[Crítica] «Ramón y Ramón»: grietas de ausencia en el Ande


Esta es una muy buena película y una de las más conmovedoras que he visto en mucho tiempo. Además, es un film que reflexiona críticamente y a profundidad sobre las raíces del quiebre y desencuentro sociocultural en el Perú; a la vez que presenta elementos en favor de la integración y la construcción de una identidad nacional inclusiva. 

Narra la historia de Ramón Alcócer (Emanuel Soriano), un joven ejecutivo contable gay atrapado en su departamento limeño durante el confinamiento obligatorio en la pandemia de la covid-19, que recibe la llegada de las cenizas de su padre del mismo nombre; a quien no había visto casi desde la adolescencia y del cual estaba distanciado a causa del rechazo paterno a su orientación sexual. 

Ramón deberá recoger la ropa y enseres del fallecido y, posteriormente, llevar las cenizas a su pequeña localidad natal, llamada Mito, en la región de Junín, donde se reencontrará con sus pocos familiares y amigos, a quienes desde hace mucho tampoco ve; todo esto como parte del proceso de duelo que lo atraviesa.

Lo original está en el tratamiento de la historia familiar y –simultáneamente– la conversión de esta en una alegoría de los quiebres sociales profundos de un país escindido en dos ámbitos –a la vez, interdependientes–: uno, el mundo moderno y urbano, y, otro, el de la sociedad tradicional y rural; en el contexto de la pandemia, que a su vez aporta significativos elementos de soporte narrativo y reflexivo. 

El encuentro y, a la vez, choque, entre estos dos espacios –tanto a nivel de la relación padre/hijo como de la sociedad– está ejemplificado por una fiesta local realmente existente: la “huaconada”, una celebración de la autoridad comunal y su función “correctiva” y de cohesión social.  La película pone frente a frente la diversidad sexual y esta tradición cultural reconocida. En torno a este contraste, cuestiona la discriminación y apuesta por el retorno a estas raíces compartidas, mediante la primacía de los sentimientos y la tolerancia intercultural por encima de mandatos sociales restrictivos. 

Estamos, pues, ante una obra ambiciosa, que se desarrolla en tres grandes capas de sentido traslapadas: 1) la del conflicto generacional, 2) la de la solidaridad social en el contexto de la pandemia y 3) la de la vuelta a las raíces (de la infancia del protagonista y de la cultura andina en la que se crió), como búsqueda de superar el proceso de duelo, pero también –en paralelo– como una cierta crítica a lo simbolizado en esa tradición cultural viva. Todo esto mediante una puesta en escena magistral en cada uno de sus componentes, tanto creativos y técnicos como actorales. 

La lenta maduración del duelo

El director Salvador del Solar, en el primer bloque de la película, presenta a su protagonista junto a un amante (Darío Yazbek Bernal) que lo rechaza y luego muestra la llegada de Mateo (Álvaro Cervantes), un inesperado visitante español que se ha quedado varado en Lima durante la cuarentena y se aloja en el mismo edificio que Ramón. 

Tanto la escena amatoria gay (paradójicamente correspondiente a un ruptura de pareja) como el posterior inicio de la amistad entre Ramón y Mateo durante una fiesta privada de a dos (con sesgos homoeróticos, mas no homosexuales) están filmados en planos bien cercanos, con un constante y muy buen manejo de los primeros planos, para cimentar un factor emocional que irá luego in crescendo.  

Este énfasis en la orientación sexual del protagonista y los avances sentimentales en sus conatos de pareja sucesivas, lo conducen hasta un “paralé” que lo hace reflexionar sobre su comportamiento algo desesperado. Así, para Ramón quedó claro que esta búsqueda de pareja ocultaba en realidad su necesidad de un apoyo emocional para enfrentar el duelo y las actividades relacionadas que tenía fuera de Lima. Es por ello que se decanta hacia la amistad con Mateo, el que decide apoyarlo ya que, a su vez, no tiene otra cosa que hacer mientras espera un vuelo humanitario que lo sacaría del país. 

