«Tár», una obra maestra cerebral e intelectual

Tar

Esta es una película sobre el poder del director de orquesta, ejemplificado a través de un personaje de ficción –Lydia Tár (Cate Blanchett)– mostrada en el momento de su mayor éxito hasta su posterior caída, en el contexto de su entrega total a la música clásica como conductora de la Orquesta Filarmónica de Berlín, la principal del mundo. Lydia es una directora y compositora brillante, exigente y apasionada que luego desbarra hacia la cancelación socio-profesional y el desequilibrio sicológico; pero que, como ser humano, exhibe también –aunque más sutilmente– su fragilidad emocional y sentimientos encontrados. 

De lo público a lo privado

La acción gira en torno a ella –omnipresente durante toda la cinta– y transcurre a cuatro niveles que se van desarrollando paralelamente. El primero, más visible y dominante, es el desarrollo de su vida profesional, acompañada de su asistenta Francesca Lentini (Noémie Merlant) y, más adelante, su esposa Sharon Goodnow (Nina Hoss), primer violín de la famosa centuria berlinesa. Así, su entorno familiar parece una extensión de su espacio profesional, salvo por Petra (Mila Bogojevic), la pequeña hija de la pareja. Vemos a Lydia a través de su cotidianeidad en la gestión artística y administrativa de la orquesta, lo que supone reuniones con colegas (dentro y fuera de la institución) y ensayos, donde se despliega el poder de la directora. 

Pero, al mismo tiempo y casi imperceptiblemente, se va introduciendo –desde la primera imagen y casi a cuenta gotas– a la becaria Krista Taylor (Sylvia Flote), un personaje de su pasado que está prácticamente invisibilizada (únicamente vemos su cabeza unas dos o tres veces, de espaldas, en brevísimos insertos y hasta parcialmente) y cuya relación con la protagonista está casi siempre “encubierta” por el mucho mayor tiempo que ocupa la exhibición de la autoridad de Lydia en cuestiones técnico-musicales, del negocio musical y de su propia auto promoción.

Del contraste entre estas dos líneas de acción surgirá un tercer ámbito narrativo: el de los asuntos de género y la llamada política de la cancelación; ámbito también presente desde el inicio del filme y que conducirá luego a la escena climática de la debacle de la protagonista. Sin embargo, es fascinante –y provocador– el tratamiento de este asunto por el director de la cinta, Todd Field, ya que, de un lado, realiza una crítica a fondo de la política de cancelación, y de otro lado, su heroína cae por evidencias de sus propios actos en brazos de la cancelación. 

Este enfoque ambivalente genera, a su vez, un resquicio por el que accedemos a la intimidad de la protagonista, donde anida una cierta ambigüedad e inseguridad de sentimientos; los que se exploran independientemente (y por debajo) de los debates de género que se suscitan en el filme, siendo este un contraste de valiosas implicancias. Más allá de lo ideológico, lo humano asoma a través de los cortos y fugaces indicios de un pasado misterioso, doloroso y complejo; en los que se enfrentan el poder del director de orquesta con las vulnerabilidades del amor en el ser humano. La sutil exhibición de un combo movedizo de despecho, venganza, dudas e inseguridades –todo apenas insinuado– que acompañan al amor pasado, pero aparentemente no olvidado, constituye uno de los grandes logros de esta cinta y, a su vez, es un componente que se sostiene por una estructura audiovisual caracterizada por la ambigüedad.

Estructura fragmentaria

Efectivamente, la película tiende a ser fragmentaria y elíptica. Inicialmente, parece estar compuesta por secuencias en las que sus asuntos se desarrollan con la debida amplitud y manteniendo la unidad de tiempo y lugar, separadas por pequeñas secuencias cortas, que a veces parecen ser simples transiciones. Sin embargo, conforme avanza la acción, esas escenas cortas empiezan a ser más numerosas; es decir, que la acción empieza a fragmentarse gradualmente. Así, comienza a perderse la unidad de tiempo y lugar, y secuencias con esta característica se parten en detalles cada vez más cortos. Hasta que finalmente tenemos secuencias sin unidad de tiempo y lugar, en las que florecen las elipsis que van recortando la acción, desmenuzándola en retazos audiovisuales, compuestos de sugerencias, evocaciones, silencios e insinuaciones; las cuales “completan” (aunque no del todo) los vacíos que va sembrando el director mediante las elipsis. De esta manera, aspectos importantes del desarrollo de la acción, e incluso el tramo hacia el clímax de la película, son una sumatoria de episodios fugaces, mientras que en el bloque final esa misma fragmentación resulta, por momentos, enigmática y, en otros momentos, reveladora.

La progresiva “desintegración” de la narración audiovisual que cierra la película, acompaña y simboliza –estructuralmente– el gradual declive humano y profesional de la protagonista. El arco de auge y caída narrativo tiene así su equivalente en este soporte audiovisual estructural. Lo mismo ocurre con la evolución de 180°, que va desde la crítica a la cancelación hasta su justificada aplicación. Así como el tránsito desde la lucidez intelectual y creativa de la protagonista (perforada por diversos episodios disruptivos que conducen) hasta situaciones de paranoia, pasando por fugaces recuerdos tormentosos, sueños inquietos, situaciones perturbadoras y posibles alucinaciones.             

La ambigüedad resultante (a distintos niveles) es más profunda que, por ejemplo, la que analizamos en nuestra crítica a la serie “The White Lotus”, en la que los muchos de los vacíos en la acción (el “qué ocurrió” y hasta el “cómo ocurrió”) pueden ser intuidos por el espectador o –en el caso del “cómo”– resultar irrelevantes. En “Tár”, en cambio, algunos “qué” importantes quedan en el misterio, al igual que los “cómo”; y, en algunos de estos casos, el “cómo” tiene un fuerte peso significativo ya que puede modificar sustancialmente el “qué”. En consecuencia, la ambigüedad en este filme resulta más profunda que en la serie mencionada. Y es aún más honda cuando examinamos la intimidad de Lydia, su lado humano. 

De otro lado, la relativa predominancia de planos de corta duración podría sugerir una cierta agilidad en la acción o un tempo más rápido o –en las escenas previas al clímax de la obra– una intensificación dramática. Nada de esto ocurre porque el enfoque de la puesta en escena de Field es aparentemente neutro, cerebral y relativamente distante. Al tratarse de una coproducción germano-estadounidense, el componente gringo parece haber mitigado la pesadez teutónica, evitando la lentitud excesiva pero no la dilatada duración del filme, que supera las dos horas y media. En todo caso, no hay casi intensificación dramática (aunque quizás sí musical, en contados momentos), ni énfasis, ni subrayados emotivos. Acciones decisivas, momentos dolorosos, o de atracción o de ansiedad, pueden estar reprimidos o ser ocultados por los personajes (hay desahogos emotivos, pero escasos), o tener el mismo peso que, por ejemplo, una breve y rutinaria visita de Lydia al médico para atender un dolor de espalda que se cura solo, o sus ejercicios de boxeo o trotes por calles de Berlín. Si sumamos esta limitada jerarquización en las acciones con la ambigüedad de situaciones complejas a distintos niveles (poder, arte, género, amor) comprenderemos que estamos ante una cinta exigente para el público.

Performance casi unipersonal

Tar

Lo que sostiene el filme y a su protagonista es la admirable actuación de Blanchett. La exhibición de su carisma y poder artístico y administrativo nunca resulta exagerado, ni pretencioso y está exento de divismo o altanería (salvo puntualmente en la escena de la Escuela Juilliard y las dos sesiones donde se la investiga). Cierto que su voz denota suficiencia y soberbia, pero no en un sentido peyorativo, sino basadas en el conocimiento y una autoridad artísticamente justificada. Prima en ella, casi en todo momento, el control y el auto control, y sus decisiones son aceptadas porque resultan lógicas para la gestión de la orquesta o porque son el resultado de negociaciones sutil y astutamente calculadas; mientras que su autoridad sobre los músicos es reconocida debido a sus logros profesionales y su talento con la batuta durante los ensayos, de tal forma que sus decisiones sobre cambios son admitidas e incluso toleradas cuando –ocasionalmente– podrían ser percibidas como caprichosas. 

Todos estos temperamentos son modulados y regulados con un rango relativamente acotado de recursos actorales, teniendo como resultado una actuación refinada y elegante, reforzada –cuando corresponde– por un lenguaje académico y contenidos eruditos, consustancial al personaje. De esta forma, las repercusiones emotivas ante situaciones perturbadoras del pasado y disruptivas en el presente resultan funcionales al resquebrajamiento gradual de esa imagen de seguridad y eficacia profesional. Es decir, sus reacciones de sorpresa, ansiedad, y ocasionales incertidumbre, alarma y temor se ven creíbles y verosímiles conforme avanza la acción. Por tanto, en esos quiebres emocionales, la actriz también ejerce un férreo control, el cual se va perdiendo o soltando dosificadamente hacia la escena del clímax, sus escenas previas y en el tramo final de la obra. 

Field la ayuda limitando la duración de estos episodios a lo mínimo indispensable, incluyendo el único momento de descontrol total en el que Lydia pierde violentamente los papeles (mejor dicho, la partitura); además de las oportunas elipsis y fragmentación ya mencionados. De esta manera, la actriz evita el desborde emocional o cualquier exceso teatral (nada raro en esta profesión), y en los pocos (aunque importantes) momentos en que esto ocurre, Field la filma en planos más o menos distantes. Ello en favor de una interpretación sobria, homogénea y de regulada fluidez, al combinar los diferentes estados de ánimo de la protagonista a lo largo de todo el filme.       

Durante el tramo final de la película, y a manera de resumen, Blanchett hace acopio de sus principales recursos vistos hasta ese conclusivo bloque de secuencias. Predomina en esta parte de su performance la sobriedad y el comportamiento formal pero con distinción. Al mismo tiempo, hallamos secuencias en las que muestra nuevas emociones (y revive alguna), tales como la perturbación física (casa de masajes), la sensación de liberación del traumático pasado reciente (baño en las cataratas) y, de manera ligeramente más marcada, la nostalgia (retorno al hogar de la infancia). En todo este bloque final, Field coloca a su heroína en nuevas locaciones geográficas, principalmente asiáticas y de estratos sociales bajos, lo que envuelve la notable actuación de Blanchett en un halo reflexivo que –por contraste con las locaciones del Primer Mundo– mantiene los detalles enigmáticos, genera una sensación de cierta extrañeza y acentúa el distanciamiento. 

