Cinematografía personal, por César Bedón


Estoy leyendo un libro fascinante de Oliver Sacks acerca de los sordos, y este es uno de los datos con los que me encuentro: un bebé sordo, si tiene padres sordos que se comunican con él mediante las manos y el rostro, empezará a usar lenguaje de señas bastante antes de lo que le toma a un niño oyente comenzar a hablar. Y su cerebro se moldeará hasta hacerse agudamente visual.

Persona
El close up en ‘Persona’ de Ingmar Bergman

Cuando el crítico Roger Ebert, cuyos textos me enamoraron de la crítica cinematográfica a los veinte años, fue sometido a una operación que removió parte de su quijada –en sus últimos años la voz de Ebert fue la de una computadora– compartió en su blog una comunicación con el director James Mottern: Ebert había comentado que tenía ante sí la posibilidad de aprender lenguaje de señas, pero que tal asunto no lo entusiasmaba demasiado. Mottern lo urgía a hacerlo: entre otras cosas, afirmaba, el lenguaje de señas es el lenguaje más cinematográfico de todos. No permite mentir ni esconder los sentimientos. Hay pureza en la gestualidad humana, y ver gestualidad humana es lo que uno hace en el cine. «Si el lenguaje de señas fuera un formato fílmico, sería Technicolor 70mm visto en un domo Cinerama» escribió.

A partir de los tres o cuatro años el ser humano experimenta la llamada «amnesia infantil», y es por eso que nadie tiene imágenes del instante de su nacimiento o recuerdos de su cumpleaños número dos. Pero es evidente que uno de nuestros primeros contactos con el mundo –un contacto hecho con los ojos aún nuevos, con la mente aún sin lenguaje– es la visión de un rostro gigantesco tratando de entrar en foco. El rostro nos observa directamente, mueve ante nosotros orificios que luego llamaremos «ojos» y «boca». Tal contacto es, sin duda, sobrecogedor. No hay nada más poderoso, plantea repetidamente el cine de Bergman, que un close up: visto en la oscuridad de una sala de cine o en la pantalla de un televisor de 46 pulgadas, un close up o primer plano nos deja solos –indefensos– ante uno de los misterios más grandes que existen: el misterio del rostro humano.

Últimamente, comentaba el otro día con mi novia, suelo recordar mucho más mis sueños. Una de las cosas que encuentro particulares –probablemente esto no sea tan raro– es que mis pesadillas me ponen en situaciones que no me amenazan directamente. Quizás esto sea bueno. Mis pesadillas son del corte estoy solo en la oscuridad de esta antigua sala de cine, y veo al fondo la pantalla gigante donde están proyectándose estas imágenes aterradoras, y no tengo más remedio que verlas. No voy a mentir: las cintas que se proyectan son generalmente Pesadilla en Elm Street y La Profecía. Vi ambas películas siendo un niño, y recuerdo con especial gusto una noche de domingo con mis padres y mi hermana –yo tenía probablemente ocho años– cuando canal 4 transmitió La Profecía: he aquí a una familia de clase media en la oscuridad de su sala, asustándose ante un televisor Sony de 14 pulgadas. Recuerdo el decapitamiento del fotógrafo, y haber sentido mucho miedo del Anticristo, y recuerdo a mi madre dándonos una cucharada de agua de azahar a Ceci y a mí al terminar el filme. Agradezco ese recuerdo, como agradezco este otro: había un reproductor VHS en la casa –antes tuvimos Betamax, y el placer era alquilar ocho o diez películas piratas y verlas el fin de semana con mis tíos– y entre las múltiples películas vistas con mi madre, en lotes de tres o cuatro, estuvo Doble de Cuerpo, de Brian De Palma. Mi madre era una viciosa del cine, como fue en su momento una viciosa de la lectura o del crochet o de la repostería, y es gracias a ella que yo me enamoré de las películas… Vi absolutamente de todo con mi madre, quien nunca censuró un título por el hecho de ser yo un niño, y es por eso que a los doce o trece años tuve, al lado de ella, la turbadora y seguramente edípica experiencia de ver Doble de Cuerpo, con sus memorables escenas de calatas. Creo que era la primera vez que yo veía tetas en una película. Muchas gracias, mamá.

Body Double, de Brian De Palma.

