«Dolor y gloria», de Almodóvar: Alma de cine en corazón frágil


“Hay una gran belleza en el deterioro físico”. Esta paradójica frase de la Madre Superiora hacia el final de «Entre tinieblas» (1983) ahora podría considerarse como una nueva autorreferencia entre las tantas que Pedro Almodóvar ha ido dejando en su cine y que en este caso resume el concepto de su más reciente largometraje. En casi cuarenta años de carrera, el director y guionista ha ido tejiendo un verdadero universo cinematográfico donde las historias, personajes, e incluso obras ficticias de unas películas se han ido transformando en otras, no para generar meras secuelas o remakes de una franquicia sino para crear obras hermanas que se enriquecen mutuamente. Teniendo en cuenta ese vasto legado, y en oposición al impulsivo consenso de la crítica, resulta desconcertante que el atributo que más se resalta de «Dolor y gloria» sea su subtexto autobiográfico. Aquello sugiere un triste desconocimiento sobre la condición de Almodóvar como maestro de la autoficción melodramática, aún si este último film no es el ejemplo más potente de dicha condición.

Antes de continuar es oportuno aconsejar al incauto de turno que si no ha visto al menos un par de películas de Almodóvar no se plante empezar por esta. Aunque «Dolor y gloria» es una especie de “grandes éxitos” del director debido a sus abundantes leitmotifs y autorreferencias, su función recopilatoria pasaría desapercibida por alguien ajeno a su cine y no le haría justicia a la creatividad y al exceso sentimental que ha sabido impregnar en obras anteriores, incluyendo las comedias. Porque las madres que aquí interpretan Penélope Cruz y Julieta Serrano se inspiran inequívocamente en las de «Volver» y en la del propio Almodóvar; porque el actor eufórico de Asier Etxeandia evoca a los de «La ley del deseo» (1983) y «La mala educación» (2004), al igual que el espectador sensible de Leonardo Sbaraglia recuerda a los de «Hable con ella» (2002) y «Todo sobre mi madre» (1999); y porque Antonio Banderas es el mejor alterego que Pedro pudo concebir de sí mismo después de tantos otros, hombres, mujeres e incluso transgéneros. El gozo de identificar estos guiños y alusiones a la filmografía de Almodóvar podría ser aislado como un extra para sus fans sino fuera porque su magnetismo cumple un rol crucial en el film (y que cobra mayor sentido en su final).

Es cierto que «Dolor y gloria» juega abiertamente con ser la autobiografía de Almodóvar pero no es su primera película en hacerlo. «La ley del deseo» y «La mala educación» son los otros dos títulos con los que el más reciente conforma una auténtica trilogía de autoficción en la que tres directores españoles homosexuales contemporáneos a la movida madrileña no solo ruedan películas en torno al deseo y al dolor sino que también se involucran en tramas turbias influenciadas por la drogadicción, una perturbante educación religiosa, y relaciones amorosas no resueltas. Los filmes con Eusebio Poncela y Fele Martínez sin embargo logran desmarcarse de la vida de Almodóvar gracias a sus hiperbólicos componentes narrativos (psicópatas y transexuales incluidos), a sus dosis de humor negro y a sus años de estreno en relación a la carrera del director.

«Dolor y gloria» lo tiene más difícil no solo por sus referencias a los otros dos títulos tanto en las escenas de educación religiosa como las de la vida de director famoso. También porque su protagonista, Salvador Mallo, encarna la sobriedad y verosimilitud de un apacible vecino de barrio madrileño, de la persona mayor que se atraganta, del guionista veterano que se bloquea y del director consagrado al que le da pereza asistir a presentaciones, todos siendo aspectos que se le pueden adjudicar al Almodóvar veterano. Un personaje que comparte su vida con una asistente (Nora Navas), un médico (Pedro Casablanc), una empleada doméstica y unos proveedores de droga sin histrionismos que bien podrían ser los del propio director. Y aunque Salvador vive a través del cuerpo del chico Almodóvar por excelencia, el que ha encarnado sus personajes más desenfadados, perversos y sexuales, Antonio Banderas elimina todo rastro de ese pasado y se limita en canalizar, y por veces usurpar, la identidad de su director. Si todo eso no fuera suficiente para convencernos que estamos ante un autobiopic, el dolor físico y emocional de Salvador ocasionados por la enfermedad y la pérdida de su madre coinciden con los que Almodóvar ha padecido en carne propia y que solo se ha atrevido a compartir en la actualidad.

