«El hombre de las multitudes»: elogio a la incertidumbre. Y el resto.

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De inmediato aquello, el formato. El ejercicio, como propuesta, no es de práctica común pero la opción consiste en restringir el cuadro lateralmente y en adelante componer para un cuadrado perfecto, un 1:1. Parece una polaroid y una toma de Instagram como bien ha sabido argumentar uno de los directores.

Pero el gesto en El hombre de las multitudes, como tal, podría leerse acaso como uno a contramano del camino del digital que constantemente ancha su marco: -aunque en realidad los sensores a veces son cuadrados- si hace unos años el 1:33 dejó de ser el preset para acomodarse al 1:77 del HD, hemos visto, ya no solo en el digital para recordar la misma intención en el Cinemascope, un ferviente optimismo en el crecimiento de los ratios, y acaso una estandarización que recita algo directamente proporcional sobre que a más ancho será más cinematográficamente-profesional.

Luego, las interpretaciones son ambiguas e inseguras. Un cuadro reducido para una subjetiva de la opresión, de un mundo corto, o un Belo Horizonte, como figurilla de lo contemporáneo, que se muestra disminuyente, abyecto. Una fila de etcéteras. Me animo a pensar que aquí se persigue algo más sencillo y que intenta, por este primer impacto cultural yendo a contramano del uso, o del optimismo distraído y equivocado sobre la interpretación del campo de una supuesta representación «ultrarrealista», descolocar al receptor, rebotarlo la sala: es de alguna manera la intención del distanciamiento brechtiano, y adhiero a esta idea que Marcelo Gomes y Cao Guimarães, en general tienen la mira en la alienación del individuo contemporáneo en buena parte de esta película, y dudo que se trate (solamente) de un cuentito de desamor y/o soledad. Bossa novas aparte.

Si es el tiempo el que conforma la esencia representativa del milagro cinematográfico, su complemento lógico es el espacio en el que discurre, el cuadro, y antes confirmemos que el cuadro es el punto cero, lo primero antes de un fotograma e incluso el primero y el último. Luego si el cuadro expone la materialidad denunciando el artificio es por un efecto producto de una tensión dialéctica (acá entre el cuadro y una suerte de costumbre de proyección). Y esto que ocurría para la negación de la identificación en el teatro de Brecht, se puede ver duplicado en la misma intención, aquí, de no alienar al público re-espectacularizando constantemente su constitución formal.
Inteligentemente, aquello que negará es sobre lo que hará girar el argumento.

Una microsinopsis hablaría de «un amor, inconcluso, entre una jefa de vigilancia y un operador de trenes en San Pablo (…)». Más los oficios -como el propio hecho de tenerlos- son una la puesta en vacío de algo en medio: el control y esquematización del espacio-tiempo.

La vigilancia en la torre por la agente frente al monitor: el dispositivo de control y registro constante y prepotentemente basto. La oligofrenia bizarra y futurista del panóptico. Es postmodernistamente sintomático que el sistema de auto-vigilancia, que en realidad se basaba en la latencia del control derretido en el subconsciente, o la persecución de una promesa de vigilancia (lo importante no era su concreción), trate de realizarse en las actitudes de la fase digital de la imagen.

Poco tiene que ver el proceso, no hay un tortura logarítmica; la era de la “captación” de las imágenes, de la reproducción (aquello que se ha asumido, primero, como una “verdadera” reproducción) de la imagen-ahora para el ser humano, ha derivado en esta patología de la vigilancia total, de la completitud del monitoreo -en este caso determinados, por trabajadores de la empresa de trenes de Belo Horizonte- en los hombres, más que exista una resolución técnica no corresponde a ser esta la concreción certera de su existencia. Allí el peligroso trato que ha materializado el digital: la alienación de los procesos de internalización de la construcción de lo individual. «Siempre se puede ver», «siempre se puede estar»: son sobre todo pretensiones alimentadas por la inercia de una construcción cultural que confía en sus preconceptos (¿acaso esto se parece a una identidad?), que en La realidad, una que –felizmente- o no existe, o es inabarcable, tanto por un sujeto, como por una concepción, y menos por una actitud de cierta inercia.