Cabe aclarar que en la película no hay sexo explícito en ningún momento, aunque sí estas muestras de afecto masculino que no se repetirán, sino solo muy ocasionalmente, como inocentes abrazos a familiares, específicamente con su prima (Jely Reátegui). 

No obstante, al enfatizar en estas escenas iniciales la orientación sexual del protagonista el director busca marcar una pauta para el resto de la acción (la necesidad de cubrir este vacío emocional dejado por la carencia de un padre) y, más adelante, el cuestionamiento a lo ocurrido tras el telón de la “huacanada”.

Este bloque inicial tiene un tempo lento, como casi toda la película, y es así porque el tiempo de duelo es pausado. Los comportamientos tienden a ser mecánicos y rutinarios, la persona no es consciente del dolor o la ira que anida en su interior y pretende comportarse con normalidad. 

La forma de huir del problema (y del confinamiento, especialmente entre los jóvenes) fue el alcohol y las fiestas, así fueran de a uno o de a dos. Lo que al final se vuelve una forma de hastío que empuja al protagonista –en situación de negación y profundo resentimiento– a buscar asumir, enfrentar y resolver este asunto.               

Lo moderno y lo tradicional

Las locaciones en que transcurre la película soportan esta tensión entre el duelo y la necesidad de resolverlo, en lo físico y en lo emocional; lo que se expresa en el contraste entre lo urbano y lo rural, lo moderno y lo tradicional. 

La primera toma de la película es una panorámica en dron del arribo desde el mar a una ciudad cubierta por la niebla; que simula en forma invisible la llegada de la pandemia. En retrospectiva, esta imagen inicial resulta inquietante y preparatoria del drama personal y social en ciernes. 

El edificio en que vive Ramón, si bien es moderno, es también bastante impersonal, de igual forma que su departamento; mientras que las pocas imágenes de los edificios vecinos evitan los frontis y más bien muestran sus fachadas traseras, poco atractivas; me dan la impresión de estar ubicados en el distrito limeño de San Miguel, al pie del acantilado marino que bordea la ciudad.

En cambio, la habitación del fallecido en un barrio urbano-marginal, que la cámara recorre con todo detalle, deteniéndose en diversos objetos (recuerdos que estimulan la memoria del protagonista) están más “vivos” y son más estimulantes –pese a su precariedad y pobreza– que el aparentemente lujoso departamento del hijo. Este contraste ya empieza a preparar, prolongar y sostener las emociones en el filme.

Para compensar el peso de la sensación de encierro y “oxigenar” la acción, Del Solar nos ofrece algunas escenas en grandes planos generales. En la ciudad, son al pie del mar, nuevamente en un malecón vacío de una zona poco poblada y menos transitada, bajo un cielo gris y opaco. En el que el protagonista sufre su primer quiebre emocional, en una gran panorámica, en devastador picado vertical, distante, para evitar caer en el sentimentalismo o la sensiblería. Esa cierta frialdad y distancia, pese a la imagen de un mar enorme y turbulento, caracteriza al mundo urbano limeño.

Lo contrario ocurre en Mito, donde el recibimiento de su prima es cálido, y el propio entorno natural es luminoso, verde, lleno de vida silvestre. El interior de las locaciones, aunque precarias, resultan –en comparación con el depa limeño– más acogedoras para los visitantes. Y las escenas decisivas que ocurrirán allí están impregnadas de recuerdos para el protagonista; especialmente, la sala con las máscaras (de la “huaconada”) colgadas en la pared, como un público silente y simbólico que presenciará el momento catártico del filme.

Las locaciones andinas ejercerán una indudable atracción sobre el protagonista, lo arrastrarán hacia los recuerdos de su infancia, con el padre, cuya presencia invisible se manifiesta en ese entorno de locaciones rurales. Todo esto lo empujará hacia una reflexión crítica sobre sus raíces culturales, y se evidenciará que lo “moderno” tiene como fuente y origen lo tradicional, expresada mediante la citada festividad.

