la misma estructura y forma. Es el que se puede distribuir, el que tiene actores, el que impuso Hollywood. Y eso es re peligroso para el espectador, para los cineastas, para los distribuidores, y para el cine mismo. El cine tiene apenas ciento diez años. Es muy poco tiempo como para que ya le demos una forma. Hay artes que tienen muchos más años encima y todavía se siguen cuestionando las formas, buscando algunas más riesgosas”. Estando de acuerdo con lo enunciado en las tres primeras oraciones, no es exacto que el cine tenga “apenas ciento diez años”. En realidad, lo que tiene esa edad es el mecanismo técnico del cine, pero la idea de la imagen en movimiento tiene algunos miles de años de antigüedad. De hecho, la narración audiovisual surgió en la Grecia clásica y se fue desarrollando, en Occidente, durante la Edad Media, siguió durante la modernidad con la opera y evolucionó hasta la llegada del cine industrial. Es cierto que hay códigos específicos de este nuevo arte, pero los elementos básicos de la dramaturgia audiovisual ya estaban firmemente establecidos y probados desde hacía varios siglos. Eso es lo que explica por qué “el ochenta por ciento del cine que se ve hoy en día tiene la misma estructura y forma”; es cierto que en gran medida uniformizada por el sistema industrial estadounidense, pero también sostenida por esa tradición cultural previa.

Por tanto, enfrentarse a esos patrones –y hacer “…películas que son más arriesgadas, que proponen otro tipo de juego con el espectador”, como practica Alonso– va más allá del problema de la distribución. Es decir, incluso si se abrieran mayores canales de exhibición de ese “otro cine” (aparte de los festivales, la llegada de la exhibición por medios digitales), habría que ver qué impacto lograría en un público formado en esa escuela; aunque, de hecho, tendrían una ventaja de inicio: la novedad de proponer nuevos esquemas narrativos o estéticos (lo que constituye la mayor virtud de la vanguardia). No obstante, los efectos de esa eventual mayor cobertura en la distribución sólo podremos conocerlos cuando ocurra; como dicen en México: sin cadáver, no hay autopsia.

Contar historias o imaginarlas

Ahora bien, este tema de la dramaturgia audiovisual me ha conducido a discutir sobre los argumentos de algunas de estas películas, cuando raramente lo hago. En realidad, me importa muy poco el argumento ya que –como tanto insisten los guionistas– “todas las historias ya han sido contadas” y de lo que se trata es de encontrar nuevas formas de contar lo mismo. Es por ello que filmes cuyos argumentos son tan mínimos pueden resultar demasiado exigentes para un público amplio e incluso para cinéfilos recorridos. Ellos pueden sentirse –con todo derecho– estafados cuando se les sugiere que deben completar o imaginar el guión a partir de sugerencias explícitas o implícitas que ofrezca la cinta; es decir, haciendo el trabajo que –piensan– le corresponde al realizador. Otros, en cambio, aceptan abrirse a nuevas experiencias emocionales, pero entonces la falla puede estar en que la película –medida según sus propios presupuestos estéticos– no satisfaga estas expectativas. Por ello es importante compararla con otras películas que, aunque distintas, compartan en cierta medida tales presupuestos o intenciones.

La mujer sin cabeza, por ejemplo, ha sido comparada con La aventura, de Antonioni; quizás por su exploración del mundo femenino, por la morosa exposición del desarrollo de los sentimientos de los personajes (antes que por su acción externa) y por el notable trabajo de composición de la imagen. Sin embargo, también encuentro dos grandes diferencias. La primera es que el clásico filme italiano tiene más incidencias que el argentino. De hecho, está constituido por dos anécdotas extendidas: la primera (la desaparición de Anna) permanecerá sin resolver, mientras que la segunda (la posterior relación entre Claudia y Sandro) sí se desarrolla hasta lograr un desenlace; pero esa primera anécdota influye tanto en el desarrollo de la segunda como en el desenlace final de la película. Además, la mayoría de episodios o incidencias que se presentan están conectadas, explícita o implícitamente, con el entrelazamiento de las dos anécdotas argumentales. Es decir, que estamos ante un manejo narrativo complejo e integrado. En cambio, La mujer sin cabeza gira en torno a una sola anécdota y las incidencias que se narran son bastante obvias (no hay “misterio”); por otro lado, la mayoría de episodios adicionales que se muestran (el “alargue”) no parecen estar conectados con el hecho en sí, sino con la descripción de una personalidad excesivamente dependiente del entorno familiar y social. Esto resulta en un relato corto, lineal y rellenado con episodios de ese entorno bastante al ras de la tierra.