Intriga para melómanos

Tar

En esa línea, “Tár” tiene uno de los comienzos más extraños que recuerde. La primera toma es la imagen de un mensaje de WhatsApp con un contenido clave, que fácilmente podríamos olvidar (Augusto Geu, mi profesor de análisis audiovisual, siempre nos repetía que prestáramos atención y recordemos el plano inicial de una película e incluso a los créditos preliminares, lo que vale la pena cumplir en esta obra). Lo que sigue es una larga secuencia de créditos con letra pequeña y fondo negro. Aguzando la mirada se advierte que se trata de los agradecimientos, es decir, de los créditos que aparecen habitualmente al final-final de las películas, cuando la sala de cine ya casi se ha vaciado de público pero que en este caso (y por razones desconocidas) se pasan al principio mismo de la película. Antes tuvimos los créditos de los productores, uno que otro de los importantes (el director, entre ellos) y el título de la obra. Como fondo musical, una canción Shipibo-Konibo; o sea que, de música clásica, nada. 

Como respondiendo a mi sorpresa inicial la siguiente secuencia es una larga entrevista a nuestra protagonista en la que se menciona sus inicios como investigadora etnográfica de la música del pueblo Shipibo-Konibo en el río Ucayali, en Perú. Los temas expuestos en esta entrevista son una especie de resumen de los asuntos tratados en la película pero, al mismo tiempo, reflejan una especie de “estado de la cuestión” sobre interpretación orquestal de la música clásica en el presente y posible futuro inmediato.  

En tal sentido, esta obra está dirigida a melómanos de la música académica, además de críticos y cinéfilos; e incluso dentro del grupo de fans de esta música, al subconjunto de los fans de los directores de orquesta. Esto significa que hay contenidos relevantes de la película que quizás solo los comprenderán tales melómanos enterados, lo que más o menos es mi caso (y ciertamente también el de Field, quien además ha sido músico). 

Si sumamos a esto las exigentes características de la puesta en escena de la cinta para el común de los mortales, se comprenderá por qué “Tár” no es un éxito de público aunque sí de la crítica, dado sus inocultables valores cinematográficos (relativos siempre a dirección orquestal y asuntos colaterales de esta industria cultural). Sin embargo, tales componentes no dejan de crear intriga y generar expectativa en el público, lo que redundará en esa tendencia a la ambigüedad que mencionamos y sobre la que volveremos más adelante. 

Sin perjuicio de ello, vale la pena conocer más sobre el papel del director de orquesta por lo que compartiré información adicional al respecto (poder, arte) en aspectos que, al ser mencionados, podrían estar relacionados con un mayor entendimiento de los contenidos de la película y luego concluiré con la revisión de los aspectos más provocadores y reveladores del filme (género, amor).

El poder del director de orquesta

Tar

Cuando se menciona el poder del director de orquesta, no es solo el que pueda exhibir un personaje específico –real o ficticio, como Lydia Tár– sino el que viene dado simbólicamente por su función profesional, al punto que Elías Canetti le dedica un capítulo de su monumental “Masa y poder”, en su segunda parte –dedicada al poder– y como el primer ejemplo de los “Aspectos del poder”. 

Canetti es categórico: “No hay expresión más ilustrativa del poder que la conducta del director de orquesta. Cada detalle de su actuación en público es significativo; cualquiera de sus gestos arroja luz sobra la naturaleza del poder…”. Más adelante enuncia tales aspectos a partir de su simbolismo inmanente: “El director de orquesta está de pie… Está de pie solo… Con un gesto mínimo da vida… a esta o aquella voz, y lo que él quiere que enmudezca, enmudece. Así tiene poder sobre la vida y la muerte de las voces. Una voz que lleva largo rato muerta puede resucitar a una orden suya. La diversidad de los instrumentos se corresponde con la de los hombres. La orquesta es como una asamblea de los más relevantes tipos humanos. Su disposición a obedecer permite al director transformarlos en una unidad, que él pasa a representar en su nombre, ante la mirada de todos”. (Canetti, Elías, “Masa y poder”, Barcelona: Random House Mondadori S.A., 2005; p. 563. Este breve pero sustancioso capítulo también se puede leer aquí).

Antes de la interpretación, reina un desorden cacofónico entre los miembros de la orquesta mientras que el público parlotea caóticamente. Apenas entra el director “se hace el silencio… todos enmudecen y nadie se mueve” (p. 564), ello tras el aplauso inicial y con su sola presencia. Cuando empieza la música, se crea una armonía perfecta, muchas veces compleja, que surge de las manos y/o la batuta del director. 

Este “es omnisciente, pues mientras que los músicos tienen delante solo sus partes instrumentales, él tiene la partitura completa en la cabeza o en su atril… El hecho de que preste atención a todos juntos le confiere el don de la omnipresencia. Está, por así decirlo, en la cabeza de todos y cada uno. Sabe lo que cada cual ha de hacer y también lo que está haciendo… Su mano ordena o impide lo que debe o no debe hacerse” (p. 565). 

Así lo señala la propia Lydia cuando se refiere a su control del tiempo: “No puedes empezar sin mí, yo arranco el reloj… mi mano lo hace avanzar o lo detiene”. En esa línea, prosigue Canetti: “Su oído ausculta el aire en busca de lo proscrito. Para la orquesta, el director representa así, de hecho, la obra entera, en su simultaneidad y en su duración; y como durante el concierto el mundo no ha de consistir en nada que no sea la obra misma, en ese lapso concreto él se convierte en el amo del mundo” (id.).

En suma, el director de orquesta tiene “poder sobre la vida y la muerte” (de la música), es “omnisciente” y tiene “el don de la omnipresencia»”, mientras que durante la ejecución de las obras “se convierte en el amo del mundo”. Además: “Durante el concierto, el director es un guía para la multitud reunida en la sala. Es a él a quien siguen, pues da el primer paso… El itinerario que… va trazando dentro de la música sustituye el camino que seguirían sus piernas.” (p. 564) y así lo remarca Tár: “Alguien tenía que arrancar, marcar el compás y decir ‘síganme’”, para indicar la dirección a seguir hasta la culminación de la obra musical. 

Todo esto referido al poder del director sobre los músicos, pero ¿qué hay del público? El escritor sefardí lo describe así: “Mientras él dirija, al público no le estará permitido moverse. En cuanto él termine, los oyentes deberán aplaudir. Todas las ganas de moverse que la música despierta y acrecienta en el público deberán contenerse hasta el final, para estallar entonces. El director se inclina ante las manos que aplauden. Por ellas regresa al escenario, y lo hará cada vez que se lo pidan. Solo está a merced de esas manos, y por ellas vive realmente. Es la antigua aclamación prodigada al victorioso lo que así le brindan. Victoria y derrota se convierten en el marco en el que se articula su configuración psíquica” (id.); lo que, añadiríamos, configura un aspecto central –auge y caída– en la estructura del filme que comentamos. Finalmente, “[l]a multitud que colma la sala es raptada por el director… Es un raptor inexorable que no permite descanso alguno. Su espalda se yergue ante los oyentes como si fuese una meta” (pp. 564-5). En tal sentido, el director también señala un camino al público, orienta al espectador y lo conduce hasta una meta final musical.    

En esa línea va el cuento “Las Ménades” de Julio Cortázar, que sin embargo pone de cabeza esta última afirmación de Canetti y reseña el comportamiento del público durante un concierto hacia el director de orquesta y los músicos. Si en el texto de Canetti el público es “raptado” y controlado por el director de orquesta, en el cuento de Cortázar ocurre lo contrario: es el público el que literalmente capturará al director.

La narración del escritor argentino empieza como una especie de crónica de un concierto sinfónico en una ciudad de provincia, pero conforme avanza la función, los asistentes van entrando crecientemente en frenesí al calor de la música, llegando a la posesión dionisiaca de algunas personas [hasta aquí el “rapto” por parte del director] y se produce un estallido de aplausos incluso desde antes de la conclusión de la pieza final, la Quinta Sinfonía de Beethoven. El público –poseído por un éxtasis desbordado– se abalanza sobre el escenario y el podio apoderándose del director y hasta de los músicos. Lo que sigue está sugerido por el título del cuento, que hace referencia a la leyenda mitológica de las ménades, unas mujeres salvajes que trozaban y comían a sus víctimas humanas; tal como se insinúa al final del relato del escritor argentino: “la mujer vestida de rojo iba al frente, mirando altaneramente, y cuando estuve a su lado vi que se pasaba la lengua por los labios, lenta y golosamente se pasaba la lengua por los labios que sonreían” (Cortázar, Julio, “Los relatos, 1”, Madrid: Alianza Editorial,1999; pp.197-212. También se puede leer aquí).

Esta es una recreación literaria del canibalismo ritual –que por cierto también es mencionado por Canetti– propio de mitos de culturas muy antiguas y, si bien es distinta a la eucaristía y a la transubstanciación que se celebra en las misas católicas y otras, se la puede considerar una variante o derivación; ya que esta consiste en comer “realmente” el cuerpo y sangre de Jesús bajo la figura del pan (hostia) y el vino. De esta forma –y como representación simbólica en el marco de las expresiones de poder–, se podría asociar en un plano mitológico al director de orquesta con ¡Jesucristo! (y otros varios personajes parecidos previos en el rico campo de la mitología) y a la música que este da vida como un mensaje que tiene un potencial de permanencia en el tiempo (y, por tanto, de poder). 

En consecuencia, según estas fuentes literarias, no solo hablamos de omnipresencia, omnisciencia, poder sobre la vida y la muerte, y dominio del mundo sino también del acceso del director de orquesta al ámbito de lo sagrado. Cuando se califica de “mítico” o “legendario” o cuando se “endiosa” a un determinado maestro de la batuta, no se trata de meros adjetivos admirativos ya que hay un capital simbólico acumulado en la tradición cultural desde un tiempo muy remoto, al que los directores acceden de acuerdo a su mayor o menor talento para ponerse “al servicio de la música y… transmitirla con precisión”, como dice Canetti (que según propia confesión no sabía nada de música y basó su análisis en la observación de la conducta de su amigo Hermann Scherchen, un director de orquesta hoy considerado de culto; mientras que Cortázar sí era un amante de jazz y conocedor de la música clásica). 