Pandemia y solidaridad

Entre estos dos grandes segmentos de la película, a manera de parteaguas, está ubicada una de las escenas claves y profundamente emotivas de la obra. Ramón “viste” simbólicamente a su padre con su ropa traída de su precaria vivienda, al envolver la urna con esa vestimenta y embalarla así para llevarla a Mito. 

Aquí se representa también una especie de ritual, estrictamente personal e introspectivo, para el protagonista. Un primer acercamiento emocional y ceremonial, anticipatorio del que se escenificará más adelante. Este es también un significativo punto de contacto entre lo moderno y tradicional, el que ha sido precedido y será acompañado por la segunda gran capa de sentido que recorre el filme.  

Se trata del soporte de los varios detalles de la pandemia que enriquecen y refuerzan el sentido a este doloroso proceso de “retorno a las raíces” que sucederá en paralelo con el del duelo individual. Así, vemos que, para sorpresa de Ramón, al enterarse el camionero de que estaba llevando las cenizas de su padre a Mito, le ofreció hacerlo completamente gratis. 

De otro lado, durante el trayecto, el camión recogió a varios de personas que abandonaban la ciudad –sin posibilidad de tener empleo e ingresos por la cuarentena establecida debido a la pandemia– para regresar a sus comunidades de origen.

Este es otro proceso social, otra “vuelta a los orígenes”, pero forzada por la situación socioeconómica generada por la crisis sanitaria. Estas son muestras de solidaridad que acompañan al apoyo que Ramón y Mateo reciben, principalmente, por respeto al progenitor fallecido. Apenas el protagonista se conecta con el mundo popular es acogido y apoyado, viéndose envuelto en una ola solidaria que arrastra a otros. Aquí el mensaje implícito es que la solidaridad social es más efectiva y –en ese contexto– puede estar necesariamente muy por encima de las posibilidades de apoyo individual.

De esta forma, el hecho de la pandemia pasa de ser un simple soporte a la soledad y desarraigo emocional del protagonista a convertirse en un factor activo para el apoyo a su sanación espiritual en el proceso del duelo. Por esta vía, el enfoque de la película se dirige hacia una situación deseable, quizá ideal (aunque no necesariamente idealista), en la que un efecto positivo de la pandemia es la de generar un clima o acciones de solidaridad y unión nacional. 

El filme omite las partes más terribles de esa hecatombe sanitaria, ubicando la acción en una etapa inicial de la crisis, previa a las reacciones de desconocimiento o rechazo a medidas de salud básicas y transitorias generadas por un individualismo extremo, la imposibilidad económica de cumplir la cuarentena o la desconfianza en el sistema de salud; así como sus trágicos efectos (la corrupción, el “todos contra todos”, el caos, las muertes en las calles, el pánico, etc.). 

Su objetivo es proponer la ayuda mutua por encima de cualquier otra situación. Mientras que el apoyo a Ramón es parte de uno entre muchos otros casos que requerían ayuda para enfrentar situaciones específicas y muy diversas, todas dolorosas.

Esta perspectiva compartida va de la mano con el sinceramiento de la relación del protagonista con su padre, a partir de la revelación de cómo se produjo el rechazo paterno, en el contexto de la “huaconada”. Y cómo la sanación pasa por cumplir el ceremonial entre padre e hijo, a partir de una representación del ritual impuesta por Mateo en una de las escenas más intensas, a la vez que íntimas, de la cinta. 

De esta forma, ya en el tercer gran plano de sentido, se busca exorcizar los demonios internos del protagonista y obtener una catarsis liberadora que lo ayudará a superar el duelo.

Lo gay como símbolo de discriminaciones

Sin embargo, en este proceso, en el que Ramón apela a su raíces culturales, también las cuestiona con cierta sutileza, así sea por el solo hecho de ser homosexual, lo que contraviene los arraigados prejuicios contra esta condición en (quizá gran) parte del mundo andino. 