lucrecia_martelLa segunda diferencia es que Antonioni enuncia clara y provocadoramente el arbitrario componente “misterioso” de su historia. La ausencia de Ana se convertirá en una presencia para Claudia; y su búsqueda atizará el conflicto (la culpa) entre Claudia y Sandro. Pero, sobre todo, la expectativa de su posible reaparición abrirá un mayor espacio para que el público sienta las ambiguas motivaciones que van construyendo los sentimientos encontrados de la citada pareja; aunque, finalmente, muchos se queden frustrados por el hecho de que nunca se sabe qué le ocurrió a Ana. El filme de Martel, en cambio, deja poco espacio para el misterio; no hay el tipo de “profundización” que logran Antonioni o, incluso, Alonso. Así, se alaba la historia de “una odontóloga que cree haber atropellado a alguien con su auto y que tras el choque, queda en estado de shock, confusa, frágil, disociada de la realidad, casi ausente pese a que continúa con su vida cotidiana y sus relaciones afectivas, es una película llena de hallazgos, de momentos que –me animo a escribirlo– bordean lo sublime, lo genial”.

Sin embargo, no se advierte que cualquier chofer que ha atropellado a alguien (o sospecha haberlo hecho; así luego haya huido), queda en estado de shock y se comporta más o menos como se describe en la película. Como no existe algún referente “misterioso” al que derivar el resto de escenas (con sus “momentos” y “hallazgos”), tendemos a referirlo al mencionado accidente, sin que quede mucho por imaginar; menos sentir y, entonces… dormir. Otro sería el asunto si todas estas reacciones fueran producto de un tropezón que se diera la señora, rompiéndose la uña del dedo meñique del pie o, para el caso, que se le apareciese un duende con el aspecto de Carlos Saúl Menen en calzoncillos. Entonces sí tendríamos un estímulo para la imaginación. Si se va a romper con la narrativa audiovisual convencional no se puede hacerlo mediante una anécdota extendida a través de un planteamiento narrativo tan corto, que incluso resulta extremadamente convencional. La directora es sutil allí donde debería ser explícita al evidenciar su exploración de los aspectos desconocidos de la personalidad de su personaje. Como diría Lutero, si vas a pecar, peca y peca fuerte.

Puede parecer abusiva la comparación con Antonioni. No es el caso. La primera vez que vi La aventura, me aburrió. La segunda, me deprimió; pero porque la asocié con mis lecturas sartreanas de entonces. De esto han pasado casi 30 años. Recientemente tuve la oportunidad de volverla a ver y debo reconocer que cabeceé un poco menos. Fue una oportunidad para recordar las desbocadas interpretaciones ideológicas de la época; las que explicaban el filme como una crítica al vacío existencial de la clase burguesa italiana en los años 60. Lo que abría la puerta también a una lectura marxista; es decir, una crítica a la misma clase social y esa escuela filosófica, pero desde un ángulo político: el existencialismo como doctrina de una burguesía en decadencia. Otros también se despachaban con la discusión sobre lo ilusorio y lo real en su cine; y sobre la alienación que suponía tal subordinación a lo ilusorio. Todas teorías bastante discutibles, tanto entonces como ahora. Por ello, he llegado a la conclusión de que la fama de esta película le debe mucho al clima intelectual de la época (aunque hay valiosos aportes de este cineasta que han resistido el paso del tiempo, los cuales ya estaban sintetizados en Blanco, Desiderio, Imagen por imagen, Lima: Universidad de Lima, 1987; pp.94-97).