En todo caso, a este factor extra musical de la conducta del director de orquesta como una “expresión ilustrativa del poder”, se añade el poder que se le concede a la música clásica por el solo hecho de constituir un canon de obras complejas y de alto valor estético que por estas características se siguen escuchando a través de los siglos (el poder que da la permanencia en el tiempo). De hecho, uno de los puntos básicos en “Masa y poder” es la relación entre la posesión de poder y la supervivencia. Fuera de esto, tenemos el poder derivado exclusivamente de esa capacidad de servicio a la música del director orquestal, es decir, sus talentos y destrezas artísticas.

La eternidad en el presente y en concierto

Para ello retornamos a la entrevista inicial a Lydia Tár, donde ella se jacta de poder controlar previamente el tiempo de duración de la obra a ejecutar, considerando este factor clave para (y por encima de) la dirección y el control. Esta particular destreza viabiliza la relación del tiempo con la música y cómo, durante la ejecución, accedemos en el presente a una “miniatura de eternidad”. 

La filósofa Jeanne Hersch, en su opúsculo “Tiempo y música”, establece tres clases de tiempo. El primero es el tiempo “práctico”, de las actividades cotidianas y en el que se puede tomar una decisión o actuar, lo que solo es posible en el presente, lo que es imposible en el pasado porque “el mundo pasado no está ahí, ni el futuro tampoco. Actuar solo es posible ahora”. El segundo, es el “tiempo de la naturaleza”, que es el tiempo de la ciencia, y que los físicos representan como una línea recta en la que solo se establecen tramos de “antes” y “después”, y en el que “solo [se] admite la relación causal y no una decisión libre, que sitúa un presente” (Hersch, Jeanne, “Tiempo y música”, Barcelona: Acantilado, 2013; pp. 11-13).

Como Canetti y Cortázar, Hersch también se instala en la sala de conciertos y adopta la perspectiva del oyente: “Ahora estamos en la sala, quedan pocos minutos, los músicos afinan sus instrumentos… Luego, el silencio. La batuta del director se levanta. La primera nota pasa como una onda sobre el agua o en el fondo del alma. El tiempo ha desaparecido. Otro tiempo, completamente distinto acaba de nacer” (p. 21). Este tercer tiempo es “el tiempo del concierto”.

“Para los oyentes del concierto, explica esta autora, el tiempo del concierto es a la vez una duración de dos horas de un tiempo natural sin presente y una interrupción radical de ese tiempo natural, en virtud de un presente que dilata la música. Pequeño ‘ahora’ que no desaparece, y en el que la eternidad queda cautiva, como el cielo en un charco…” (p.18).  Esto se debe a que la música es “sucesiva y simultánea”, es decir, mientras dura, el tiempo de la música “se dilata hasta abrazar en cierto sentido la totalidad de la obra, como si fuera simultánea, ciñendo en ella, a través de los distintos elementos de la música, todas las dimensiones del tiempo” (p.17). 

Aquí hay un punto de contacto con Canetti, a quien citamos antes afirmando que “el director representa así, de hecho, la obra entera, en su simultaneidad y en su duración”. El tiempo es un pilar fundamental del poder de la música e, incluso, en general; no en vano un capítulo posterior de los “aspectos del poder” se titula “El orden del tiempo”. Esto se expresaría, por ejemplo –en términos de poder–, en la mayor importancia que aparentemente le da Lydia al repertorio “canónico” (es decir, el de compositores hombres, muertos, “austroalemanes, blancos y religiosos”) por encima de autores de música académica contemporánea.  

Volviendo a Hersch, ella detalla cómo se desarrolla este proceso: “la música se despliega y repliega en un mismo movimiento. Sin que comprendamos cómo, es a la vez sucesiva y simultánea. Sus notas y sus ritmos se suceden y desvanecen, se suceden desvaneciéndose, pero, al mismo tiempo, no se desvanecen, sino que cada uno implica los precedentes y los subsiguientes…[y] constituyen un todo… El ‘tiempo del concierto’, que nos llevamos a casa, ya no tiene una extensión. Hay una parte de ese tiempo en mí que me hace vivir como jamás he vivido” (p. 22). Y, más adelante, lo precisa: “Este presente vivido en la música… que permite a la melodía tener un espesor… que misteriosamente dura, sin anular el contraste entre pasado y futuro, es lo que más se parece, en el vivir humano, a una miniatura de eternidad” (pp. 23). 

Ahora bien, apoyándose en Jaspers, la autora reconoce que “nos hallamos confrontados… a una contradicción: una suerte de tiempo intemporal…”. Ello porque, “en el oyente solo hay una presencia actual de los sonidos pasados en el sonido presente. En otras palabras, reitera la autora, lo que escucho en el presente, en este mismo momento, sería completamente distinto si hubiera sido precedido por otros sonidos y otros ritmos. De este modo, los sonidos y los ritmos producidos antes califican los que recibo ahora: las notas y los ritmos pasados no se disuelven…” (pp.42-43).                    

Todo este flujo hace parte, también, del poder de la música, que el director de orquesta viabiliza para los oyentes mediante su control del tiempo. Gracias a la música, la eternidad no sería necesariamente una duración perpetua o post mortem, sino que está bien anclada en el presente, durante el concierto.

Esta característica contradictoria –desde un punto de vista filosófico– del tiempo de la música como fenómeno “sucesivo y simultáneo” permite anudar los temas de poder y arte que subyacen y/o contextualizan estos asuntos planteados en la película. En su entrevista con Gopnik, Lydia explica su diferencia –en materia de fidelidad al texto en la interpretación– con el enfoque de Bernstein sobre el tiempo recurriendo a sus estudios etnográficos: “Los Shipibo-Konibo, dice, son solo receptores de un ‘ícaro’ o canción solo si quien la entona está presente junto al espíritu que la creó. Así, convergen el pasado y el presente. Son las dos caras de una misma moneda cósmica”. 

Esta concepción de la fidelidad de Tár en la interpretación musical a través de la coincidencia en el tiempo y lugar de pasado y presente (la “simultaneidad” de Hersch) relaciona la vocación a la perennidad de la música clásica como fenómeno estético con la sacralidad del poder que encarna tanto la música como su intérprete, trasmutado en sumo sacerdote (o sacerdotisa): el director de orquesta. Pero, este concepto de la convergencia de pasado y presente puede aplicarse a ella misma a través de las cuatro líneas narrativas paralelas que se desarrollan en la película y en las que su pasado hace acto de presencia desde la primera imagen y se mantiene casi permanentemente en el presente. Además, así se explica también la inclusión del ícaro (canto mágico) cantado por Elisa Vargas Fernández, una curandera de este pueblo indígena peruano, durante los créditos iniciales; como sustento de la conexión entre la música clásica, el poder, la trascendencia y lo sagrado.

La visión de Bernstein de la fidelidad de la interpretación en relación con el tiempo, en cambio –y según Tár–, es la de la “tsuvah”, basada en la tradición judía de retorno a los orígenes, en el que el pasado y hechos importantes del mismo son traídos al presente y transformados (o sea, resignificados); y esto se aplicaría a sus distintas formas de cómo interpretar, por ejemplo, el adagietto de la Quinta Sinfonía de Mahler: Bernstein, como canción fúnebre, Tár, como canción de amor. De ahí, también, las distintas duraciones que cada director imprime a la pieza (12 minutos versus 7 minutos, respectivamente), con lo que, en ambos casos –sostiene Lydia–, estamos siempre en la esfera del tiempo; y, añadiríamos, también del mito y las tradiciones religiosas (Shipibo-Koniba y judía, respectivamente). Por tanto, el ícaro shipibo no es un mero detalle sino un componente básico de la puesta en escena, que sostiene tanto aspectos estructurales como de contenido de esta obra.      

Se podría abundar más, volviendo a Joanne Hersh, en la naturaleza contradictoria de la música en relación con lo humano, pero no es necesario porque la propia película lo hace, tal como lo discutiremos al examinar más adelante –en el acápite El amor nos hace vulnerables– la intimidad de Lydia Tár. 

Respirar con el dedo y la mirada

Este control es otro de los contenidos relacionados y mencionados en la entrevista inicial. En mi reseña del libro “Música, solo música”, que refiere conversaciones del escritor Haruki Murakami (otro melómano y coleccionista de jazz y música clásica, como Cortázar) y el director Seiji Ozawa, señalé sus comentarios sobre el control de la respiración de los músicos de la orquesta por parte de su director. 

Refiriéndose a la entrada simultánea de todos los instrumentos cuando hay diálogo musical con un piano solista, Ozawa advierte que “es difícil ajustar las diferentes respiraciones. Todos deben hacerlo de la misma manera, tanto los instrumentos de cuerda como los de madera, incluso el director…. Al final soy yo quien, como director, unifica, y por eso todos me miran… Unificar la respiración de la orquesta en una sola es muy difícil porque, en función del instrumento que se toque, de su posición dentro de la orquesta, escucharán el piano de una manera u otra y por eso resulta tan fácil no coincidir. Para evitarlo, el director debe coordinar a todos para que entren al unísono al ver la expresión de su cara”. De allí también que Canetti anote que, el director “se acostumbra a que lo vean, y cada vez le cuesta más no ser visto” (p. 564).

En esa línea, el rostro también es herramienta de control y dirección. En YouTube puede encontrarse la grabación del encantador movimiento final de la Sinfonía 88 de Haydn por Leonard Bernstein dirigiendo con las cejas, ojos y boca a la Filarmónica de Viena. Lo mismo que realiza János Ferencsik, un director húngaro infravalorado, con la conocida polka Tritsch-Tratsch de Johann Strauss, hijo.

Pero, sobre todo, la mirada puede ser una muy importante herramienta de dirección y control (no en vano Canetti menciona la “intensísima mirada” del director de orquesta); como lo narra el legendario productor musical Walter Legge, quien, junto a su esposa, la extraordinaria soprano Elisabeth Schwarzkopf, tuvo una sesión privada en casa de Arturo Toscanini. “Entramos a una pequeña sala de estar: había dos sofás, uno a cada lado de una pequeña mesa y él comenzó a quejarse con el ceño fruncido, maldiciendo a los directores alemanes y austriacos que ejecutaban los dos por cuatro de Mozart, especialmente los lentos, acentuado cuatro en lugar de dos, y dijo: ‘ahora les mostraré la diferencia’ y comenzó a tararear una melodía en dos por cuatro de Mozart. ‘Ahora, cántenlo siguiendo el compás que yo les indique’, y, con su mirada terriblemente penetrante y su índice ligeramente curvado, marcó el compás, primero en cuatro y luego en dos lento. Y tuvimos que cantar. En ese momento comprendí por qué tenía ese dominio de la orquesta. Comparando luego lo que habíamos experimentado, mi esposa y yo coincidimos en que habíamos tenido la sensación de llevar cinturones de acero rodeando nuestra cintura, ligeramente elásticos y conectados a su dedo, que no nos permitía movernos más allá de lo que él decidía” (citado en Vaughan, Roger, “Herbert von Karajan”, Buenos Aires: Javier Vergara, 1986; p. 36).

