[Netflix] “Frankenstein” (2025): entre el romanticismo gótico y la redención latinoamericana


Luego de ver la película más reciente del mexicano Guillermo del Toro, volví al libro de Mary Shelley, que no leía desde el cuarto año de secundaria. Sentí que, para escribir una crítica justa, debía revisar comparativamente algunos elementos y la esencia del dilema que la autora planteó en Frankenstein; or, The Modern Prometheus. Mi propósito era indagar si esta adaptación no solo comprendió esa raíz gótica y romántica, sino si logró aumentar en audacia, profundidad y ensanchamiento filosófico, incorporando debates tanto pendientes como necesarios en los tiempos que vivimos, frente a sus antecesoras y, sobre todo, frente a la fuente original.

En cuanto al debate sobre la elección del guatemalteco-estadounidense Oscar Isaac como coprotagonista y las opiniones sobre su idoneidad, creo que algunas críticas podrían estar influenciadas por percepciones tradicionales sobre representación, más que por criterios estrictamente artísticos. Para mí, resultó natural que un actor latinoamericano ocupara ese espacio; no me descuadró en absoluto. Sin embargo, lo que puedo rescatar de esta polémica es que me llevó a reflexionar sobre cómo la decisión refuerza la tesis de que la adaptación de Del Toro tiene un corazón latinoamericano, no solo en el casting, sino también en la trama y la metatrama. Esto se confirma en la serie de declaraciones públicas del director, quien afirmó: “Creo que una de las cosas que nos conectó desde el primer día fue nuestra latinidad. Porque, obviamente, la sombra del padre se proyecta de manera distinta en la familia latina”. 

Esta afirmación atraviesa la película en su núcleo temático, donde la relación entre Víctor (Oscar Isaac) y la Criatura (Jacob Elordi) se lee como una paternidad fallida, marcada por la violencia heredada y la búsqueda de redención. Del Toro lo explica en otra entrevista: “En Frankenstein, la sombra empieza con el padre y se transmite a Víctor. Venimos de familias latinas donde la figura paterna es muy dominante”.

Este eje de la “sombra del padre” no es ajeno al origen literario del mito. Mary Shelley escribió Frankenstein en medio de una vida marcada por pérdidas y rupturas afectivas: la muerte de varios hijos, la relación turbulenta con Percy Shelley y, sobre todo, el distanciamiento con su padre, William Godwin, tras huir con Percy en 1814. Godwin desaprobó la relación y se negó a brindarles ayuda económica, lo que generó un quiebre profundo. Aunque años después hubo una reconciliación parcial, esta etapa dejó huellas en Mary, dividida entre la admiración intelectual hacia su padre y la necesidad de afirmar su independencia creativa.

Estos hechos se proyectan en la novela: un creador que abandona a su criatura cuando no cumple sus expectativas. La irresponsabilidad de Víctor Frankenstein dialoga con la biografía de Shelley, donde la figura paterna se convierte en un fantasma que recorre la obra y tensiona su núcleo ético.

Del Toro, al subrayar la herencia de la violencia en la familia latina, parece dialogar con esa dimensión íntima presente en Shelley. Llegados a este punto, como espectadores latinoamericanos, nos toca preguntar si la película logra insertar debates sobre la paternidad, la herencia patriarcal y la intensidad melodramática que el cineasta reivindica como parte de nuestra cultura. Ver la historia desde el corazón de la Criatura y desde Latinoamérica implica reconocer que esta versión no solo reinterpreta a Shelley, sino que reclama el mito para una sensibilidad propia, donde la figura del padre y la noción de perdón y redención adquieren resonancias políticas y afectivas.

Mary Shelley concibió Frankenstein como una novela epistolar con marcos narrativos —las cartas de Robert Walton contienen la confesión de Víctor, a su vez la novela incluye el relato de la Criatura—, y Guillermo del Toro preserva esta lógica. En la película, el equivalente de Walton es el Capitán Anderson, interpretado por Lars Mikkelsen, líder de la expedición ártica que encuentra a Víctor herido y perseguido. Este cambio mantiene la estructura original (la historia inicia en el Ártico), pero con un nombre distinto y una presencia más activa: Anderson escucha la confesión y dialoga con la Criatura en el desenlace, aportando un tono más dramático y humanista. 