De igual forma, para explicar por qué tendemos a pensar hoy que deben haber significados ocultos, sugeridos o intuidos en las películas, es posible que estemos influenciados por el clima intelectual actual. Vivimos en un mundo mediático, que construye sus propias percepciones y proclama el dominio de la (inter)subjetividad; un escenario de apariencias y donde el ejercicio ya no es el análisis de clase sino la deconstrucción del discurso. Sobre todo en el caso de películas “de festival”, como lo es par excellence la que comentamos. Su gran logro es la mostración de las inquietantes y misteriosas inseguridades que asaltan a la protagonista de La mujer sin cabeza a partir de un incidente traumático y cómo ello se contrasta con la descripción de su vida plana y sin sobresaltos. Para ella, pareciera ser lo mismo engañar a su marido, realizar un examen odontológico en el colegio, comprar unas macetas o rechazar, desganada, los arrestos lésbicos de su sobrina. Sabemos que tales matronas existen, pero el hecho de que insinúe temores ocultos y muestre que aún no tiene los sentimientos totalmente embotados, exactamente ¿a qué nos conduce? ¿a santo de qué debemos explorar las sutiles grietas en el anodino carácter de esta dama provinciana? ¿en qué mejora o incrementa nuestro conocimiento del alma humana? ¿o se nos invita a identificarnos con la presunta represión moral a la que voluntariamente se somete?

en-la-ciudad-de-sylviaEn realidad, ninguna de estas preguntas importa; lo que fascina a algunos en este filme es que se puedan plantear estas y muchas otras interrogantes, en tanto sensaciones abstractas y posibles sentidos. No se les pasa por la mente que, entre la infinita gama de posibilidades, debajo de este elaborado ejercicio introspectivo no haya absolutamente nada. Y que todo sea producto de esa necesidad de sentidos y sensaciones, cuando después de mucho rascar no se encuentre nada que sentir; pese a que María Onetto nos ofrezca un buffet de apetitosa incertidumbre en inquietantes ambientes salteños. A diferencia de películas con una estructura abierta, como En la ciudad de Sylvia –o “abiertísima”, como Liverpool–, Martel construye un filme cerrado, “hacia adentro”, como su propia protagonista; y donde el énfasis de los elementos objetivos casi ahoga las débiles y sutilísimas señales subjetivas. Para algunos esta es una nueva receta para el pasmo, pero otros –quizás influenciados por esa ansia de significado– la encuentran genial. Esta nostalgia deconstructiva afectó incluso a Alejandro Brugués, el joven director cubano con quien conversábamos, quien también advertía que habían “subtextos” en su por otra parte simpática comedia sentimental. Luego se aclaró que se trataba de unos laboriosos efectos fotográficos para teñir de un cálido naranja esos vetustos edificios de La Habana u obtener cierto brillo en los ojos de la protagonista cuando ve a su galán. Este es un ejemplo extremo de los reflejos condicionados que derivan del excesivo entusiasmo o goloso consumo de películas “de festival”.

¿Hacia una nueva objetividad?

No obstante, La mujer sin cabeza ofrece la oportunidad para desarrollar una crítica objetiva; a la que nos referimos al inicio de este artículo. Allá por los años 70 del siglo pasado, la crítica de cine en el Perú –al igual que el conjunto de la intelectualidad– estaba muy ideologizada. Por entonces predominaba el realismo fenomenológico y, luego, el estructuralismo marxista (ambas modas francesas); lo que no necesariamente estaba mal. El problema es que en ocasiones los filmes que no encajaban en estas teorías eran simplemente puestos en la picota; es decir, había una excesiva dosis de dogmatismo.

Fue en tal situación que se me ocurrió la peregrina idea de que eso debería combatirse rescatando la objetividad y adoptando una postura ideológica ecléctica; es decir, rescatar (y respetar o incluso ignorar) la postura política o teoría estética que eventualmente podría proponer un filme determinado. De allí que durante mucho tiempo me centrara en trabajar sobre los aspectos “técnicos” de las películas y en los procesos de producción de sentido previos, antes que en los (presuntos, léase subjetivos) efectos en el público de tales procesos.