En lo personal, cuando era muy joven, tuve una experiencia muy parecida durante los previos a un ensayo general de “Carmina Burana”, la conocida cantata escénica de Carl Orff en el teatro Municipal de Lima, Perú; y donde intervenía un coro infantil recién llegado. El director del coro trataba de que los niños cantaran al unísono y ordenadamente, sin mucha suerte. En eso llegó Luis Herrera de la Fuente, el veterano director mexicano a cargo y que siempre nos visitaba por estos lares. Se puso frente a los niños y les dijo, marcando el compás: “A ver, sigan mi dedo”. Y de pronto, de golpe, apenas con una diferencia de segundos, se produjo una transformación total y los niños empezaron juntos y cantaron clara, ordenada y celestialmente. Sobre todo, se escuchaba la melodía a la perfección. Ya no hubo mayor necesidad de ensayo, para ellos. Entonces comprendí que lo que había leído (y leería luego, siempre asombrado) sobre los poderes cuasi sobrenaturales del director de orquesta eran tan verídicos como misteriosos e inexplicables.

Desde mucho antes de este episodio, yo soñaba con ser algún día director de orquesta. Las circunstancias de la vida me llevaron por rumbos muy distintos y lo más cerca que estuve de este sueño fue convertirme en director de noticieros de televisión, llegando a dirigir exitosamente uno de los dos principales noticieros vespertinos a nivel nacional en Perú, a fines del siglo pasado. Fui alabado y vilipendiado por igual mientras ocupé ese puesto, de igual forma que lo fueron en su momento algunos de los grandes directores de orquesta que admiro. Parece ser que por entonces yo exhibía ciertos rasgos siniestros –propios de algunos grandes maestros de la batuta– porque me llamaban “el ángel de la muerte”; otros, más benévolos, me decían “el renegón”. Como consuelo, uno de mis mejores recuerdos fue el primer día que estuve a cargo del programa. Al concluir, uno de los conductores, el finado Álvaro Ugaz, me dijo: “es la primera vez que me he sentido dirigido”. Aunque añoro el periodismo, creo que fue bueno pasar esa página.

Música para el distanciamiento y la extrañeza

Si bien no logré mi sueño de ser director de orquesta, parece que Cate Blanchett sí lo hizo, pues aparece en los créditos como directora de algunos fragmentos mahlerianos (aunque también se menciona un segundo director en otra de las tres o cuatro breves selecciones interpretadas, siempre en ensayo). Además, Todd Field parece haber cumplido otro sueño, el de ser compositor clásico (o, al menos de música de películas), ya que en los créditos finales aparece junto con Blanchett como coautores de una pieza musical (titulada “Apartment for Sale”), junto a Gustav Mahler, ni más ni menos, así como a Hildur Guðnadóttir, una compositora islandesa en alza y ya oscarizada, autora de la banda sonora de “Tár”.

Es conocido que Blanchett se entrenó arduamente para la parte técnica del personaje, exhibiendo en sus breves y contadas intervenciones como directora un enfoque más bien analítico (se escucha todo), de fría perfección y control (en oposición a lo que podría ser el enfoque bernsteiniano de fuertes contrastes emocionales). Estilo funcional al enfoque de la puesta en escena de Field. Pero en lo que sí destaca la actriz es en su interpretación al piano y en particular del primer (y muy conocido) preludio de “El clave bien temperado”, de Johann Sebastian Bach. En menos de tres minutos Blanchett (o sea, Lydia Tár) combina distintas formas de interpretar la pieza (imitando, por ejemplo, al excéntrico virtuoso Glenn Gould) pero también revela –al mismo tiempo– una estructura dramática subyacente –de preguntas y respuestas nunca definitivas– en lo que parecía ser solo un maravilloso aunque lineal crescendo. En su comentario, Lydia analiza la pieza explicando que “Bach no está seguro de nada porque sabe que es siempre la pregunta lo que involucra a quién escucha, nunca la respuesta”. Realmente, una nano-miniatura de eternidad. Únicamente por esta pequeña lección, Blanchett merecería, sino un Oscar por mejor actriz, al menos un Grammy (quizás en conjunto con Guðnadóttir).

Esto nos conduce a la banda sonora, que es tan extraña como el mismo comienzo de la película. Tratándose de un filme sobre música clásica sorprende que haya muy poca música, en comparación –por ejemplo– con “Babylon” de Damien Chazelle, una cinta que pretende rendir un homenaje al cine a partir del tránsito al cine sonoro, pero con mucha más música (incluyendo más música clásica) que el filme que comentamos. Tampoco es una cinta que, al mismo tiempo, busque promover la música de algún compositor –como Mozart, en “Amadeus”, de Miloš Forman– u orquesta, como podría haber sido en la obra que comentamos. Y la presencia de la quinta sinfonía de Mahler en la cinta de Field tampoco tiene el sentido, amplitud y profundidad que adquiere esta pieza (al igual que los fragmentos de la tercera sinfonía mahleriana) en “Muerte en Venecia” de Visconti.

La banda sonora de “Tár” es tan fragmentaria como la estructura audiovisual de la película. De las obras de los compositores clásicos solo escuchamos retazos en medio de ensayos. De la obra principal, la quinta de Mahler, solo se presenta el inicio a cargo de la trompeta (que se repetirá, ominosamente, al inicio de la escena climática), el seco golpe final de ese primer movimiento, el tormentoso comienzo del segundo movimiento y dos trozos del famoso cuarto movimiento, adagietto. Y cada fragmento muy brevemente. Lo cual no nos dice nada del sentido, variedad, vastedad y complejidad de esta obra extraordinaria. Lo mismo ocurre con el par de fragmentos (este sí, el tema quizás más hermoso) del concierto para violonchelo y orquesta del británico sir Edward Elgar. También suenan por allí hilitos sonoros de Chaikovski o Verdi, que pasan tan desapercibidos como la extraordinaria lección bachiana que comentamos antes; sepultadas por los asuntos dramáticos e ideológico del filme. 

Las únicas piezas que transcurren con cierta amplitud son el ya mencionado ícaro shipibo (durante los créditos iniciales) y la música de Guðnadóttir (en los finales). El resto son pedazos que existen para complementar las demostraciones de talento o poder de Lydia (y el doble talento de la actriz y violonchelista Sophie Kauer, en el caso de Elgar) o su ocasional desquiciamiento (la pieza para acordeón y voz de Blanchett y Field, que cité antes). Si sumamos todo esto junto a la interpretación final de la música del videojuego “Monster Hunter”, obtendremos un batiburrillo de músicas que apoyarán principalmente la sensación de distanciamiento emocional, enfoque cerebral (e intelectual) y extrañeza que caracteriza al filme.

Hiperrealismo clásico

No obstante, al mismo tiempo, todas las escenas musicales (ensayos, pruebas de selección, grabaciones de audio) son –o pretenden ser– realistas; y lo logran en gran medida. Es más, las escenas referidas a la industria de la música clásica son muy reales, al punto que la entrevista inicial es realizada por el auténtico crítico musical del New Yorker, Adam Gopnik, y pareciera ser una actividad de promoción de una directora de orquesta real. Ello porque todos los nombres de directores mencionados, así como los del “boom” actual de directoras mujeres como titulares de orquestas son reales. Mientras que los interiores de las oficinas de Tár en Berlín son muy parecidas a las del director real de la filarmónica berlinesa en la sala de conciertos de la Philarmonie, construida por Hans Scharoum para Karajan. 

Al inicio de la entrevista vemos aparentemente a Lydia tirando suavemente vinilos sobre un piso y escogiendo con el pie los de sus directores mahlerianos favoritos: Leonard Bernstein (su maestro y mentor, a quien veremos más adelante en un significativo fragmento de su memorable programa televisivo Conciertos para Jóvenes), con la carátula de su versión de la novena sinfonía de Mahler y Claudio Abbado –quien también fue director de la centuria berlinesa–, apenas mencionado pero sí visto a través de sus portadas de discos y, especialmente, el de su versión de la quinta sinfonía del citado compositor; en el caso de ambos directores, dirigiendo la Filarmónica de Berlín, y en discos del sello Deustche Grammophon Gessellchaft (DGG), el famoso “sello amarillo” de música clásica. 

La foto de tapa del citado disco de Abbado sería imitada por la misma Lydia en la cinta, siendo fotografiada durante uno de los ensayos para la grabación de su versión de esa obra, previsiblemente por DGG. Y para colmo de esta mezcla de ficción y realidad, en el mundo real, DGG ha publicado la banda sonora de la película poniendo como portada la foto de Blanchett en una pose muy parecida a la del disco de Abbado que comentamos y que ese sello publicó en su momento. 

Algunos de los personajes de ficción (secundarios) parecen inspirados en personajes o directores de orquesta reales. Es el caso de Eliot Kaplan (Marc Strong), quien está a la cabeza de una Fundación Accordion, con la que Lydia se ha asociado y que fomenta mediante becas la formación de directoras mujeres. Kaplan podría haber sido inspirado por Gilbert Kaplan, fallecido en 2016, un editor periodístico de una importante revista financiera en Wall Street, la cual vendió por una suma astronómica para dedicarse a su verdadera obsesión: dirigir la segunda sinfonía de Mahler. Para ello invirtió tiempo y dinero para formarse como director de orquesta y –como su alter ego en la película– también creó una fundación, pero dedicada a promover la música de Mahler. Finalmente, llegó a grabar dos veces la segunda sinfonía, una con la Orquesta Sinfónica de Londres y la otra con la Orquesta Filarmónica de Viena, increíblemente. Tengo esta última versión, muy profesional y lograda por cierto, pero que no me reveló nada nuevo de esta formidable partitura.

Su personaje homónimo en la película, Eliot Kaplan, es un director muy inseguro que ruega a Lydia para que le suelte secretos de la profesión y que encaja con el perfil del Kaplan real, quien era un financista y administrador talentoso, que con gran audacia cambia su vida para ponerla al servicio de su obsesión musical; lo que podría generar esa inseguridad y deseos de aprender y superarse en el Kaplan de la ficción. 

Un segundo personaje secundario, aunque relevante, es Andris Davis (Julian Glover), el veterano antecesor –ya jubilado– y amigo de Lydia en la Filarmónica de Berlín. El nombre, una combinación un poco rara, puede provenir de Andris Nelsons, un joven director letón, actualmente en alza (dirige dos orquestas de primera línea: la Sinfónica de Boston y la Gewandhaus de Leipzig). Mientras que el apellido Davis podría haber sido tomado de Sir Colin Davis, un famoso director británico ya fallecido; ambos con talentos parecidos, aunque Nelsons todavía tiene mucho que demostrar por delante. De otro lado, tenemos a Sebastian Brix (Allan Corduner), el veterano director asistente de Lydia, asociado con Davis. Un posible referente podría ser Georges Sebastian, un muy talentoso director de origen húngaro pero hoy lamentablemente olvidado, quizás por su poco interés en la autopromoción; lo que podría encajar con el cierto menosprecio que le tiene Lydia por este o por algún otro motivo.  

Género y cancelación

Pero lo más sorprendente es que la propia Tár estaría inspirada en una prestigiosa directora mujer real: Marin Alsop, quizás la más importante directora de la actualidad. Al igual que el personaje de Field, Alsop fue una alumna y protegida de Bernstein, es una directora lesbiana, casada con una música de orquesta y con una hija; e, igualmente, desarrolla una beca para mujeres directoras: las similitudes con Lydia son evidentes. Si bien la inspiración en personas reales para algunos de los personajes del filme es anecdótica, en el caso de Alsop la película ha agarrado carne ya que esta directora la ha cuestionado fuertemente en declaraciones en el “Sunday Times”, donde declaró estar “ofendida como mujer, como directora y como lesbiana”

Para, a continuación, señalar que “hay tantos hombres –hombres reales y documentados– en los que podría haberse basado esta película y, en cambio, se pone a una mujer en el papel protagonista con todos los atributos [narcisista, abusadora, acosadora] de esos hombres que han encarnado el mito del director. Eso me parece antifemenino. Asumir que las mujeres se comportarán de forma idéntica a los hombres o se volverán histéricas, locas, dementes es perpetuar algo que ya hemos visto tantas veces en el cine”.

Pero lo que seguramente más molesta a Alsop es que la película se sitúe en una situación hipotética, más avanzada, respecto a la situación de las directoras mujeres en el mundo real. Si bien se han abierto espacios para ellas en varias orquestas del mundo, lo cierto es que estas oportunidades de dan principalmente como directoras invitadas o auxiliares. O, como en el caso de Alsop, como directora titular o principal pero en orquestas de segundo o tercer nivel; que son conjuntos con buenos estándares profesionales –como las orquestas de Baltimore, Bournemouth, Sao Paulo o la de la Radio de Viena, que ha dirigido o dirige–, pero que definitivamente no están en las ligas mayores.

En consecuencia, Tár vendría a ser la primera mujer en conducir orquestas de primer nivel e inclusive la primera del mundo. Y pese a que en la citada entrevista advierte que a las mujeres directoras siempre las admiten solo como invitadas, declara no haberse sentido discriminada por ser mujer; más aun, añade que Alsop y otras más (Equilbey, Falletta, Stutzmann) tampoco habrían padecido discriminación por ser mujeres. Lo que revela que para ella los valores artísticos están por encima de los temas de género; con lo cual, en cierta medida, minimiza la importancia de la discriminación de la mujer todavía existente en esta profesión aún típicamente masculina, pero no la anula del todo. 

Este es el trasfondo de su posición desafiante cuando, casi inmediatamente después de la secuencia de la entrevista, Lydia tiene una clase maestra en la famosa escuela de música Juilliard, en la que apabulla a Max (Zethphan Smith-Gneist), un joven estudiante de dirección orquestal que se define como pangénero (que siente atracción física o emocional por personas independientemente de su género) y Bipoc (o sea, negro, indígena y persona de color, por sus siglas en inglés: Black, indigenous, people of color), razón la cual, dice, “no puedo tomar en serio la música de Bach» porque “fue un misógino al procrear 20 hijos”; y más adelante amplió el rango de su objeción: “no me atraen los compositores blancos, hombres y cisgéneros”.

Es evidente que con Max, Field ha presentado un personaje algo caricaturesco, ya que ciertamente –en términos prácticos– su declaración de identidad excluye la posibilidad de dirigir a la casi totalidad de compositores del repertorio académico, además de exhibir casi siempre una sonrisa de adolescente inmaduro. No obstante, no me sorprendería que casos así se presenten en el escenario académico estadounidense. Recientemente leí sobre el importante compositor chino Brigth Sheng, quien tuvo que realizar humillantes autocríticas durante la Revolución Cultural maoísta, para volver a repetirlas –luego de establecerse en Estados Unidos– ante sus propios alumnos de la Universidad de Michigan por haber presentado una versión cinematográfica de “Otelo” en la que Laurence Olivier aparece con el rostro pintado, como se estilaba en 1965. Lo cual es una evidencia de la polarización entre grupos extremistas que absolutizan sus creencias identitarias, religiosas, nacionales o culturales para convertirlas en excluyentes, sectarias y antidemocráticas. 

Volviendo a esta secuencia, una peripatética Lydia se pasea por el extenso auditorio ante un pequeño grupo de estudiantes y se dedica a rebatir con todo a Max a partir de su valoración de lo artístico por encima de otras consideraciones. Básicamente, defiende la autonomía y libertad en el arte, al advertirle que “si el talento de Bach puede reducirse a su género, país, religión, sexualidad y demás, el tuyo también”, y que en las orquestas los músicos lo van a calificar por su talento y no por su identidad u otro criterio extra musical. No obstante, se muestra también empática al reconocer que, “como lesbiana ‘intensa’ no me llevo muy bien con el viejo Ludwig” [van Beethoven], pero igual lo “confronto… en su irrevocabilidad”.

Sin embargo, pareciera que ya desde el principio de la escena, Tár estaba obsesionada con Max, ya que fue casi al único que preguntaba y buscaba su participación. Mientras que el joven alumno soportaba con aparente buen humor y respeto las observaciones de la directora, aunque –al mismo tiempo– Field se preocupa de que observemos el constante temblor de su pierna, que revela una tensión subyacente del personaje en buena parte de la secuencia. Lo que provocó el choque final sería una insinuación sexista de Tár al calificar a Anna Thorvaldsdottir como una compositora islandesa y “que podría ser descrita como una mujer supersexy” y comparar ese supuesto “criterio” (léase identidad) con el de “alguien en la sala”. 

Fuerte indirecta en la que toda la situación podría ser causa del despido fulminante de la directora y, de hecho, más adelante, un video editado de manera maliciosa se difundiría en la campaña pro cancelación de Tár. La protagonista lo cuestionaría y pondría como ejemplo de las malas prácticas de estos linchamientos multimediáticos; en tal sentido, recordemos que durante la furiosa salida de Max, Lydia le había espetado: “quienes moldean tu alma parecen ser las redes sociales”. El hecho de que este episodio y el propio video fueran descartados en el proceso posterior demostraría que no cualquier denuncia de cancelación prosperaría sin testimonios de violencia o abuso creíbles. De esta forma, Field evita también las visiones binarias o maniqueas en este asunto.  

Pero quizás más provocadores (y peligrosos) son los comentarios de Andris en su segunda conversación con Lydia, cuando –refiriéndose a la llamada “cultura de la cancelación”– Davis observa que “[h]oy, ser acusado es lo mismo que ser culpable. Pero supongo que fue eso lo que pasó años atrás con Furtwängler” durante el proceso de desnazificación, en la posguerra: “Alguien te acusaba y el proceso empezaba de nuevo”. Sorprendida, Tár le pregunta “¿comparas al acoso sexual con ser acusado de nazi?”, a lo que el jubilado director le aconseja: “En ambos casos, tenías que estar lista [ante eventuales denuncias]”. Vale la pena detenerse en este personaje que ejemplifica los dilemas éticos entre arte y política.

Considerado por muchos como la mayor leyenda musical del siglo XX, Wilhelm Furtwängler se convirtió en una causa célebre debido a que era el director favorito de Hitler y se quedó en Alemania durante la guerra, como el titular de la Orquesta Filarmónica de Berlín. Sin embargo, fue opuesto a los nazis, nunca se inscribió en el partido, impidió que músicos judíos de la orquesta vayan a los campos de concentración y ayudó a otros (incluyendo su secretaria), tampoco hacía el saludo nazi, ni firmaba con el obligatorio “Heil Hitler” y fue prohibido de interpretar obras de compositores considerados “degenerados” (o sea, modernistas, como Hindemith) o judíos (como Mendelssohn), lo que provocó su renuncia. No obstante, se le permitió dirigir debido a su amplia popularidad y al favor del Führer; aunque debió refugiarse en Suiza en los meses finales de la contienda ante el riesgo de ser ejecutado.          

El éxito de Furtwängler residía en su estilo y técnica notoriamente heterodoxas pero que producían interpretaciones únicas, muchas veces insólitas, inclasificables y que le granjearon la fama de ser un traductor místico de los grandes compositores de la tradición austroalemana: Beethoven, Brahms, Bruckner y Wagner. Hay consenso también en que muchas de sus mejores versiones fueron las que realizó durante la guerra, caracterizadas además por una violencia inusitada, quizás influenciadas por el contexto bélico; y pese a su mal sonido (Furtwängler prefería las interpretaciones en vivo, donde sentía que lograba mejores resultados que en las grabaciones en estudio, lo que no es tan cierto), muchas de esas grabaciones son hoy atesoradas por sus fans y reeditadas por las casas discográficas. 

Pese a estas muestras de independencia artística, el siniestro Ministro de Propaganda, Joseph Goebbels, se las arregló para que la figura de Furtwängler sirviera a sus designios políticos en materia cultural y en el ámbito internacional. Así, aunque habían algunos miembros de la Filarmónica de Berlín que eran del partido, a la mayoría se les permitió mantenerse independientes. De tal forma que los nazis podían presentarla como ejemplo de la supuesta “libertad” que gozaban los artistas y creadores bajo el régimen hitlerista; convirtiendo a la orquesta en un vehículo de propaganda a través de giras internacionales, así como de instrumento para levantar y mantener la moral de la población en conciertos y películas de propaganda durante la guerra.    

