Cine Peruano

[Crítica] Festival de Lima: «Samichay, en busca de la felicidad», de Mauricio Franco

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El cine peruano contemporáneo está legándonos nuevas miradas sobre temas ya explorados (pero no con suficiente minuciosidad) del imaginario nacional heterogéneo . En una suerte de continuidad con la exploración estética de Wiñaypacha, el director Mauricio Franco Tosso nos trae Samichay, su ópera prima que concursa en la categoría de ficción en el 24° Festival de Cine de Lima.

Samichay nos cuenta la travesía que realiza Celestino (Amiel Cayo) por conseguir un comprador para su vaca Samichay, luego de haberse resignado a esperar que produzca crías y leche, lo cual hubiera mejorado su situación económica. Ubicado en la frontera entre lo documental y lo ficcional, la película toma como escenografía las alturas de Cusco, lugar donde vive Celestino junto con su hija Yaquelín (Raquel Saihua) y su suegra Augusta (Aurelia Puma), en una condición paupérrima y alejados de casi todo contacto con la modernidad. 

Siguiendo la fidelidad sociocultural, la película está filmada íntegramente en quechua y en blanco y negro, con lo cual logra una labor fotográfica encomiable que detallaremos más adelante. Mencionábamos aquella dualidad representativa, ya que desde la primera escena tenemos una secuencia de carácter etnográfico, en la cual Celestino y otros pobladores negocian la compra-venta de reses en un mercado popular. Cuando él regresa a casa, las quejas dentro del hogar inmediatamente son proferidas contra la vaca Samichay, por ser infértil y solo una boca más que alimentar (en palabras de las dos mujeres). Celestino, esperanzado aún, interviene para defenderla. Esta escena, una de las pocas que presenta diálogos, manifiesta una tensión ideológico-discursiva entre las posturas femeninas respecto a cómo afrontar la adultez desde su condición de género y, entre padre e hija, respecto a las formas de asumir su identidad lingüística, todo esto en un contexto donde la urbe los obliga a suprimir parte de su cultura para que puedan integrarse fácilmente a la lógica moderna. En los días posteriores, la situación de la familia empeorará, lo cual llevará a Celestino a verse en la obligación de vender a la vaca.

La película se inscribe además dentro de un cine contemplativo, a veces desde encuadres fijos, así como también desde lentos paneos horizontales y de 360 grados. En ese sentido, percibimos una operación estética muy relevante que trae el filme a partir del empleo del blanco y negro: captar el flujo temporal de la naturalidad del espacio andino. Aquellos elementos naturales ahora pueden tener una carga sensible dentro de la escenografía, puesto que aquella gradación de grises y la iluminación empleada les permite ser corporizados.  Respecto a las actuaciones, Amiel Cayo, luego de su afamado rol en Retablo, vuelve a la pantalla con este papel protagónico. Los demás actores fueron elegidos entre los mismos pobladores del lugar, es decir no tienen formación escénica. Por ello es que decíamos que esta película transpira naturalidad, no existe nada impostado. Quizás se mencione que Augusta no ofrezca una buena “actuación”, por su cuerpo rígido al momento de hablar; sin embargo, ahí es justamente donde se justifica esta película “híbrida”, como la llamó su propio director, pues no se trata de una ficción total, sino de una que incluye a la realidad. 

Si bien esta película se aleja de un  cine de masas, su estreno internacional esperando que este se logre realizar, dentro de nuestra nueva e incierta realidad dará que hablar respecto a las nuevas formas cinematográficas de abordar los distintos grupos sociales que forman parte del Perú.

Esta entrada fue modificada por última vez en 20 de agosto de 2020 20:56

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