Mi punto era que se puede discutir sobre las intenciones del realizador o los mensajes que pudieran deducirse del argumento o de la película como un todo, y hasta sobre la calidad de la actuación; en cambio, componentes tales como la duración de un plano, el tamaño de los encuadres, el tipo de iluminación o el uso de música y ruidos en la banda sonora, son elementos incontrovertibles. Se trata de elementos medibles, tangibles y sobre los que difícilmente se podría discrepar. Además, al enfocarse en los procesos de construcción de sentido ex ante, la crítica podía apoyar o tener un sesgo educativo hacia el espectador; coadyuvando a la formación de un público más exigente.

la-mujer-sin-cabeza2Aunque sabemos que no existe la objetividad absoluta, el conjunto de estos elementos podría establecer un marco de análisis objetivo, que –como tal– soporte la interpretación de contenidos o las referencias que podrían realizarse a partir ya sea de dichos elementos como de otros derivados de contenidos del filme. Durante mucho tiempo y siempre que pude me aferré a ese marco de análisis, enfrentando como primer obstáculo el hecho de que muchas películas (sobre todo las de entretenimiento) se sostenían básicamente en esquemas meramente narrativos. Luego, con el tiempo, me fui dando cuenta que mi teoría era casi imposible de aplicar ya que, pese a mis esfuerzos, aparecían apreciaciones y comentarios sobre asuntos que la propia película invocaba y que ayudaban a entenderla o valorarla. Comencé entonces a medir el peso de los factores objetivos y subjetivos, y –en muchos casos– su fuerte imbricación; además, eso conducía (o influía) en la valoración global del filme. Entonces llegué a intentar lo contrario; es decir, hacer una crítica totalmente subjetiva, lo que también me resultó imposible ya que recaía (y todavía sigo recayendo) en ese objetivismo. Para terminar de embrollarlo todo, ¿qué me garantizaba que ese “marco de análisis objetivo” no fuera también un nuevo constructo subjetivo, otro discurso más, como dirían los posmodernos?

En medio de estas dudas existenciales –muy parecidas al dilema sobre qué fue primero, el huevo o la gallina; o su equivalente estético, letra o música– es que la cinta de Martel viene en mi ayuda para demostrar que es posible tal crítica objetiva; ya que en esta obra es posible separar casi quirúrgicamente los elementos objetivos de los subjetivos. Claro que si nos limitáramos a los primeros, la crítica sería altamente positiva ya que el trabajo de cámara, la construcción de los encuadres, la sutileza del montaje y esa mirada –que algunos califican de “cerebral” (en involuntaria paradoja con respecto al título de la película)– utilizada para describir la abulia de la vida provinciana, están impecablemente conseguidos. Como diría aquél comment que citaba al inicio: “Hasta allí llega el arte cinematográfico”. No habría, siempre en el marco de este enfoque, necesidad de mencionar detalles tales como el argumento ni ahondar en los asuntos que el filme podría plantear o no. De prosperar este tipo del filmes (u otros de minimalismo extremo) cabría preguntarse si esta crítica objetiva no sería una especie de subproducto de tal proceso, implicando el afloramiento de una nueva objetividad en nuestro quehacer; o, por el contrario, representaría más bien los estertores de una concepción que intenta rescatar una realidad ilusoria, que gime sepultada irremediablemente por un cúmulo de capas de discursos, apariencias y percepciones subjetivas.

La vida en los tiempos muertos

En todo caso, el enfoque objetivo tendría como ventaja adicional que, entonces, las críticas también serían más cortas; asunto en el que los críticos que adhieran a esta teoría podrían dar una mano a los realizadores. Así, por ejemplo, refiriéndose a su película Fantasma, Lisandro Alonso recuerda que “al principio la pensé como un corto, pero a medida que iba filmando vi que los tiempos de las escenas no eran los de un corto”. Uno se podría preguntar por qué estos realizadores no siguen este inicial buen criterio y se limitan a producir corto o mediometrajes que posiblemente tendrían un sentido distinto y quizás lograrían un mayor impacto. Curiosamente, Alonso ha recorrido el camino inverso a lo que convendría hacer con el filme de Martel, pese a que su material es aún más reducido que el de La mujer sin cabeza.