Si bien muchos defendemos la preeminencia de los valores artísticos y culturales por encima de la política, hay circunstancias –como la descrita– que hacen prácticamente imposible mantener tal independencia. Por lo que el proceso de desnazificación que finalmente permitió el retorno a Furtwängler a la actividad profesional en 1947 sigue siendo controvertido hasta el presente. El realizador húngaro István Szabó dirigió “Taking Sides» (La muerte de un imperio), muy buena película que relata la odisea de la desnazificación de Furtwängler. (Lo mismo ocurre con el caso del compositor ruso Dmitri Shostakovich, absorbido por la nomenclatura soviética tras el “deshielo” jruschovista luego de la muerte de Stalin; aunque este caso quizás fue peor, porque el compositor se afilió al Partido Comunista de la Unión Soviética y ocupó altos cargos en el sector cultural. La pequeña gran novela “El ruido del tiempo” de Julian Barnes, relata los riesgos y clima de pánico que vivió el compositor –y la sociedad soviética– durante el stalinismo y su triste giro político final).

Quizás la única solución a este tipo de dilemas extremos es luchar para que se creen o mantengan contextos políticos institucionales que impidan llegar a las circunstancias que les costaron vivir a estos artistas (y a millones de personas); lo que supone el compromiso del sector cultural con un régimen de respeto al Estado de derecho y libertades (y que dentro de las cuales se incluyan las artísticas). Simultáneamente, la justicia estatal y el derecho deberían estar suficientemente preparados para juzgar delitos provocados por el racismo, el machismo, la homofobia y otras formas de discriminación social. De lo contrario, la cancelación va a continuar siendo una vía eficaz –aunque sin garantías jurídicas y eventualmente arbitraria– para enfrentar y sancionar formas odiosas de discriminación.   

En el caso de los alumnos del profesor Sheng, cuyo curso fue anulado pese a haber escrito una carta autocrítica y haberse disculpado inclinando la cabeza hasta el piso, se aplica lo dicho por Lydia a Max: “Esa decisión no te deja ver otras cosas”, tales como que ese compositor también pertenece a una minoría discriminada (china), que Laurence Olivier fue uno de los más grandes intérpretes shakespearianos de todos los tiempos y que –inocentemente– se escogió esa película por ser la versión más fiel de “Otelo”; todo lo cual es relevante en términos académicos, artísticos y hasta políticos. Ciertamente, en la actualidad no son aceptables los rostros pintados como representación de los afrodescendientes, pero hay que ubicarse en el contexto histórico (1965) en el que el filme se veía (y se sigue viendo) por sus valores cinematográficos y dramatúrgicos, y no como una obra racista. El contexto histórico –con las debidas atingencias y delimitaciones– no es un pretexto o excusa, sino la puerta de entrada para acceder a todo el saber humano, poder aprovecharlo y desarrollarlo.

En todo caso, para los fines de la película, tanto Davis como Lydia defienden ardorosamente la preeminencia de los valores culturales y se muestran contrarios a la cancelación; además, –como directora– Tár también tiene una orientación hacia el repertorio más tradicional y su feminismo liberal luce limitado o, en todo caso, discutible. En sus comentarios con los alumnos de Juilliard, como que descarta un poco la atonalidad y a compositores vivos (como Thorvaldsdottir, escogida por Max), y prefiere mencionar nombres como Bach y Beethoven. Otra señal es la discusión con su asistenta Francesca, a propósito de la infidelidad de Alma Mahler y su relación con el arquitecto Walter Gropius, que Lydia mencionó en su entrevista con Gopnik. Muy diplomáticamente, ella le hizo notar que Alma debió de renunciar a su profesión de compositora a pedido de Mahler, a lo que Lydia respondió que –finalmente– Alma lo consintió libremente.   

Estos enfoques tienden a un cierto conservadurismo y, aparentemente, ocultan un historial de abusos que podría extenderse tranquilamente a varios de los personajes de la película e incluso implicar una crítica a fondo al conjunto de esta industria cultural. 

En este punto entramos a un ámbito dominado por el silencio, la media voz y la ambigüedad; no solo a nivel argumental o dramático, sino también a nivel de la propia puesta en escena. Observamos, por ejemplo, que la víctima de Tár nunca es presentada de cuerpo entero, nunca vemos su rostro, las pocas veces que aparece está de espaldas e incluso cuando su foto aparece en la web, el pelo le cubre el rostro; como correspondería, en el mundo real, cuando no se quiere revictimizar a la afectada. De otro lado, el silencio es la reacción que preside los misteriosos “regalos” que Lydia recibe de Krista. Mientras que las conversaciones de Lydia sobre ella son siempre en voz baja, casi susurrando y sin dar detalles. Con Kaplan habla de una anónima “becaria en problemas”, de nombre sobreentendido; lo mismo ocurre en los breves intercambios entre Lydia y Francesca sobre ella, o en las primeras noticias que le llegan por una funcionaria de la orquesta, que le advierte que hay “denuncias” en la Fundación. Todo sotto voce.

Pero no es el caso solo de nuestra protagonista. Ya en la época de Furtwängler, en la posguerra, cuenta Davis, “los miembros más antiguos [de la orquesta] se guardaban sus opiniones… quería dejar atrás esa época”. En su primera reunión –un lonche, diríamos en Perú– con Kaplan, Lydia le advierte que hay alguien que parecía mirarla pero en realidad lo estaba mirando a él, lo que lo pone nervioso y nunca se aclara quién es el misterioso observador, ni tampoco se le ve. Lo que sugiere una especie de acoso silencioso como el que también afectaría a Tár (¿estamos ante el mismo caso? Nunca lo sabremos). Más adelante, en su discusión con Sebastian, este le dice, refiriéndose a los cambios realizados por Lydia: “Sabemos lo que hace. Los favorcitos que concede” y destacando el silencio: “es solo que nadie se atreve a mencionarlo”. A lo que ella retruca acusándolo de misogamia: “Andris aún está casado y tú ocupas un departamento en el mismo piso ¿no?”, sugiriendo una relación antigua y clandestina entre ambos. Lo que se ratifica, siempre fugazmente, cuando los vemos ingresar a ambos directores, juntos, a la sala de conciertos para el clímax de la cinta. 

Conforme van apareciendo, a cuenta gotas, los detalles del pasado de Lydia, al mismo tiempo, aparecen estas insinuaciones, cada vez más específicas, pero que siempre quedan flotando en el misterio; dando la impresión de que los comportamientos cuestionables de la poderosa directora –abusos, “favorcitos” y nuestro viejo conocido, el tráfico de influencias– también podrían ser parte del quehacer cotidiano en el negocio de la música clásica; lo que, en cierta forma, podría entenderse como una especie de atenuante para Tár y una crítica a estas malas prácticas en la industria musical.        

De otro lado, el mismo Field parece haberse contagiado un poco de esa cierta secrecía y discreción, ya que las acusaciones son apenas enunciadas, cuando no solo insinuadas. Apelando a las mencionadas fragmentación y elipsis, nunca se narran a detalle la (o las) denuncia(s), solo se expresan claramente en un par de ocasiones (y con una defensa poco convincente de Lydia) y no vuelven a exponerse ni siquiera en el proceso que concluye con la cancelación. Todo esto aparece como simplificado, trizado y minimizado, a diferencia –por ejemplo– de la escena en la Escuela Juilliard, un largo plano-secuencia (lo opuesto a la fragmentación) o a las escenas donde se reúne con Kaplan, Davis o su encuentro final con Sebastian (otro plano-secuencia). Es decir, allí donde Lydia se presenta como experta y partidaria del talento artístico por encima de la cancelación u otras consideraciones, o donde exhibe su poder a plenitud y sin contemplaciones. 

Aunque a estas alturas ya está claro que la película cuestiona el comportamiento de la directora, al mismo tiempo, pareciera dar un peso equivalente a la crítica de la “cultura de la cancelación”, todo esto intermediado con esas alusiones a media voz que abonan a la ambigüedad que caracteriza la película, aquí ya en un plano estructural; evidenciando una especie de actitud defensiva ante la fuerza de su crítica a la cancelación. 

Es posible que este componente controversial de la puesta en escena se agudice con el hecho de que la protagonista sea lesbiana. En tal sentido, la crítica de Alsop a la película es comprensible pero no correcta, ya que el tema del abuso puede darse también en la esfera LGTBI; y, de hecho, ha ocurrido con el caso del actor Kevin Spacey. Además, quizás Field pudo haber escogido una mujer lesbiana justamente para atajar la crítica del movimiento #MeToo a su cuestionamiento de la cancelación. De otro lado, un personaje con esta característica ofrece la posibilidad de plantear los problemas de poder al interior de personas o parejas LGTBI; e incluso proyectarse más allá, trascender el debate ideológico, hacia las relaciones de poder al interior de la pareja en términos ya puramente humanos, aunque siempre manteniendo vacíos enigmáticos, como discutiremos en el siguiente acápite.              

Cuando en su conversación con Davis, Lydia le consulta qué hacer en caso de tales acusaciones, el veterano director le responde: “Durante años, me aseguré de tener todos mis asuntos en orden”, o sea, reconociéndolos pero también “resolviéndolos”, a fin de evitar el destino de otros colegas (del mundo real) como James Levine o Charles Dutoit (lo cual, dicho sea de paso, desmiente un poco a Alsop, ya que la película menciona estos casos masculinos de abuso). Este era, en realidad, un revelador consejo que ciertamente Tár no siguió y la razón es que, mientras la protagonista ejercía un poder dominante desde el podio, en materia sentimental pareciera haber sido más bien dependiente y –en todo caso– emocionalmente vulnerable. 

El amor nos hace vulnerables

Tar Olga

Mientras las denuncias presentan a Lydia como una voraz depredadora sexual, la atracción de Tár por Olga Metkina (Sophie Kauer), la muestra como una mansa paloma, dispuesta a todo –luego del flechazo inicial– por lograr sus favores. Ella es una joven violonchelista, nueva integrante de la orquesta, a la que Lydia inmediatamente promueve de múltiples formas; pero que se comporta más bien de una manera impositiva, despreocupada y una pisca manipuladora (le hace “ojitos” todo el tiempo en los ensayos), sugiriendo cierta falta de “química” real (evidenciada en el almuerzo inicial entre ambas, así como en el viaje rápido que realizan juntas a Nueva York). 

Además, en el plano profesional, Olga impone horarios para sesiones de trabajo e incluso la sorprende proponiéndole cambios a la composición en la que está trabajando; algo aparentemente impropio para una aprendiz talentosa pero recién llegada. Sin embargo, tal tolerancia es consistente con el respeto que la directora profesa por el talento musical. Esta posible dependencia emocional de Lydia no calza para nada con la imagen que proyectan las denuncias y, más bien –como lo discutiremos más abajo–, permiten proyectarla hacia lo que podría haber sido su relación anterior con Krista Taylor.

