Semana de Cine Ulima: “Resurrection” (2025), soñar para morir y morir para filmar


Sobre los sueños se puede hablar mucho, especialmente acerca de cómo pueden representar situaciones hipotéticas dentro de nuestra vida cotidiana, pero también escenas que escapan completamente de la realidad. Aquellos que tienen la capacidad de recordarlos con claridad encuentran en ellos una gran fuente de historias.

Al final, los sueños terminan siendo una fuente inagotable de ideas que se manifiestan en nuestro subconsciente y que, para quienes basan su trabajo en la creatividad, resultan esenciales. No en vano existe esa situación en la que alguien dice: “Eso vino a mí en un sueño”. Los sueños son una herramienta poderosa que ha impulsado distintas disciplinas artísticas a lo largo de los siglos. Y si empiezo mencionando que rara vez recuerdo lo que sueño, es porque, cuando lo hago, casi siempre recuerdo cómo terminan: de manera súbita, a menudo con la muerte.

En muchos casos, esos finales ocurren en escenarios mortales. Cuando llega ese punto límite, el sueño acaba y al día siguiente comienza otro, como una lista de reproducción interminable donde cada episodio es distinto. Quienes tienen la capacidad de recordarlos y de plasmarlos en una obra de arte preservan, de algún modo, un componente profundamente humano del arte, que en tiempos como este, dominados por la tecnología, debe reconocerse con más fuerza.

Eso nos lleva al nuevo largometraje del cineasta chino Bi Gan. Desde el primer momento, el director deja claro qué será el centro de todo en su película: el cine, cosa que no es casual. Considerado el gran arte del siglo XX, el cine nació a fines del XIX y se desarrolló a lo largo del siguiente, atravesando múltiples transformaciones que todavía continúan. En poco más de cien años de historia, el cine ha cambiado junto con el mundo, y esas mutaciones se han vuelto cada vez más visibles.

Ya en sus anteriores largometrajes, el director nos había invitado a explorar su estilo onírico, buscando llevar su cine un paso más allá, expandiendo sus formas. Su película previa, Largo viaje hacia la noche (Dìqiú Zuìhòu de Yèwǎn, 2018), fue una gran demostración de ello. Si algo se recuerda especialmente de ese filme, es su extraordinario plano secuencia en 3D, realizado con una tecnología que ya no estaba en tendencia, pero cuyo uso revelaba a un director obsesionado con llevar el formato a otro nivel. Resurrection (Kuángyě Shídài, 2025) representa un avance más que no necesariamente está en lo tecnológico, sino en lo conceptual.

Esta vez, Bi Gan vuelve a sumergirse en el territorio del sueño. Imagina un futuro donde la humanidad se ha vuelto inmortal, pero ha perdido la capacidad de soñar. Aquellos que aún lo hacen están condenados a morir. En ese contexto, una mujer (Shu Qi) se introduce en la mente de un Fantasmer (Jackson Yee), alguien que todavía es capaz de soñar. A través de esta premisa, el director convierte la muerte en tránsito y el sueño en metáfora del impulso creativo que mantiene vivo al arte cinematográfico.

Desde ahí, Resurrection plantea una indagación profunda sobre el cine y su evolución: desde los primeros trabajos de los hermanos Lumière hasta el film noir de los años 40, pasando por el cambio de siglo y las nuevas formas de mirar más enfocadas, por ejemplo, en la juventud. Todo ello se narra desde un futuro hipotético en el que ya no es posible soñar, y eso volvió a los humanos inmortales. Esa idea encierra una declaración de intenciones: una preocupación por aquello que hizo grande al cine, por lo que nos impulsaba a sentarnos frente a una pantalla y maravillarnos con las historias nacidas de la mente humana, muchas veces originadas, precisamente, en un sueño que eventualmente debía llegar a su fin.

A través de la mente del Fantasmer, Bi Gan despliega cinco relatos distintos que a la vez pueden entenderse como cinco manifestaciones del arte cinematográfico. Cada relato se percibe como una dimensión diferente del sueño y del cine: formas, sensaciones y emociones que se entrelazan. Algunos críticos han interpretado que estas cinco historias representan los cinco sentidos —el oído, la vista, el olfato, el gusto y el tacto—, y que cada una de ellas corresponde a una forma distinta de percibir el mundo.