Del Toro conserva el marco y alterna las voces, devolviendo a la Criatura su testimonio, rasgo que la crítica reconoce como una de las fidelidades más sustantivas. Esta estructura disputa la autoridad narrativa y abre una ética de la escucha: la Criatura no es un apéndice monstruoso, sino un sujeto que reclama reconocimiento.

El Romanticismo se articula en la novela a través de dos vectores: la experiencia sublime en la naturaleza y la intertextualidad con John Milton. Shelley convierte la naturaleza en un escenario de experiencias límite, un contrapeso frente a la razón instrumental. La Criatura, en su proceso de formación, se concibe a sí misma como Adán y como Satán, y la crítica ha mostrado cómo esta autopercepción tensiona la ontología miltoniana presente en El paraíso perdido. Del Toro traduce esa dialéctica en acción ética: su Criatura no se define por el discurso, sino por un acto que reconfigura su lugar en el mundo.

En el diseño de personajes, esta mirada también se hace tangible. Mia Goth interpreta dos roles: primero, la madre de Víctor, que muere en el parto, y más tarde a Elizabeth, prometida del hermano menor, William. Elizabeth no es solo un interés romántico: está fascinada por los insectos y la ciencia, y su vestuario es un manifiesto visual. “El vestuario de Elizabeth representa la naturaleza. Por eso conecta con la Criatura. Ella encarna lo sagrado y el mundo natural. Por eso viste de blanco, que es pureza. Es también la Criatura”, explica Del Toro. Esa elección no es decorativa: refuerza la idea romántica de la naturaleza como espacio de revelación y vínculo.

¿Dónde se percibe entonces la audacia romántica de Del Toro? No en una lista de recursos, sino en la manera en que la película respira sensibilidad ética y estética. Desde el inicio, conserva el marco ártico y la alternancia de voces, como en la novela, para que la historia se cuente desde la confesión y el testimonio. El verdadero giro, sin embargo, está en el corazón del relato: la monstruosidad deja de ser una cuestión física y se traslada al científico, a la figura de Víctor marcada por la sombra del padre y la vergüenza filial. Esa cadena de violencia, que Del Toro describe como “un drama familiar sobre la noción católica de padres e hijos y el dolor que transmitimos de una generación a la siguiente”, convierte la historia en una reflexión sobre la herencia afectiva más que sobre la arrogancia del conocimiento, esa soberbia que lleva a Víctor a creer que puede dominar la vida y la muerte.

A lo antes comentado sumemos la escena final, quizá la decisión más debatida del director: la Criatura liberando el barco y, luego, en un gesto de exhumación bajo el sol, la promesa de una vida nueva. No como un monstruo, sino como algo más cercano a lo humano: un ser que ha aprendido a perdonar, a redimirse y a aceptar que debe continuar. Del Toro confesó que peleó por esa imagen porque, para él, era “el único acto verdaderamente humano” del monstruo. Allí la película consuma su apuesta: la redención ocurre en la naturaleza. 

Hasta aquí, podría decirse que la película ofrece un mensaje con buenas intenciones: muchos saldrán conmovidos, pensando en la paternidad y en cómo nos relacionamos con los demás. Sin embargo, hay algo que me inquieta. En la novela, la Criatura asesina a William —el hermano menor de Frankenstein— con premeditación y por venganza, sin embargo la película transforma esa muerte en un accidente, una situación desbordada, o un acto no calculado. Considero que esta decisión no es menor: atenúa la responsabilidad moral del personaje y orienta la lectura hacia la empatía, sacrificando el dilema ético que Shelley planteó sobre la capacidad del marginado para elegir el mal. 

¿Es esto una manipulación para forzar nuestra simpatía? ¿O una apuesta coherente con la idea de redención que Del Toro ha defendido desde el inicio, cuando afirmó que su Frankenstein no es una película de horror, sino un drama sobre perdón y escucha? Al eliminar la violencia deliberada, la adaptación privilegia la posibilidad de reconciliación, no en una contradicción moral. 

Considero que esta película tendrá un efecto literario: despertará un revoloteo de curiosidad que conducirá nuevamente a los libros. Ya ocurrió con las adaptaciones de Pedro Páramo y Cien años de soledad, que impulsaron la compra de ejemplares. En mi caso, aunque leí Frankenstein en la biblioteca del colegio, hoy, después de ver la película, adquirí un ejemplar para revisarlo con otra mirada. Quizá ahí radique el verdadero impacto del filme: provocar que las mentes curiosas se alimenten de la fuente para ensanchar su propia visión.

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