Paulo André ha otorgado a su personaje de operador de trenes una proximidad constante a una mediación técnica, desde su cosmovisión hasta su oficio, señalando incluso un mecanismo que debe de desactivar cada cierto tiempo para certificar que no duerme, anunciando un posible desfase tecnológico y su galopante alienación. Técnica, su clave. El sistema de transporte, como el del trabajo, como la constitución de la horas, los días, los meses, y así incluso las vacaciones, el descanso, el “tiempo propio”, y la gran promesa del futuro mejor para el que se esfuerza la humanidad, hacen el extenso todo que oculta al hombre en la representación de una vida.

El desplazamiento de un tren o de una ruta de buses, que conduce a la escuela, a la universidad, a la oficina, a la iglesia, a la playa, o a los cementerios, se calcula en función de las horas y los modos en las que se debería recorrer una ciudad. Este cálculo contiene en sus mediciones los datos de la extensión de la ciudad, la congestión posible según el número de vehículos, o la frecuencia de los viajes en función a los promedios de las horas laborables. En esta ecuación una ciudad es soportada en gran parte por los transportistas, Belo Horizonte no es el ejemplo de una urbe grande, sin embargo un cuarto de millón de personas toma los ferrocarriles metropolitanos diariamente, y en el centro de ello la película ha articulado al Juvenal de Paulo André.

Este Juvenal, como es lógico, aparentemente ha preferido vivir en centro de la ciudad que en la periferia, y según el razonamiento de la ecuación, dado que vivir en las periferias de la ciudad podría tener un tiempo de desplazamiento mayor, pero como es lógico el vivir en el centro de la ciudad implica un mayor costo, y por ende Juvenal debe conformarse con vivir en un monoblock estrecho y rodeado de otros edificios seguramente tan llenos de gente como el suyo. Y allí Juvenal, el hombre que media entre los 250 mil agentes transportados al día y los edificios de cientos en monoblock, se siente inexplicablemente solo. Vive solo. Come solo. Habla solo. La soledad lo atosiga, lo invade, y lo hace verse aburrido y ansioso a la vez. Lo hace dar vueltas erráticas alrededor de los 10 metros cuadrados en los que le ha tocado vivir, y así se palpa por la virtud de la composición en este formato (y no por el formato solamente) y los encuadres que rematan la operación. Lo hacen, por ejemplo, ver a largas masas por sus ventanas y disolverlo en su mirada a ellas. ¿Qué puede ocurrir con un hombre tan rodeado de gente para que pueda ser solo?

«Yo conozco a tanta gente en internet pero no conozco a nadie», ha dicho el personaje de Sílvia Lourenço, Margô la vigilante, cuando le pide ser el padrino de su boda y que inicia la movilización del drama. Yo he visto un DCP. He visto la reproducción estándar para el cine digital, y tal cual, en un proyector de las mismas condiciones, en 50 años, en Antananarivo, podría ocurrir el mismo acontecimiento. La copia será la misma: una problemática que se plantea para la psiquis del hombre es que la noción de su imagen, y su definición desde el otro, ha variado de sentido por un viraje y atrofia de adaptación al cambio en su capacidad de auto-reconocimiento, y por el desplazamiento de la concepción de la imagen (la suya en primer lugar) en lo intrínseco respecto a su tangibilidad y, luego, su caducidad.

Sobre el digital se puede arrimar que aduce ser la imagen y tener siempre la capacidad de producirse y reproducirse. El digital, nuevamente, solo consagra un aspecto técnico sobre un profundo malentendido a causa de la fetichisación de una imagen. De una problemática sobre un aspecto mecánico hacia un cálculo logarítmico se percibe el mismo embrión y se hace sencillo imaginar, luego, ahora, a una sociedad que se perciba desde su (proto)imagen y sus aspiraciones.