Más o menos entre los dieciséis y los treinta años yo he pasado por la clásica etapa de devorador de cine, que incluyó visitas interdiarias a la Filmoteca de Lima por mucho tiempo. Uno podía ir hasta la primera fila, echarse en el suelo y sacarse los zapatos para ver en un ángulo contrapicado y maravilloso una película de Fellini o Tarkovski… Debe haber sido a los veinte años que empecé a escribir sobre cine en una lista de interés por internet –el asunto había comenzado a apasionarme– y es por esa época que supe de Laslo Rojas, otro de los marcianos que escribía sobre cine allí mismo, y que luego sería uno de los fundadores de Cinencuentro.

(Mientras escribo estas líneas, medios de todo el mundo reportan la muerte de Philip Seymour Hoffman… Era un genio, como sabemos. Que la muerte de un actor sea motivo de congoja tan extendida habla mucho, creo, sobre el rol que los actores –especialmente los actores de cine– juegan en nuestra sociedad: es un rol muy parecido al de los músicos. Ellos encarnan el vaivén de nuestras emociones. Son proyecciones de nosotros, y es por eso que nos duelen especialmente sus muertes: porque nos recuerdan que nosotros también somos mortales. Como los músicos, sin embargo, los actores de cine siempre mueren un poco menos. De alguna forma, parte de su alma ha quedado registrada.)

He escrito en varias ocasiones para Cinencuentro, y pienso que no hay otra manera de escribir sobre cine –sobre arte– que no sea desde la pasión. Pienso, también, que si no se escribe creativamente, como un desdoblador del origami, que es a lo que un crítico debería aspirar siempre, se corre el riesgo de convertirse en un reseñador –alguien que le describe el filme al lector– o cuando mucho en un reportero de las sensaciones experimentadas. Y eso abunda, pero sirve poco y no interesa a nadie más que a quien escribe.

Y está, además, la obligación de ser entretenido. Es particularmente importante en una época en la que leer –más aún, leer sobre cine– es cada vez menos popular. Y puede que a la crítica de cine se aplique, también, aquella máxima atribuida al músico Elvis Costello que dice «Escribir sobre música es como bailar sobre arquitectura». Hay que tenerlo en cuenta siempre.

Pero yo quería ejemplificar, de alguna forma, que las imágenes captadas con los ojos y el cerebro –entre las que se encuentran, desde luego, las imágenes del cine– son parte esencial de nuestra identidad (aunque estoy seguro de que los invidentes tienen un universo, desconocido para nosotros, de imágenes auditivas y táctiles). Yo mismo me he impuesto dos veces la labor de confeccionar imágenes: hablando en sencillo, he hecho dos cortometrajes, uno de ellos protagonizado por invidentes, y he hallado placer alucinante en ver lo que he imaginado. Y creo que el espectador compulsivo de cine, como lo fui yo en algún momento, es alguien que busca mirar sin ser mirado, estudiar la gestualidad humana, vivir vidas más interesantes… Milan Kundera habla de los egos experimentales, y lo hace refiriéndose a la novela, pero tal idea puede aplicarse perfectamente al cine. Y creo, también, que hay un riesgo al adentrarse en el mundo de las películas: tal riesgo es el escapismo. Pero siempre será mejor escapar de la realidad mediante el cine que mediante una droga como la cocaína, tan de moda últimamente, aunque quizás lo mejor sea no escapar en absoluto: el cine también puede ser fuente de conocimiento. Y en estos días el cine no es exclusivo de las salas de cine ni del formato del largometraje –mi gran experiencia cinematográfica del 2013, de hecho, fue la serie Breaking Bad, vista en mi casa– y yo creo que el cine acompañará al ser humano en lo que le queda de existencia. De algún modo, estamos hablando de una necesidad.

Buster Keaton y la tela para confeccionar imágenes.

De la misma forma, espero que Cinencuentro acompañe al ser humano en lo que le queda de existencia –unos cien o doscientos años– discutiendo y promoviendo la cultura cinematográfica. Felicitaciones a todo el equipo por este noveno, fantástico aniversario.

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Una respuesta

  1. Avatar de Carlos
    Carlos

    Gracias por compartir César.
    Me vino a la cabeza el caso de Helen Keller, el primer recuerdo de Tengo -el protagonista de 1Q84-, los VHS´s en el sótano de la biblioteca de la PUCP, y este corto: http://www.youtube.com/watch?v=yVSBrf7lCP4
    Saludos

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