Pero más allá de eso, que es un hecho irrefutable, también creo que se puede leer como un intento de descifrar de qué está hecho el cine. ¿Qué elementos lo componen? ¿Qué percibimos de él como humanos con nuestros cinco sentidos? ¿Qué hace que una película nos emocione? Tal vez la ejecución formal, la fotografía o el diseño de producción; tal vez las emociones fuertes que nos genera o su naturaleza espiritual. En ese abanico de posibilidades, el cineasta construye una experiencia sensorial e introspectiva al mismo tiempo.

Las cinco historias abordan distintos tonos y géneros. Una reproduce el cine mudo de inicios del siglo XX, inspirada en el expresionismo alemán; otra transcurre en la China rural, cargada de misticismo; otras se acercan al cine criminal, a la historia de amor y a los relatos de violencia. Cada segmento parece responder a una pregunta sobre qué mantiene viva la pasión cinematográfica. ¿Será la forma?, ¿será el alma?, ¿será el amor o la violencia, como emociones extremas que el arte no deja de representar? En la última parte, se nos lleva a una historia de amantes que, en el último día del siglo XX, deciden unirse para ejecutar un acto de amor total, siendo todo filmado en un magnífico plano secuencia de media hora con una atmósfera que remite a los trabajos de Wong Kar-wai o Jia Zhangke. En conjunto, cada historia explora una época del cine, una textura emocional y una dimensión del deseo.

Todo esto también me hace pensar que el cine, como la cinefilia, es un viaje constante hacia otros mundos. Hacer cine y verlo implica desplazarse por universos paralelos. Esa condición exploratoria, que Bi Gan celebra, también responde a una inquietud contemporánea: cómo ha cambiado la manera de consumir películas. Resurrection es, en ese sentido, una reflexión sobre un arte que ha perdido parte de su misterio ante la saturación de pantallas y la velocidad del consumo audiovisual.

Ya se había visto algo similar en Holy Motors (2012) de Leos Carax o La bestia (La Bête, 2023) de Bertrand Bonello, películas que también transforman géneros y estilos en un mismo recorrido, intentando reflexionar sobre el estado del cine y su futuro. Pero lo que distingue a Bi Gan de ellos es su manera de aterrizar el discurso, su intento de teorizar sobre si existe realmente algo al final de ese camino. Donde Carax o Bonello parecen hablar desde la melancolía o el artificio —ambos de gran forma, vale aclarar— Bi Gan busca una verdad espiritual, una última oportunidad de redención para el cine.

Su grandeza radica en eso. Es una película que se resiste a ser comprendida del todo, una obra maestra inabarcable —por más cliché que suene— porque no busca ofrecer respuestas claras ni historias cerradas. Quien entre esperando una narrativa tradicional saldrá desconcertado. Pero quien acepte el desafío encontrará una experiencia que se siente como un sueño, una reflexión encendida sobre el poder de imaginar y crear.

Bi Gan apela a la pasión que uno como realizador siente por el cine, y que el espectador también comparte: esa necesidad de seguir soñando, incluso si eso implica morir. La película sugiere que, al igual que en los sueños, cada historia termina para dar paso a otra, y que en esa transición reside la esencia del arte. Las puertas —recurrentes en la película— simbolizan esa posibilidad de cruzar de un mundo a otro. Cada umbral encuadrado es una metáfora visual del cambio de formato, del paso de un sueño al siguiente, del tránsito entre realidades. En el universo de Bi Gan, siempre habrá una puerta abierta, una nueva historia por imaginar.

En ese sentido, la cinta también puede verse como un viaje perpetuo: un tren que nunca se detiene, un rollo de celuloide que gira sin cesar o un barco a la deriva que jamás llega a puerto. Día y noche, cielo y tierra: todas esas dimensiones conviven en su mirada. La película expande el cine hacia un territorio donde los límites entre lo real y lo imaginado se disuelven.

De esa manera, sin ofrecer certezas, Resurrection se despliega como un viaje hipnótico hacia el fin y la renovación del cine. Su última imagen —una luz que se apaga tras deslumbrar— funciona como metáfora del arte que arde hasta consumirse. Bi Gan no busca sepultar el pasado, sino consagrarlo, concediéndole al cine una última oportunidad de renacer. En su universo, siempre hay una puerta abierta, un nuevo sueño por cruzar, una historia por imaginar.

La película nos recuerda que, mientras exista alguien dispuesto a soñar, el cine seguirá existiendo, incluso si la forma en que lo conocemos está destinada a desaparecer. No solo habla del futuro del cine y de la historia que lo hizo grande, sino del poder del sueño como su forma más pura: una experiencia que, como la vida misma, termina solo para comenzar otra vez.


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