Aún con esta fuerte dosis de realismo que el propio Pedro ya intenta paliar en entrevistas, «Dolor y gloria» no deja de presentarnos una ficción. Esta queda en evidencia a partir de la infancia de Salvador Mallo en Valencia, que poco tiene que ver con la que vivió Almodóvar en Extremadura no solo por su localización. Hijo de un padre militar (Raúl Arévalo), el Salvador niño (revelador Asier Flores) prácticamente vive solo con su madre (impecable Penélope Cruz) con quien comparte momentos idílicos como el lavado de ropa a orillas de un río y la adaptación a la vida en una cueva. En torno a ella y a un joven albañil (César Vicente) que va a refaccionar la cueva donde viven, el pequeño Salvador desarrolla el primer eje melodramático que su versión adulta vivirá a manera de flashbacks nostálgicos. Estos alimentan la atmósfera melancólica del Salvador adulto a la vez que expresan sus emociones internas mejor que él mismo, con excepción de las escenas que éste comparte con su madre adulta (conmovedora Julieta Serrano).

También sugieren el primer contraste que da nombre a la película al presentar una imagen gloriosa del pasado frente a un presente doloroso. En este la ficción se consolida a través de Alberto Crespo (estremecedor Asier Exteandia), un actor con el que Salvador intenta reconciliarse después de años de enemistad, y de Federico (Leonardo Sbaraglia), una figura del pasado sentimental del protagonista que regresa repentinamente. La relación problemática entre Salvador y Alberto representa el segundo eje melodramático del film a la vez que una segunda oposición entre dolor y gloria. Mientras que el primero sufre un deterioro físico y emocional que ni siquiera las drogas pueden aliviar, el segundo vive deseando alcanzar el éxito definitivo y utiliza las drogas como combustible creativo. Aunque Alberto también evoca a los actores reales que han tenido rencillas con Almodóvar, en última instancia es el personaje que concentra el deseo insignia del director y que sustituye a otros memorables de su cine, en particular la Agrado de «Todo sobre mi madre». Al igual que aquel personaje secundario con actitud protagónica de Antonia San Juan, el Alberto de Exteandia se roba el foco del Salvador de Banderas con un monólogo ambicioso y potente que ejemplifica la importancia del arte performativo en el cine de Almodóvar y que, al igual que en «Todo sobre mi madre», funciona como recurso narrativo para introducir el último eje melodramático que implica al Federico de Sbaraglia y del que no voy a comentar más a fin de evitar spoilers.

Pero al final el peligro que supone el subtexto autobiográfico del film tiene menos que ver con su carácter ficticio y más con su potencial melodramático. Ya sea porque el director experimentó pudor al concebirlo o porque tuvo que dotarlo de una fuerte depresión, el Salvador adulto nunca termina por cautivar por sí solo como héroe almodovariano. Por supuesto que Antonio Banderas se entrega por completo a un personaje que le supondrá nominaciones y premios por ser distinto a cualquier otro en su carrera, incluso entre sus roles almodovarianos. El problema radica más bien en un guion que define a Salvador como un ser consciente de sus dolencias pero que no le permite sufrirlas en pantalla y que por ende lo aleja de personificar el melodrama queer, ese por el que Almódovar es reconocido y estudiado en escuelas de cine en todo el mundo. Salvador apenas se limita a compartir sus agonías físicas y emocionales con los personajes secundarios como un paciente en terapia constante. Solo en las escenas con Alberto se acerca a desplegar la emoción que yace dormida en su habitual actitud solemne. El guion tampoco permite recrear el pasado del protagonista durante la movida madrileña en el que supuestamente vivió sus mejores épocas, un pasado que sería crucial para construir un personaje con más matices de personalidad con el que podamos identificarnos.

Esta decisión puede responder a una negativa del auteur español de no repetir escenas de juventud efervescente que ya figuran en sus otras obras de autoficción. También es razonable que, al ser su personaje más personal, Almodóvar no haya querido desnudarlo en su totalidad así como el mismo no lo hace en la vida real. Curiosamente, al igual que los héroes almodovarianos del pasado han personificado las emociones del guionista y director, Alberto es quien termina por escenificar los sentimientos de Salvador al representar un monólogo suyo. Esta transferencia de emociones también sucede con el Salvador niño y con las madres que interpretan Penélope Cruz y Julieta Serrano. De ahí que las escenas del pasado estén en diálogo constante con las del presente para compensar el hermetismo de Salvador y así resguardar el sentimentalismo del cine de Almodóvar.

