Johanne es una joven que se enamora de su profesora de francés, su primer amor. Sus sentimientos, profundos e incomprensibles, la llevan a expresarse a través de una serie de escritos íntimos.
Apenas terminó la película, Sueños (deseo, amor), ganadora del Oso de Oro en la Berlinale, una de las primeras cosas que pensé fue: “qué gran protagonista tiene”. Y es que si una película como esta quiere sostenerse de manera sólida, necesita un personaje central lo bastante humano y bien construido para acompañarlo durante toda la cinta, tanto en sus aciertos como en sus errores. Johanne, la protagonista, es una chica muy joven, cuya visión del mundo puede sonar exagerada y ridículamente poética, algo que el filme deja claro desde el inicio. El director Dag Johan Haugerud nunca pierde de vista lo desmesurado del relato y se apoya en la voz en off de la chica, con la que ella se erige como dueña absoluta de lo que vemos, libre de hacerlo tan meloso como desee.
Lo fascinante es que bajo esa capa de anhelo juvenil se esconden inseguridades y contradicciones propias de la edad, pero también de una sociedad ávida de historias que celebren el sufrimiento amoroso como si fueran tragedias intensas de melodrama. De ahí la presencia recurrente de las escaleras, que simbolizan la división entre sueños y realidad. Johanne prefiere habitar en la cima, desde donde controla la narrativa y escribe una intimidad que siente inviolable. Pero cuando su madre y su abuela leen este “texto prohibido”, ella se estrella con la realidad: pierde el control y queda expuesta, vulnerable ante la mirada ajena que juzga su romance platónico con su profesora, algo que en su mente no era tan platónico.

A partir de entonces, Haugerud aprovecha para ser incisivo respecto a cómo hoy se perciben estos sentimientos considerados incorrectos. Sin limitarse a criticar lo políticamente correcto, tan presente en Europa, retrata la obsesión actual por etiquetar todo como problemático o como material explotable comercialmente. Esa tensión se expresa en conversaciones entre la madre y la abuela de Johanne, donde la chica es minimizada y hasta culpabilizada por lo que escribió. Así, la película también cuestiona los límites que se imponen al arte y las historias que ya no es bien visto contar, o que si se cuentan deben aparecer en un tono distinto al original.
Como ambas mujeres están ligadas a la literatura, no saben qué hacer con el talento que descubren en Johanne, lo que incluso las lleva a replantearse sus propias decisiones de vida y su vocación creativa. Aquí la cinta corre el riesgo de dispersarse, ya que por momentos explora también los sueños de otros personajes, como la abuela, aunque de manera breve y superficial. Estos desvíos distraen del núcleo del relato y parecen excusas para introducir secuencias oníricas poco necesarias. Además, una interacción hacia el final se prolonga en exceso, explicitando de forma demasiado literal algunos de los temas ya sugeridos, lo que debilita parte de su fuerza inicial.
Aun con esos tropiezos, Sueños (deseo, amor) (Drømmer) es una película lograda. Similar en espíritu a La peor persona del mundo (Verdens verste menneske, 2021), explora desde una perspectiva juvenil el desencanto que dejan las fantasías que nosotros mismos inventamos. En un mundo obsesionado con mantener las apariencias y con la incertidumbre del futuro, Haugerud propone una obra honesta, tierna y brutalmente directa, sin temor a sonar cursi. Su interés no está en repetir fórmulas probadas, sino en arriesgarse con nuevas posibilidades y dejar que la vida nos sorprenda con historias inesperadas. Ahí radica su frescura y humanidad: en atreverse a soñar, aunque el golpe con la realidad sea inevitable.
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