Tanto así que su propia prima le reconoce al protagonista que irse de Mito fue lo mejor que pudo hacer. Recordemos que el “castigo” a la homosexualidad en muchas comunidades andinas es el ostracismo, tal como se muestra en el notable filme Retablo, de Álvaro Delgado-Aparicio. 

La propia “huaconada” es una festividad de contenido autoritario, aunque algo ambiguo y así la presenta la película, sin profundizar demasiado en sus características. Solo se la muestra como una representación necesaria para cerrar el duelo; pero, sin ocultar que allí se ejerce la violencia con el uso del chicote, aunque con el fin de “corregir”. 

Mientras que el padre fallecido (y, en vida, ausente para su hijo) es recordado como un “huacón” dividido entre su lealtad al ritual a la festividad y la imposibilidad de aceptar (léase, “corregir”) a su hijo, por ser tal como es; dejando entrever el mandato obligatorio de ostracismo.

Pero así como el filme muestra (léase, denuncia) los prejuicios (o sea, creencias erróneas) injustificados contra los gays en el Ande peruano, la idea de que el abandono paterno es el origen de la homosexualidad es también otro prejuicio en el que la película podría caer y que los guionistas –astutamente– salvan, al revelarse que el caso de Ramón hijo no fue una excepción, sino que esto también ocurrió a mayor escala en la familia. En otras palabras, que el abandono paterno es un fenómeno social que excede a la homosexualidad.

De esta forma, el enfoque crítico a la mentalidad tradicional (heteronormativa) se amplía y precisa un poquito más, hacia los comportamientos patriarcales, en los que se privilegia la libertad del hombre y se limita a la mujer; tolerando “culturalmente” la irresponsabilidad paterna y, eventualmente (en algunas áreas), que este tenga múltiples parejas, mientras que la mujer está limitada a la maternidad, los hijos y el trabajo del hogar. Igualmente, la misma “huaconada” está conceptualizada como un evento simbólico de control social y moral.

De esta forma, la discriminación hacia las personas LGTBIQ+ (y, en este caso, la homofobia paterna) se convierte en el símbolo de otras formas y sujetos de discriminación, en el marco de esta crítica a las raíces más profundas (los quiebres, emocionales y culturales) vigentes en el mundo andino. 

Cabe matizar que el filme suaviza esa visión homofóbica en el recibimiento y acogida de Ramón por su tío y amigos; así como también por la comprensión, cariño y solidaridad que recibe de su prima, representante de una nueva generación aparentemente tolerante e inclusiva, en este aspecto.

Pero lo que me parece valioso de Ramón y Ramón es que no se limite a la crítica, sino que también señale evidencias –sino de solución, al menos– que apunten a superar estas odiosas formas de discriminación. 

Aquí entran a tallar los contenidos reseñados durante (la capa de sentido de) la pandemia, que llegan a su culminación en un breve momento en que Ramón y su prima, recordando su infancia, silban la “Marcha de banderas”, una pieza típica del desfile militar y de los escolares por fiestas patrias. Este no es un recuerdo casual del paso de Del Solar como primer ministro del Perú hace algunos años, sino una señal de que lo que estamos viendo tiene un alcance mayor al del duelo o la orientación sexual. 

Tiene que ver con la integración nacional, que en lo personal (ya un poco fuera de la película) entiendo como la posibilidad de tener vidas autónomas pero también solidarias, tolerantes con las diferencias y que no conviertan la cultura, creencias o la identidad propias en una fuente de exclusión, sino más bien de oportunidades interculturales, de identidades múltiples y de libertad.

El amigo que vino de la nada

Ramón y Ramón evita el mito en su mostración de la cultura andina, pero lo señala. Primero, por el nombre de la localidad originaria y luego por el monumento a Poseidón (¡en plena sierra central y a 2,680 metros sobre el nivel del mar!), cuya leyenda rememora el protagonista junto con su prima, asociándolo con la “huaconada”. 