Dejando de lado su núcleo narrativo, «Dolor y gloria» cumple con ofrecer los componentes audiovisuales característicos del director y que son ya tan reconocibles y atractivos que el primer tráiler se apoya exclusivamente en ellos. Aquí el rojo pasión no deja de imponer su presencia entre la escenografía y el vestuario, impregnandose incluso en un iPhone. Las composiciones simétricas y los travellings nos recuerdan la obsesión del director por acercar su obra a la estética del Hollywood clásico. (Aunque se extraña la presencia de planos cenitales y picados que en su cine normalmente acentúan el melodrama). Las camisas a rayas y floreadas, las cortinas y jarrones multicolor, y la estética kitsch en general se cuelan hasta en el poster de un film ficticio y conmemoran el desenfado de la movida madrileña. También es destacable la escenografía multimedia minimalista ideada para el monólogo teatral de Alberto que también es filmado con una sutileza que recuerda a la de los números de Pina Bausch y Joaquín Cortés en «Todo sobre mi madre» y «La flor de mi secreto» (1995), respectivamente.

Una de las más gratas sorpresas es un segmento de animación de Antonio Gatti, responsable de algunos de los posters y créditos de las primeras películas de Almodóvar, que aporta otro recurso irremediablemente nostálgico. A pesar de que es probablemente su obra menos sexual, Almodóvar no deja de relucir la belleza de sus actores y actrices, ya sea vestidos o desnudos. Y aunque aquí más bien la mediática Rosalía reprime su sensualidad como lavandera de río, su voz de aire flamenco aporta el toque español a un repertorio musical internacional donde destacan la dulzura italiana de Mina y la amargura mexicana de Chavela Vargas, esta última tan indispensable como el rojo para Almodóvar. Los violines de la banda sonora de Alberto Iglesias, su compositor fetiche desde «La flor de mi secreto», aportan el revestimiento sublime que hace que «Dolor y gloria» sea identificada automáticamente como “un film de Almodóvar” desde su arranque y que la posicionan dentro del vasto universo cinematográfico antes mencionado.

Es necesario volver a dicho universo para reconocer que en realidad todas y cada una de las películas de Almodóvar poseen una calidad autobiográfica. Aunque solo sean tres las autoficciones explícitas, todas ofrecen rasgos de la personalidad y de la vida del director que pueden hallarse en los personajes y argumentos menos pensados. Si tuviera que proponer una alternativa a «Dolor y gloria» como el título más autobiográfico de Almodóvar sería «La flor de mi secreto». A pesar de que su protagonista es más bien un alterego femenino heterosexual, la Leo Macías de Marisa Paredes no solo evoca la transición del director y guionista en los años 90 como autor de obras “rosas” a “negras” sino que también vive el deseo y el dolor con mayor intensidad que Salvador Mallo. La película también presenta una interpretación exquisita de Chus Lampreave en un rol claramente inspirado en la madre de Almodóvar, y además incluye el posible origen del título de «Dolor y gloria» en una canción del cantautor cubano Bola de nieve, que también da título a un guion ficticio que años más tarde dará lugar a «Volver». Y si nos ponemos a diseccionar cada película iremos encontrando situaciones similares, pero esa ya es una aventura reservada para seguidores incondicionales.

En todo caso «Dolor y gloria» difícilmente eclipsará al resto de la filmografía de Almodóvar solo por ser su autoficción explícita más tardía, lo que tampoco quiere decir que no haya motivos para recordarla y celebrarla. Siempre será la película con el Banderas más irreconocible, con algunas de las mejores secuencias infantiles, y la que seguramente le costó más pudor escribir y por ende sea su más ambiciosa. Con una interpretación de Etxeandia electrizante, con uno de los finales más enigmáticos, y la que seguro les llevará a muchos, como a mí, a repasar una filmografía entera en una sola película como si fuera la vida propia en el instante previo a la muerte. Porque si el cine es como la vida misma, el dolor y la gloria de Almodóvar a través de los años también.

Archivado en:


Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *