Basada en la historia real de Aranzazu Berradre Marín, pseudónimo con el que se infiltró una agente de la Policía Nacional Española en la banda terrorista ETA durante 8 años.
Una buena película de suspenso no se sostiene únicamente en sus momentos de máxima tensión. Lo que realmente permite que funcione es lo bien contada que está, la fluidez de su narrativa, la importancia de los personajes para la audiencia y, sobre todo, la habilidad del director, o directora en este caso, para no quedarse en la acción sin sentido o en un mensaje básico subrayado de manera mecánica. La cinta de Arantxa Echevarría, ganadora del Goya 2025 a Mejor Película, no tiene menos mérito por ser un filme de género. Al contrario, resulta refrescante que se reconozca un proyecto que no se limite al drama, sino que aspire a conectar con un público amplio sin perder ambición artística. El problema, creo yo, es que aunque la forma es impecable, el contenido hace que la obra palidezca, generando más dudas que certezas en lo que debería sentirse más sólido.
Debo admitir que no conozco a fondo el contexto en el que se sitúa la historia. Apenas sé, de manera superficial, qué es el ETA y cómo el Estado enfrentó a sus acciones subversivas. Aun así, la trama de una protagonista obligada a llevar una doble vida para obtener información de los miembros de esta organización se entiende lo suficiente. El inconveniente es que Echevarría, desde el inicio, parece no conformarse con contar un thriller convencional. Da la impresión de que el género es solo una excusa para algo “más grande”. Con decisiones desconcertantes, como los saltos temporales o la casi total ausencia de tensión en el primer acto, la película pierde ritmo. Y, sin embargo, cuando abandona esas pretensiones y se concentra en una narración más lineal y cargada de acción, el resultado mejora.

Es evidente que el conflicto de Marina (conocida como Arantxa en el entorno de ETA) es, sobre todo, de identidad. Tras pasar tanto tiempo desempeñando su labor, prácticamente olvida quién era originalmente, viéndose obligada a vivir una vida que no le pertenece. Con el tiempo, incluso empieza a acostumbrarse a esa existencia, llegando a enfrentarse con sus superiores respecto al modo en que debe involucrarse. El recordatorio constante es que su tarea es una sola: desmantelar una organización considerada por el sistema como criminal y tóxica. Ese dilema moral es lo que mejor está trabajado, al menos hasta cierto punto. El problema es que, en su afán de otorgarle mayor peso, la directora termina descuidando la forma de contarlo, pretendiendo que la profundidad del trasfondo basta por sí sola.
Lo que juega en contra de la película es que, salvo el personaje de Arantxa, todo lo demás queda en un terreno básico y hasta caricaturesco. Esto dificulta empatizar con los sentimientos de la protagonista, porque su entorno se percibe artificial. Al final, el relato se resume en un esquema de culpa, donde el sistema es presentado como un ente maligno tan perverso como el propio ETA. Esa equiparación, lejos de la supuesta humanidad que se les atribuye a unos y otros, termina generando una visión esquemática e ideológicamente ambigua, que resta impacto a lo que el filme podría haber transmitido.

En conclusión, aunque La infiltrada está trabajada con oficio desde lo técnico, el problema es que carece de alma. Se perciben las intenciones de la directora por contar, a partir de un hecho histórico, algo con resonancia en el presente. Sin embargo, son justamente esas pretensiones las que hacen que la película funcione solo a medias, tanto como thriller de género como propuesta de corte social. Los “grandes temas” terminan pesando más que el propio cine, reduciendo lo que pudo haber sido un relato complejo y vibrante a un ejercicio demasiado calculado, que conmueve menos de lo esperado.
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