De otro lado, el filme da todo tipo de pistas contradictorias sobre sus relaciones sentimentales. Ya desde una de las primeras escenas, en la que escoge los vinilos en el piso con un pie, aparece otro –el de Francesca– con el que se une; convirtiendo preferencias musicales con sentimentales. De hecho, Francesca es una especie de esclava, ya que supervisa hasta el menor detalle del trabajo del sastre a fin de que la vestimenta de Lydia siga exactamente el mismo estilo que el de Abbado; y también es capaz de repetir de memoria, en tiempo real, los textos introductorios que lee Gopnik sobre la trayectoria de su jefa, posible señal de que son de su autoría.

Pero en esa misma sala, entre el público, está también Krista. Más adelante en la película, aparecerán indicios de que esta relación viene desde el quinquenio que Tár pasó en Perú junto con Francesca. En esa corta secuencia, Lydia le dice a su asistente: “No era una de nosotras, no podemos detenerla», a la vez que le pide “olvidarla”. Esto sugiere que las tres fueron parte de una misma relación triangular, de la que no volverá a aparecer ninguna información o indicio adicional. Lo que sí, esta situación será central para el destino final de la protagonista.

Luego tenemos la relación con su esposa Sharon, quien aparentemente sabe y acepta la relación de Lydia con Francesca, pues en cierto momento –al evaluar el posible impacto de las acusaciones y en un comentario casi de pasada– le asegura que tal relación no es conocida por la orquesta o el público. Más aun, como alguien ya acostumbrado a sus correrías, capta desde el primer momento la atracción de Tár por Olga. Field construye esta relación en base al juego de miradas, de un lado, entre directora y violonchelista y, de otro lado, entre la esposa y las otras dos. Sharon, siempre atenta (como buena concertina), observa como si estuviera descubriendo algo nuevo (pero confirmando luego), las miradas cruzadas entre ambas y su rostro revela que Lydia está de nuevo en plan de “cacería”.       

Pero la relación con Sharon también tiene su importancia. Las une el hecho de haber salido del clóset juntas y haber enfrentado a “Der Spiegel”, la versión teutona del “Time”, en el presunto escándalo; y el compartir a Petra, una pequeña hija en común. Cuando la situación se empieza a volver insostenible, la violinista se sincera, le reprocha que haya olvidado toda la ayuda que le dio –el “know how”– para subir de directora invitada a directora titular de la filarmónica berlinesa, añadiendo: “solo tienes una relación que nunca ha sido transaccional: Petra”; con lo cual, establecemos que todas las relaciones de la protagonista se dan en el ámbito de la música académica. De esta forma, se mezcla lo personal con lo profesional, de ahí que sus relaciones sentimentales se guíen por el comportamiento “transaccional” requerido para ascender en el negocio musical. Pero también, al mismo tiempo, se abre la posibilidad de que efectivamente haya usado su poder para abusar de becarias y bloquear el desarrollo profesional de las que se niegan a ceder (lo que no parece ser su comportamiento en el caso de la joven violonchelista).

Otro episodio ambivalente ocurre cuando Sharon le cuenta a Lydia un posible abuso que estaría sufriendo la pequeña Petra por parte de otra compañera de escuela. Revelador que le traslade el encargo a Tár, quien efectivamente “resuelve” el problema no de una forma asertiva sino manipulatoria, apelando a su poder (relación asimétrica) y amenazante. Defiende a una víctima usando métodos de victimario.     

Durante la película se mostrarán, simultáneamente, el desenlace de esa relación antigua con Krista y el comienzo de una atracción sentimental por Olga. En el primer caso, y de acuerdo con los antecedentes descritos, aparentemente Krista se habría negado a seguir la relación o dejó de amarla, y Lydia se estaría vengando, aunque en su fuero interno siguiera amándola. El resultado de esta situación habría provocado en ella un fuerte desequilibrio emocional, causado por una mezcla de resentimiento, culpa y dolor, quizás no asumidos del todo.

Hemos comentado el control del director de orquesta a través de las manos, la mirada y hasta el rostro, pero no mencionamos un órgano fundamental: el oído; aunque en el caso de Tár en el filme, este no parece aplicarse profesionalmente. Ella escucha gritos a lo lejos, en el parque, a veces cantos y, en ocasiones, se levanta en la noche como si buscara más mensajes sonoros o indicios del más allá. 

Antes, descubrió el tic-tac del metrónomo sonando en la madrugada, guardado en un espacio –iluminado– del archivador en la biblioteca de su casa. Este es uno de los pocos momentos visuales enfatizados, una especie de llamada de atención, advertencia o amenaza anónima. O también una especie de caricatura siniestra del director de orquesta como un marcador de tiempo mecánico, sin emociones ni sentimientos (ella descalifica a Max y a Sebastian llamándolos “robots”); o también como señal de una bomba de tiempo emocional y profesional, en camino. Después, desaparecerá de su estantería su partitura anotada de la Quinta Sinfonía de Mahler, lo que genera una cierta paranoia –no del todo reconocida ni asumida, menos enunciada– en Lydia. Pues todo esto ocurre en su entorno directo, personal y en su propio domicilio, habitado solo por su esposa e hija pequeña. 

En este componente de la puesta en escena nos movemos en un espacio cuasi onírico, semi alucinatorio, de sospechas nunca verbalizadas y episodios chocantes. 

No en vano, Field intercala en la ruta fragmentaria hacia la caída en desgracia de la protagonista pequeños insertos de sueños fugaces, en imágenes suavemente ondulantes, donde vemos –en una ocasión– a Lydia con Francesca y Krista, y –en otro momento– a Lydia con Krista; siempre distorsionada por el efecto visual. Pero Tár también será despertada en la noche por el grito de Petra, producto de una pesadilla sin duda anticipatoria. 

Lo premonitorio también parece asociarse a la relación no buscada de la protagonista con sus vecinas, una mujer enferma terminal que vive con su hija, una enferma mental. Por contraste con los espacios lujosos y refinados en que vive Lydia, sus vecinas representan otro mundo, el de la suciedad, el abandono y lo abyecto. Es significativo, por ejemplo, que Tár, casi arrastrada por la citada vecina, deba ayudar a levantar a la madre caída, luego de lo cual corre –desesperada– a su departamento a bañarse. Aquí también ve ella una grotesca caricatura de una relación dependiente, pero insostenible en el tiempo (lo que quizás se pueda asociar a su eventual relación, en el pasado, con Krista) y marcada por la muerte. Luego, los reclamos de los hermanos de la vecina gatillarán la feroz ira de la protagonista, anticipo de la violencia que exhibirá en la secuencia del clímax.         

En el segundo caso, su atracción por la joven violonchelista, Lydia habría descubierto la horma de su zapato, ya que –en los hechos– será Olga la que saca ventaja de sus avances con ella, lanzando miradas y preguntas incitantes, pero sin establecer una relación. Como parte de ese comportamiento, la atractiva instrumentista rusa parecía incorporarse al contexto semi paranoico que atosigaba a Tár y convertirse en una especie de vengadora de Krista. 

Esto se manifiesta en la notable secuencia donde Lydia se introduce en un nuevo ambiente de suciedad, abandono y abyección; en el cual, lo que parecía ser un típico “gancho” para una cita sexual se convertirá en una brutal caída física y simbólicamente anticipatoria. Todo empieza luego de una sesión musical. Tár lleva a Olga a lo que aparentemente sería su casa; pero, al bajar del auto, la violonchelista “olvida” su osito de peluche en el vehículo. Lydia ingresa apurada a la supuesta vivienda para devolverlo, pero se encuentra con que es un edificio abandonado, vacío y devastado. Luego de bajar al sótano intrigada y de vagar sin rumbo, cree ver a un desconocido, entra en pánico y huye, cayendo violentamente al piso al finalizar una escalera (aunque la parte fuerte de la caída ocurre off stage, es decir, fuera de cámara; siguiendo el estilo de Field de “amortiguar” o distanciar los momentos de tensión). Sobre todo, nunca vemos a Olga dentro de la locación, pese a que se la vio ingresar.

Esta secuencia simboliza el “descenso a los infiernos” o al inconsciente de Lydia, si lo relacionamos con lo onírico y los episodios semi alucinatorios. Lo que es su atracción por Olga se troca en un creciente temor a estar repitiendo comportamientos o intentos de seducción sobre los que se podría estar cerniendo un profundo sentimiento de culpa por el desenlace de su relación con Krista. 

También es altamente significativo que todo acabe con la caída y que ella luego mienta sobre el hecho e invente la versión de haber sido agredida. Miente a todos, a la orquesta, a Sharon y quizás, en cierta medida, a sí misma; repitiendo un patrón que posiblemente haya ocurrido también en el pasado respecto a las relaciones o abusos de las que se le acusa. 

Además –ya en el marco de la semi paranoia– Olga, durante un descanso en el ensayo, le pregunta sibilinamente dónde fue atacada y cómo ocurrió, a lo que Lydia solo atinó a devolverle el osito. Y hablamos de “semi paranoia” porque el paranoico se cree sus alucinaciones, lo que no es el caso de Tár, quien más bien duda y teme esos mensajes que le llegan del inconsciente (lo onírico y semi alucinatorio) y del mundo externo consciente (hechos y situaciones chocantes), a veces entremezclados. Como advertimos antes, estamos en la esfera de lo ambiguo, la culpa y de los sentimientos encontrados.

En este punto, Field ha separado lo que es el debate ideológico (sobre poder y abusos) de la esfera personal, de lo puramente humano, donde anida la ambigüedad de los sentimientos y el enrarecido filtro de los recuerdos. Algo similar ocurre en la nouvelle-dos-en-uno “Tantos angelitos/Cortarse las manos” de Juan Carlos Cortázar (no Julio, no confundir Cortázar con Cortázar), la que –como “Tár”– también tiene personajes gais, narra una relación sentimental del pasado –aunque luego rechazada– entre un sacerdote y un alumno en el marco de una estructura de poder (colegio); que –posteriormente– puede ser interpretada como un abuso sexual, ya en el contexto de una investigación fiscal.

El mismo hecho cuestionable es narrado desde los puntos de vista de ambos personajes (de ahí los títulos separados) y, a partir del uso magistral de este recurso técnico, Cortázar pone en acción la ambigüedad de sentimientos tales como amor, culpa y represión; que muy bien podrían haber sido aplicados –siempre hipotéticamente– a la relación de Lydia con Krista (e inclusive considerando un eventual ménage à trois lésbico), en la película que comentamos. 

