[Crítica] “Perfect Blue” (1997): la mirada que no perdona


Resulta impresionante cómo nuestros miedos relacionados con la observación constante no consensuada y la vigilancia digital han adquirido una complejidad mayor con el paso del tiempo. No se trata de fenómenos nuevos, sino de una evolución de temores profundamente humanos que se han extendido al entorno virtual, donde adoptan formas monstruosas que varían según quien las experimente. Por eso, revisar películas de finales de los 90 e inicios de este milenio como Carretera perdida (Lost Highway, 1997), de David Lynch, o Pulse (Kairo, 2001), de Kiyoshi Kurosawa, resulta aún más fascinante. Aunque en su momento parecían reflejar inquietudes propias de su época, hoy adquieren una nueva capa de significado, especialmente en un mundo donde la observación es inmaterial, casi etérea, una presencia que flota en el aire y puede irrumpir sin aviso.

Ambas películas muestran cómo la vigilancia altera la percepción de la realidad y empuja a territorios mentales inesperados. En la obra de Lynch, el mundo se desdobla y crea una ruta alternativa que funciona como escape ante una mirada malévola que nunca desaparece. En la de Kurosawa, el monstruo digital consume a los personajes como un agujero negro de información que lo devora todo. En medio de estos relatos, revisitar Perfect Blue (Pāfekuto Burū, 1997) gracias a su reestreno, en versión remasterizada en 4K, permite reencontrarse con un largometraje que aborda un temor igual de vigente: la obsesión por la viralidad y la fama, una amenaza que conserva su relevancia en 2025.

El japonés Satoshi Kon construye este relato desde la fragilidad de una protagonista que aún no es del todo famosa. Mima es una pop idol que forma parte de un trío musical en ascenso, pero cuando decide probar suerte en la actuación su vida toma un giro inesperado en el que el desconcierto de sus fanáticos tendrá consecuencias lamentables para ella. Es con este paso de un rubro a otro que el director retrata con precisión cómo una carrera aparentemente tradicional se contamina cuando surge la exigencia de exponerse cada vez más al ojo público. Ya no se trata únicamente de lectores de revistas o espectadores de noticieros, sino de una presencia inmediata e invasiva que opina en tiempo real y sin filtros. Ese tránsito hacia un diálogo más cercano y, al mismo tiempo, más aterrador define el calvario de Mima.

La protagonista casi no tiene agencia. Otros deciden por ella, pactan su futuro sin considerar su bienestar y lo hacen guiados por el rédito y la conveniencia. Esa pérdida progresiva de humanidad se materializa en un desdoblamiento entre su yo real y su yo idealizado, esa figura luminosa que aparece como un espectro dentro del encuadre y contrasta con un Tokio saturado de gente. La ciudad funciona como una masa ansiosa por consumir lo que se le ofrezca, indiferente al impacto que eso tiene en el objeto de deseo, que en este caso es Mima, expuesta a riesgos tanto en el mundo del pop idol como en la actuación.

La tensión se cristaliza también en la figura del acosador principal. Aunque es un personaje concreto que encarna la figura del stan, ese fan obsesivo tan presente en la cultura popular, Kon deja claro que no representa a un individuo aislado, sino a una multitud que se oculta tras la pantalla. La masa parasocial construye una relación ficticia con el ídolo, creyendo que este le responde. Esa perversión psicológica se desarrolla de manera gradual y Kon nunca pierde el control del delirio. No busca la fantasía gratuita ni una verosimilitud rígida, sino demostrar que esta amenaza es perfectamente palpable, dentro o fuera del subconsciente, como la historia reciente se ha encargado de evidenciar.

Internet se convierte en un espacio desconocido que exige cautela. Para Mima es algo nuevo, como lo era para mucha gente en los años 90, una herramienta con un potencial devastador si no se comprende su alcance. La cinta muestra cómo el espacio digital puede erosionar la confianza en uno mismo, amplificar inseguridades y reemplazar la voz propia por la del colectivo, estableciendo esto desde el inicio al presentar conversaciones de terceros antes siquiera de mostrarla. El mensaje es claro: importa más lo que se dice de ella que lo que ella piensa de sí misma. La fama, que empieza como una aspiración, se convierte en un mecanismo deshumanizante que devora expectativas e identidades, atrapando tanto a quienes están en escena como a quienes observan.

En conclusión, Perfect Blue resuena hasta ahora porque expone la evolución de la mirada y de la manipulación de la imagen. Kon muestra cómo una protagonista puede ser moldeada por quienes la rodean y también por la audiencia que la consume. El resultado es un relato que mantiene al espectador atento al siguiente movimiento del acosador mientras revela nuestra complicidad como observadores. Ese carácter performativo, la necesidad de convertir la vida en un personaje, evidencia las consecuencias psicológicas de vivir bajo una máscara. Y así, al igual que Lynch y Kurosawa, Satoshi Kon advertía desde mucho antes de las redes sociales sobre los peligros de una vigilancia que ya acechaba desde lo invisible.


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