Margô se prueba cortes de pelo virtuales en un programa, se ve refractada en las vidrieras de las ofertas de un centro comercial. Se toma un selfie. ¿Qué es eso? ¿Un paranoico altar del estar-allí-ahora? ¿Qué se vuelve después sino un encadenamientos de más fetiches sobre ese lugar y ese haber estado de aquella forma allí si no? Es difícil identificar al referente en una cadena de reflejos, como en una suerte de fundidos encadenados, en un mismo plano, y El hombre de las multitudes tiene un virtuoso enfoque sobre esta paradoja: de tanta posibilidad de ser una imagen, de tantas, el referente se ve descolocado. Duplica la dificultad de alegar si lo que habita en el cuadro de la película, como ocurre en la era de la imagen-primero, es lo que se ve, si aquello que el personaje cree ver le basta para reconocerse, y finalmente si lo que ve, como pareciera anticipar la multiplicidad orgánica del digital, puede satisfacer o alcanzar a generar la representación del universo de un individuo. Como una publicidad de una compañía de comunicaciones que para una campaña publicitaría acuñaba que al poder tener mayor recepción ocurría un «todos, todo, todo el tiempo». La suspicacia es sensata.

Y así se grafica la lógica del desconcierto frente al otro. Una pareja torpe para concretar su amor, para hablarse siquiera. Juntos en un mismo espacio no dicen nada, o lo que se dicen es parasitario a su tensión, no se miran, parecen o muy tímidos o insustanciales. Y es que ella además se va a casar y aún así llora al verlo en un monitor. O a su vez él se disipa en el onanismo, o elige ir a un burdel, mientras que al subirse a un bus decide sentarse al lado del único pasajero. Y justo en ese punto es dónde la película ha preferido soltar las dichas de sus dialécticas y empezar a plasmar adjetivos sin mucha delicadeza. La soledad se convierte en algo triste a razón de que sus personajes padecen, lloran, se emborrachan, divagan sobre la plataforma de una incapacidad que arroja las ideas más bellas y solidas de su puesta en escena. Hacia el final se ha decido cerrar el cuento para cerrar un cuento y me tuve que acordar de la «adaptación» de Poe, y de paso de su esquemática Filosofía de la composición. La insatisfacción se concretará en la boda y de pronto tenemos, sobre el minuto 70 o 75 de sus 90 totales, que empezarán a surgir el uso de tres canciones extradiegéticas en la película, y aún más, en la escena misma de la boda sonará la Felicidade de Caetano sobre una breve secuencia de montaje. Entre otras frases, cito:

Felicidade foi se embora
E a saudade no meu peito ainda mora…

Sería algo como «La felicidad se fue, y el anhelo en mi pecho aún vive…». Se podría debatir sobre la traducción del vocablo Saudade y tras ello podríamos empezar a derivar hacia la relevancia del uso del recurso para una aproximación cultural… pero, entre otras, sería una lectura pretenciosa. Las palabras dicen demasiado y muy poco en el cine. Los grandes temas de El hombre de las multitudes, como la reificación, o la paradoja de la identidad, no apuntan a una respuesta, como tampoco a la tasación de un sentimiento. Las palabras fijan y orientan demasiado dónde no merecía hacerse.

Ni qué decir de las melodías. Sorprende mucho tener que oir una bossanova para una película brasilera. Sorprende en el hecho de que no parecía necesitarse sospechar, ni entrar en un debate aburrido, sobre la orientación esquemática de lo que podría culturalmente contener una película brasilera, y luego lo que podría esperar el mercado. Se termina contradiciendo la intención de exponer la alienación. Lo mejor ha ocurrido antes. Lo mejor concluyó antes. En su propia indeterminación bivalente, en sus interrogantes, y con sus propios valiosos méritos. Quedémonos con eso y será satisfactorio. Enriquecedor.

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