Pero, lo más importante es que separa este ámbito personal de (y lo contrasta con) la interpretación jurídica de los hechos, realizada a posteriori y buscando un interés particular; lo que vendría a ser equivalente, en la película, al ámbito ideológico de la cancelación. De este contraste entre las visiones de lo personal y lo jurídico-ideológico se puede advertir que esta última es más restrictiva y limitada, en relación con la primera. Recomiendo estos relatos a quienes deseen profundizar en este enfoque estético, ya sea en el cine como en la literatura (Cortázar, Juan Carlos, “Tantos angelitos/Cortarse las manos”, Lima: Paracaídas Editores, 2021).              

Así como anotamos anteriormente que esta película sobre directores y compositores tiene relativamente poca música, lo fantástico es que tratándose de un filme sobre una depredadora sexual no haya ni un solo acto sexual; solo miraditas, unos pocos comentarios incitantes y un inocente roce de dos dedos gordos del pie. Ni tampoco hay escenas o al menos gestos amatorios, así sea mínimamente. El enfoque distanciado del director apaga rápidamente toda muestra de deseo y anula cualquier atisbo de amor romántico, pero su manejo virtuoso de la ambigüedad a todo nivel le permite mostrar los sentimientos reales y la vulnerabilidad de la protagonista. Y tras esa vulnerabilidad, bajo la gruesa aunque refinada coraza de poder y autoridad de Lydia, se adivina el amor que late en su interior y que, no obstante, la llevará a la catástrofe.

Antes observamos que, increíblemente, Tár no ha seguido el consejo de su antecesor, Davis. Ella no se ha preocupado en asegurarse de “tener todos sus asuntos en orden”, en previsión a posibles acusaciones. Una razón podría ser el estar obnubilada por el poder, no en vano se aferra a él hasta su desaforada reacción final, en el plano profesional. Pero es posible que haya un segundo factor por el que ella no toma precauciones básicas (asesorarse mejor en el plano legal, asistir a la sesión clave del comité de la orquesta) ni se preocupa (aparentemente) por el derrumbe gradual de sus relaciones sentimentales (Francesca, Sharon). Vemos por sus reacciones ante Olga que ella establece una potencial relación de dependencia no solo en el plano del deseo sino incluso en el profesional. Si se proyecta este tipo de relación hacia el pasado es factible que la naturaleza de su relación con Krista haya sido similar; es decir, que una mujer dominante y poderosa en el plano personal haya sido (o sea) dependiente, en el plano sentimental. De allí, el descuido ante un ámbito (legal) en la que ella espera ser atendida por otra persona, que, en este caso, no existe.

Cabe aclarar que lo que venimos elucubrando en este acápite, aunque se basa en los indicios que la película ofrece, es en gran medida hipotético. De hecho, en sus relaciones con Francesca y Sharon, Lydia ejerce un rol claramente dominante, quizás porque también ejerce autoridad sobre ellas en el plano laboral; pudiendo asumirse que ella sería dependiente no en el plano emocional sino en el de la gestión del hogar o la asistencia en asuntos administrativos directos del trabajo. 

Sin embargo, con Olga no logra establecer este tipo de relación e incluso parece no querer intentarlo, solo le da oportunidades (justificadas artísticamente) y ciertos beneficios (la nombra en reemplazo de Francesca) pero sin que ella “caiga” en sus redes. Es más, en ningún momento del filme vemos algún acto de acoso sexual por parte de Tár, salvo quizás con Max, pero sería acoso académico; ni por nadie (¿el peso del silencio impuesto por el temor?). Al contrario, ella se comporta casi siempre súper polite e incluso se crea problemas personales serios al evitar favoritismos en posibles nombramientos. Todo lo cual añade aún más ambigüedad y complejidad al personaje, y a la situación.

En consecuencia, si bien hubo amor (y este se mantuvo hasta el presente), no es posible conocer a fondo cómo fue la relación pasada de Lydia con Krista, ni si fue un caso de abuso o de venganza por razones de poder u otras. Incluso es posible especular que la relación fue únicamente entre Francesca y Krista, o si lo que fue un trío derivó posteriormente en un dúo (o viceversa). Pero de lo que sí ofrece evidencia la película es de la muy probable adicción al sexo por parte de Tár, por lo que su poca iniciativa para mantener sus relaciones e impedir su debacle podría deberse a que “tiró la toalla” y comprendió que ya no podía seguir en ese training; más aún, cuando comprendió que no podría reemplazar a Krista (o a quien fuera) por Olga. Por tanto, del amor pasaríamos a la renuncia de esta adicción, en un nuevo contexto signado por la soledad.

Esto explicaría también la escena del bloque final, en la que Lydia va a una casa de masajes, en algún lugar perdido del sudeste asiático, y le presentan a un grupo de chicas numeradas para que escoja a alguna. Cuando una de ellas levanta la mirada, Tár lo interpreta –quizás correctamente– como una insinuación sexual, lo que le produce arcadas y vómito.    

Estación de inicio

Con esto pasamos al bloque final de secuencias de esta gran película, la cual es como un segundo filme, pequeñito, y que constituye un dilatado desenlace de la obra mayor. Aunque estilísticamente este bloque mantiene las mismas características generales establecidas por su director, entramos a una nueva atmósfera, donde aparecen locaciones del pasado de Lydia y experiencias totalmente nuevas en escenarios diferentes. De niño, cuando terminaba de ver una película (generalmente gringas, con happy end y en las que habitualmente había un beso final), siempre me quedaba con las ganas de saber qué le ocurría a la pareja protagonista luego y lo bien que de seguro lo pasarían.

En “Tár”, el resultado no es feliz sino neutro, pero al menos en esta parte tendemos a empatizar un poco con la protagonista. La conocemos en una etapa post sinceramiento (aparentemente) consigo misma y, por primera y única vez, la vemos quebrarse emocionalmente. 

Este bloque tiene dos nuevas características muy marcadas. La primera es el cambio de locaciones. Hasta este momento, Field había privilegiado el trabajo en interiores del Primer Mundo (New York y, principalmente, Berlín), en hoteles y locaciones de lujo. Incluso algunos de sus breves episodios en exteriores ocurren en espacios cerrados (por ejemplo, traslados por autopistas con túneles), mientras que los trotes por parques sirven para descargar tensiones (aunque tal descarga mediante la práctica del boxeo por Lydia ocurre en interiores). 

Las principales locaciones son la sala de conciertos y oficinas conexas, el departamento-estudio de la protagonista y el departamento familiar. Los dos primeros se caracterizan por la claridad y cierta frialdad, mientras que el segundo es ligeramente más cálido gracias a la iluminación tenue que lo caracteriza. En todos los casos la ambientación tiende a evitar elementos distractivos a fin de permitir que el público se focalice en la acción y los mil y un fragmentos, insertos, diálogos, miradas, susurros, silencios y detalles diversos en que está seccionada toda la película.

Mientras que los ambientes donde ocurren los episodios chocantes son altamente simbólicos y premonitorios. La pareja de vecinas alude a la dependencia y la muerte; la suciedad de estas locaciones hace referencia a la culpa y la profunda caída de estatus social; el abandono y vacío, a la soledad; y lo abyecto, a los abusos. Contrastes que nos conducen a las locaciones del bloque final de la película.                  

Este bloque, en cambio, transcurre en otro lugar del mundo (Japón, Indonesia y otros puntos del sudeste asiático) y sus locaciones están mejor balanceadas, entre interiores (locaciones más pequeñas y “hogareñas”) y exteriores (entornos rurales y urbanos), o mixtas (restaurantes en la calle, por ejemplo). Pero, sobre todo, se sitúan en ámbitos populares, a diferencia de los ambientes caros. Así, Lydia pasa de alojarse en la habitación de Plácido Domingo en un lujoso hotel neoyorquino, a un muy modesto hotel en la periferia del planeta.

Esta parte se inicia en alguna agencia de artistas, también modesta, donde Lydia escucha frases como “empezar desde cero” y “crear algo nuevo”, lo que sugiere un nuevo comienzo para ella. Aparte de la secuencia en la casa de masajes, destaca su retorno a la casa familiar en Estados Unidos. Allí, por primera vez, vemos sus recuerdos de infancia, su colección de cintas de VHS con los Conciertos para Jóvenes de Bernstein, quien pregunta al público: “¿Se sienten triunfantes”, luego del final de la Quinta Sinfonía de Beethoven. Luego, recuerda que “la música es movimiento, siempre va a algún lado, no deja de moverse”, marcando la nueva etapa en la vida de la protagonista. Pero donde Tár solloza es cuando su mentor destaca que este arte genera “emociones únicas que no podemos explicar”. De paso, nos enteramos por su hermano Tony (Lee R. Sellars), que ella se llamaba Linda y no Lydia; lo que sugiere que tuvo una vida anterior a la que estaba de alguna manera retornando.

La segunda gran característica de este bloque final es el hecho de que la protagonista esté totalmente sola en todo su periplo asiático, en lugares desconocidos, rodeada de gente muy diferente, navegando ríos habitados por cocodrilos, comiendo en mercados, alojándose en modestos hoteles, dirigiendo orquesta infantiles y juveniles. Sola todo el tiempo, sola hasta el final, en que levanta la batuta en esa inesperada escena conclusiva, que corona la extraordinaria performance de Blanchett y remata el notable trabajo creativo de Todd Field.

Estamos ante una obra maestra, cerebral en cuanto a su puesta en escena e intelectual en cuanto a buena parte de sus contenidos. El diseño de la estructura narrativa audiovisual, en sus cuatro vertientes paralelas, organizan una serie de sentidos en torno al poder de la protagonista y cómo este se ejerce de manera compleja y hasta contradictoria. El filme incorpora contenidos intelectuales sobre el papel del director de orquesta, la música clásica en general, y obras específicas, como la Quinta Sinfonía de Mahler. Mientras que la parte emocional es descrita en esos mismos términos audiovisuales, distantes (relaciones de pareja) y conceptuales (cancelación). Pero lo que insufla vida a esta obra es, de un lado, el variado conjunto de elementos que generan la ambigüedad y hasta ambivalencia de los sentimientos, a todo nivel (estructural, transversal y de detalle); y, de otro lado, la virtuosa interpretación de Kate Blanchett, impregnada hasta los huesos de su papel y que transmite toda la fuerza que emite este complejo personaje. Altamente recomendable.     

Archivado en:

,

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *