Semana del Cine Ulima: “Romería” (2025), recuerdos que salen a flote


Fue en 2022 cuando conocí por primera vez el cine de la directora española Carla Simón, con un trabajo que, a decir verdad, me resultó bastante decepcionante. Se trataba de Alcarràs, una película que acababa de ganar el Oso de Oro en el Festival de Berlín, pero en la que yo no lograba encontrar la grandeza que muchos celebraban, sobre todo en comparación con su ópera prima. Curiosamente, antes de ver su tercer largometraje, pude ver Verano 1993 (Estiu 1993, 2017), su primera película, y quedé gratamente sorprendido. Al punto de pensar que tal vez Alcarràs me había agarrado en un mal momento y debía reevaluarla. Esa idea se confirmó con fuerza después de ver Romería.

Ver su más reciente film, inmediatamente después de su primer proyecto, terminó siendo un acierto. Aunque ambas forman parte, junto a Alcarràs, de una trilogía, ver la primera y la última entrega seguidas se sintió como una continuación profundamente coherente. Verano 1993 destacaba por su cualidad de cuento, contada desde la mirada infantil de Frida, una niña que teme quedarse sola tras la pérdida de sus padres. En cambio, Romería presenta a Marina, una protagonista más madura que, al igual que Frida, busca abrirse paso en un mundo desconocido, pero en este caso ese mundo es su propio pasado.

En este nuevo relato, el mar se convierte en un elemento esencial. Simboliza ese espacio insondable que los seres humanos nunca hemos terminado de comprender, tanto por su profundidad como por lo imprevisible de lo que puede encontrarse en él. El viaje de Marina es precisamente eso: una inmersión en lo desconocido. Ella también perdió a sus padres muy joven, víctimas del sida a fines de los años 80, y ahora desea reencontrarse con la familia de su padre para entender qué sucedió realmente. Lo que busca no es un legado material, sino un conocimiento emocional: comprender qué le dejaron sus padres, incluso si esa respuesta proviene de un lugar invisible.

La película no trata de deudas familiares, sino de revelaciones. Marina emprende una investigación pausada y dolorosa para descubrir qué secretos ha guardado su familia durante tanto tiempo. Esa búsqueda la inquieta profundamente, y es acompañada por otro elemento clave: la cámara. Marina, una suerte de alterego de la directora, es una aspirante a cineasta. La vemos filmar sin rumbo, registrar imágenes que parecen no conducir a nada. Ese gesto refleja su estado interior: una joven que, al no reconocer su pasado, tampoco logra encontrar inspiración ni pasión para narrar. Lo apasionante del filme es presenciar cómo ese vacío se transforma en una forma de entendimiento.

Más allá de ser un drama familiar, Romería no se inscribe en la estructura clásica del coming-of-age. Como en Verano 1993, Simón construye un relato de crecimiento, pero aquí los “fantasmas” del pasado ya no son lejanos: son presencias cercanas que la protagonista decide enfrentar. Solo al mirarlos de frente, y al escuchar lo que esos fantasmas tienen para decirle, puede producirse un verdadero crecimiento. La película es, en esencia, una reflexión sobre la memoria.

Aunque no podría calificarse como una historia de terror, el tono fantasmagórico está muy presente. Los silencios, la oscuridad y la puesta en escena refuerzan la sensación de que Marina se encuentra atrapada en un laberinto sin salida. Sin embargo, cuando logra hallar esa salida —a través de una secuencia onírica maravillosa— alcanza una forma de ascenso metafórico que representa el cierre de su búsqueda. Esa liberación marca el paso hacia un entendimiento más profundo, hacia el sentido que le faltaba.

Romería emociona porque la cineasta abandona la mirada infantil de sus trabajos previos para adentrarse en una exploración más cruda y adulta. Derriba la barrera de la niñez para revelar la dureza que hay detrás de la memoria, y muestra cómo esa herencia familiar se reorganiza a través del tiempo. Su guion dosifica la información con precisión, permitiendo que el espectador, al igual que Marina, vaya armando las piezas de un rompecabezas lleno de secretos. Más que sanar lo roto, lo que le interesa a Simón es reconocer las heridas, saber dónde se ubican y aceptar su existencia.

Una vez identificadas, ese reconocimiento se convierte en un acto liberador: el rumbo se traza, la cámara encuentra su foco y el plano perfecto finalmente aparece. Incluso con algunos excesos en su parte onírica —que, por más hermosa que sea, pudo haber sido algo más breve— Romería se impone como una película destacable. Es, sin duda, la mejor obra de Carla Simón hasta el momento, una pieza que cierra un ciclo y sugiere que la directora también está haciendo las paces con su propia historia. Lo siguiente que tiene por filmar aún está por venir, y si algo demuestra esta película, es que lo hará con una madurez y una sensibilidad cada vez más conmovedoras.


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