De otro lado, omite también el componente mágico-religioso, fuera del simbolismo cultural de la referida festividad y salvo por el uso de la máscara en la representación privada de esta, que convierte a quien la usa en la reencarnación del personaje aludido, en este caso, el fallecido; lo que constituye otro soporte puntual a esta notable escena.

En todo caso, no hay nada místico ni sobrenatural, pero sí la presencia importante del azar, a través de Mateo, un personaje que, salvo por el contexto de la pandemia, pareciera haber surgido de la nada, para cumplir un papel clave en el cierre de la película. 

Me recuerda a un caso parecido ocurrido durante los meses de cuarentena. Un joven amigo de mi hijo, músico electrónico británico al que llamaré Wilbur, estaba viajando por toda América en bicicleta. Era un verdadero trotamundos y se quedó atrapado en Perú en los meses de confinamiento obligatorio. 

Lo apoyamos, primero con comida de casa que llevamos a su depa, lo movilizamos ocasionalmente y luego le enseñamos dónde comprar alimentos. Finalmente, lo trasladamos cuando llegó el vuelo fletado por su gobierno. Pero lo fantástico es que en esos meses no pudimos ver a ninguno de nuestros parientes ni conocidos, salvo a este perfecto desconocido, a quien dimos apoyo y acompañamiento puntuales en medio de esa situación que ahora recordamos como insólita. 

Esa presencia totalmente casual en medio de la soledad de esos meses (y quizás debido a ello) lo mantiene en nuestro recuerdo casi como la llegada de un ser de otro mundo, en bicicleta, en medio de calles vacías y con la aparición de aves en cantidad y especies no vistas antes en el barrio. Rodeados de un clima de alarma y de muertes por doquier, como en una fantasía de ciencia ficción, solo que real y muy humana; sobre todo, (in)humana.        

Por eso me pareció lógico y plausible que –en la película– un varado, un perfecto desconocido, haya hecho migas con el protagonista y, empujado por las circunstancias (como nosotros con Wilbur), se haya unido a la ola solidaria de aquellos días, acompañándolo en sus periplos (y, de paso, cual trotamundos, tomando fotos y conociendo el país), para –ya contagiado por su drama personal– intervenir en el momento decisivo.           

Sin embargo, inicialmente, sentí que el tratamiento de este personaje era la única debilidad del filme, ya que su presencia y motivaciones están muy acotadas. Tiene una conversación con sus padres para abordar un vuelo de retorno, pero luego decide quedarse para apoyar a Ramón. Sin embargo, esto ocurre muy expeditivamente, no se precisa visualmente –cómo sí ocurre con el protagonista– ese momento de decisión, ese primer plano donde el personaje toma consciencia y “da el giro”. 

El mejor momento ocurre en una breve conversa entre ambos. Mateo se queja de que están encerrados, mientras que Ramón argumenta –en cambio– que el confinamiento ha abierto “una cierta libertad”: la de cambiar de vida. Lo que para él será una recuperación emocional (tras el duelo), mientras que para el peninsular será permanecer en el país. Este es también un diálogo fugaz, pero premonitorio.

El azar ha hecho que Mateo esté confinado en el Perú y, guiado por Ramón, ello se convierte en una especie de misión para ver cómo concluye el periplo de su nuevo amigo. Muchas veces el azar –la casualidad, lo inesperado, la suerte (la buena y la mala)– es quizá la única manifestación tangible de lo sagrado; entendido como aquello sobre lo que no tenemos control, aquello que “hay que soltar”, aquello que “hay que dejar a dios”, incluyendo –por supuesto– la muerte.

Desde este punto de vista, se justifica que el papel de Mateo esté tan acotado, que sepamos tan poco de él, que no esté muy desarrollado como personaje, y que sus apoyos sean tan puntuales, tan de “mano de obra”; salvo al final. Como agente del azar, como alguien aparecido “de la nada”, le corresponde mantener un cierto velo de misterio que le permite –como a un mago asombrarnos al sacar al conejo del sombrero– sorprender y enfrentar a Ramón, en fin, desahuevarlo (en el buen sentido), en el episodio cumbre.        