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En efecto, Fantasma es un largometraje construido ya ni siquiera en base a una anécdota, sino en una mera circunstancia. Tanto así que en la sinopsis escrita hay más información que en la propia película; con lo cual Alonso se ha superado a sí mismo y ha llegado más allá del spoiler, a lo inescrutable. Se trata de un filme en un 99% de tiempos muertos. Es más, vemos en la cinta la exhibición de otra película… ¡qué también son tiempos muertos! Me dice Luis Ramos que hay un elemento irónico en todo esto y pueden entenderlo, en parte, quienes vieron su segundo largo, no por casualidad llamado Los muertos (pero, vamos, ¿cuántos lo habrán visto?). Los procedimientos y estilo de Fantasma son similares a los de Liverpool. En primer lugar, predominio notable de los planos abiertos (y virtual inexistencia de los primeros planos), al punto que cuando ocasionalmente (creo que en un par de oportunidades) recurre al zoom ya está en un plano general y lo abre aún más, para continuar con un corto aunque lento paneo; mientras que en una tercera vez sí usa el zoom de ida y vuelta para mostrar a un gordo comiendo en la cocina. Lo demás, casi siempre son tomas fijas. La segunda característica es la mostración de locaciones inusuales. Todos hemos ido a un cine o un teatro; sin embargo, pocos han paseado por sus vacíos trasfondos, pasadizos y sótanos, por la cocina, las oficinas o los ascensores (lugares que recuerdan un poco los interiores del buque, en Liverpool). Alonso y sus dos “protagonistas” nos hacen el tour y el director se detiene, además, en los escasos sonidos que pueblan esos ambientes; oímos, tons, ruidos antes insospechados, como la queja del ascensor cuando no se cierra bien la rejilla de entrada al mismo o el timbre del teléfono que una empleada dejará sin contestar (lo que quizás produzca el delirio de sus fans). Es obvio que la propuesta del director argentino es provocadora y sutilmente irónica, pese a que su objetivo (logrado) sea el de generar un efecto de extrañeza entre los personajes y el ambiente; extrañeza de los recién llegados con el lugar, pero también la que existe entre sus propios habitantes. Y that’s all, folks.

No puedo negar mi simpatía con los filmes de Alonso, porque también me gusta la observación (aunque prefiero practicarla con las aves) y el acto de observar (vg. Guerín); más aún cuando estos filmes proponen “un juego distinto al espectador” y le permiten “construir” o “completar” sus propuestas; o sea, participar. Y comprendo también su “alargue” de lo que inicialmente iba a ser un cortometraje, porque este es un mal que también padezco. Me propongo escribir algo breve (de hecho, me había propuesto hacerlo en este caso) pero luego escribo largos –a veces larguísimos– post, sin proponérmelo inicialmente. Parte de la culpa es de las facilidades que hoy ofrece la tecnología. En los blogs se puede escribir sin control, mientras que en la prensa escrita hay una dictadura del espacio que, sin embargo, tiene sus ventajas: nos permite ser concisos. La regla es: cuanto más corto, mejor (léase: mayor impacto). Esto me lo enseñaron mis mejores maestros (y no sólo de periodismo). Es más, como editor de una revista especializada en estadística –reconocida por su ironía y aportes gráficos– y, luego, como redactor de encabezados noticiosos para televisión me especialicé en acortar textos; y lo hacía muy bien. Claro, eso era antes de los blogs… Quizás los formatos cinematográficos convencionales puedan ejercer ese mismo control ya en el campo de la creación audiovisual, sin perjuicio de que se exploren otras formas de expresión artísticas. ¿Será posible tal compatibilización? ¿“más corto es mejor” también funciona en el cine?


2 respuestas

  1. […] 14. De los extensos contenidos que este año ofreció Juan José Beteta, rescatamos el dedicado a las películas “de festival” y las otras. […]

  2. Avatar de Leni Ere

    Lo malo son las películas «festivaleras», las que más que en una obra se convierten en un muestrario de recursos fílmicos (por supuesto, innecesarios).
    Saludos.

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