[Crítica] “Nouvelle Vague (2025)”: Linklater frente al riesgo del branding nostálgico


Richard Linklater estrenó Nouvelle Vague en mayo de 2025 durante el Festival de Cannes, donde recibió una ovación prolongada y críticas divididas. Meses más tarde, la película llegó al Perú como parte de la programación de la Semana de Cine de la Universidad de Lima, ampliando su alcance en el circuito académico y cultural. Rodada en blanco y negro y en formato 4:3, se concibe como un falso documental o making-of que reconstruye el rodaje de À bout de souffle (Sin aliento, 1960), la obra fundacional de Jean-Luc Godard y emblema de la Nouvelle Vague francesa.

Más que una biografía, Linklater propone una inmersión en el proceso creativo: los ensayos, las improvisaciones y las tensiones que dieron forma a una película que cambiaría la historia del cine. A ello se suman declaraciones de principios y la filosofía de Jean-Luc Godard, que emergen en diálogos cargados de convicción. Guillaume Marbeck, en la piel del irreverente cineasta francés, pronuncia frases memorables, sentencias que aspiran a la posteridad y que, sin duda, pasarán al repertorio de la cinefilia más apasionada.

En este sentido, Nouvelle Vague dialoga con la tradición de los making-of, pero lo hace desde la ficción, recreando con minuciosidad la atmósfera intelectual y estética del París de finales de los años 50. De alguna manera, funciona como un buen acompañamiento del filme al que hace referencia. Hacía mucho tiempo que no veía À bout de souffle, conocida en castellano como Al final de la escapada o Sin aliento. Al ver la película de Linklater, decidí hacer un experimento: opté por una experiencia lúdica. Mientras avanzaba en Nouvelle Vague, que opera como un falso documental o making-of, iba alternando con À bout de souffle en el reproductor. Hacía pausas, retrocesos y saltos entre ambas, creando un diálogo entre las dos obras hasta completar el visionado.

De izq. a der.: tres fotogramas de Nouvelle Vague (Richard Linklater, 2025) seguidos de tres imágenes correspondientes del original À bout de souffle (Jean‑Luc Godard, 1960).

Atendiendo a las declaraciones de Linklater, quien define el filme como un ejercicio de recreación estilística más que una biografía, comprendí que debía mirar su making-of con cierta distancia emocional. Sin embargo, esa distancia se vuelve difícil cuando ante nuestros ojos desfilan no solo pontificaciones brillantes sobre la rebeldía creadora —muchas de ellas podrían ser citas auténticas—, sino también una decena de nombres históricos que refuerzan la sensación de rigor. Ese entramado nos conduce a sumergirnos, casi sin advertirlo, en el espejismo que Linklater construye: una ficción que se comporta como memoria y nos hace creer que asistimos al verdadero laboratorio creativo de Godard.

Aunque Linklater advierte que su película es un ejercicio estilístico, la puesta en escena está diseñada para producir la ilusión de rigor histórico. Los nombres que circulan —Pierre Rissient (Louis Garrel), Suzanne Schiffman (Léa Seydoux), François Truffaut (Vincent Lacoste), Claude Chabrol (Romain Duris), entre tantos otros— y las frases que suenan como manifiestos reales nos hacen creer que asistimos a un documento. Pero lo que vemos es una memoria reconstruida que se comporta como verdad.

Más allá de la recreación visual, Nouvelle Vague dramatiza el método Godard: jornadas que terminan abruptamente, ausencia de guion cerrado, improvisación como principio. Linklater convierte esas tensiones en relato, mostrando cómo la incertidumbre se vuelve motor creativo. Este gesto es fundamental porque desplaza la nostalgia del terreno pasivo —mirar el pasado con melancolía— hacia un espacio activo: revivir la lógica de riesgo que hizo posible la Nouvelle Vague. Así, la película no solo cita, sino que ensaya la ética de la ruptura.

Aquí surge la pregunta: ¿qué significa mirar la Nouvelle Vague hoy? Linklater evita la nostalgia complaciente; su filme no es un santuario, sino un espejo que cuestiona nuestra relación con el mito. En una época donde la cinefilia se consume rápido y la memoria se convierte en branding, Nouvelle Vague, la película, propone una nostalgia crítica: nos recuerda que el pasado no es un adorno, sino una fuerza capaz de contagiar rebeldía. Ese contagio, más que la cita o el guiño, es el verdadero sentido del homenaje.

La película es, a la vez, homenaje y examen: comprueba que el mito del primer Godard no es un fósil académico, sino una forma que puede reactivarse hoy para probar la disponibilidad del lenguaje cinematográfico. En ese sentido, Nouvelle Vague funciona como acompañamiento crítico del original: si el Godard de 1960 rompe las reglas para hacer de la calle un laboratorio, el Linklater de 2025 simula ese laboratorio para recordar que el cine, cuando se atreve, puede volver a ser riesgo.

Si algo inevitablemente se contagia al ver esta película es la rebeldía creativa de Godard. Linklater no solo reconstruye un rodaje mítico; reactiva la energía de un cineasta que hizo del riesgo su método y de la ruptura su lenguaje. En tiempos donde la nostalgia suele convertirse en branding, esta película ensaya un espejismo que no domestica el pasado, sino que nos obliga a preguntarnos cómo lo amamos y qué hacemos con ese amor. Yo, por mi parte, me prometo volver a mis guiones pendientes con esa urgencia de obra y con la advertencia que resuena: “la mejor manera de criticar una película es haciendo una”… y que “el peor de los pecados es ser cobarde”.

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