Las actuaciones y puesta en escena

Salvador del Solar Labarthe, director de Ramón y Ramón (2025).

No hay nada sobrenatural, ni mágico, ni místico, sino la sorpresa nacida de lo desconocido, pero humano. Por lo mismo, la actuación del español Álvaro Cervantes como Mateo es poco variada, casi protocolar, destacable al inicio y su punto de mayor expresividad –casi al final– queda a cargo de una máscara. 

En cambio, la actuación de Emanuel Soriano es notable, así sea solo por el hecho de permanecer ante cámaras en casi la totalidad de los planos de la película. De hecho, el tono contenido de la película reposa en su interpretación, en la que le toca mantener el control ora sobre su tristeza y vacío emocional, ora sobre un dolor y furia refrenados, en la que no falta el momento de desahogo antes mencionado. 

Aunque también hay los momentos exaltados y de cierto frenesí (en sus borracheras al inicio), que luego –en su conexión con Mateo– revelarán la fuente de esa deriva, y lo ubicará en el ámbito de sus responsabilidades. Conforme avanza la cinta, llegan los momentos de recogimiento e introspección que eclosionarán, con asertividad, aceptación y dolor, en las secuencias finales. 

Esta gama de temperamentos está muy bien dosificada por Soriano para desarrollar el tránsito del personaje durante el proceso de duelo, dentro de esos límites de comedimiento que la obra exige. Y, aun así, lograr que la emoción vaya aflorando y creciendo a partir del mencionado episodio del embalaje de la urna hasta el final. 

Cabe señalar que el actor ya tuvo una preparación previa para este tipo de papeles en Álbum de familia (2024), de Joel Calero, una cinta anterior en la que también se presenta un conflicto generacional, aunque –por supuesto– en una situación distinta. Solo esperemos que no lo encasillen en este tipo de papeles.

Los roles secundarios también están muy bien interpretados, pese a su poca exigencia; destacando Jely Reátegui, que compone a la prima provinciana, inocente, comprensiva y cariñosa con el protagonista; pero también ceñida a ese tono comedido y subordinada ante la presencia de una autoridad paterna. Así como los participantes en el vibrante, aunque enternecedor, recibimiento de los restos del otro Ramón en casa.

Parte sustancial de estos logros son posibles por el ya citado trabajo de planificación y dirección de Salvador del Solar, en su esfuerzo por ajustar la acción, los acontecimientos, los elementos alegóricos y los personajes de tal forma que no obstaculicen ni compitan con el nervio emocional de la cinta, centrada en el duelo y su superación. 

Aquí también destaca el trabajo de los guionistas Héctor Gálvez y el propio Salvador del Solar -basados en la historia original del productor Miguel Valladares- para delimitar, precisar y balancear con calculada exactitud todos los componentes de esta historia y hacer que avance y se enriquezca con los elementos de contexto debidamente jerarquizados, y que todo fluya de manera natural. Sin embargo, para quien no conozca ni capte tales componentes, la película quedará como un pequeño y emotivo relato de duelo y conflicto generacional, en medio de la pandemia y los recuerdos del pasado.  

La fotografía, a cargo de Inti Briones, ofrece también imágenes sobrecogedoras (por los distintos motivos antes anotados) de lo urbano y lo rural, destacando las diferencias en la forma de mostrar ambos espacios, pero a la vez siendo funcionales a la acción; mientras que la música juega un papel de soporte apropiado.       

En suma, Ramón y Ramón es una película intimista, contenida, conmovedora y deliberadamente menor, pero que se crece por los significativos elementos de contexto, también distribuidos acotadamente a lo largo de la obra, que le dan un mayor alcance, profundidad y proyección nacional a la narración. En eso reside su grandeza. Altamente recomendable.

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