La paisana racista: A propósito del estreno de “La paisana Jacinta: En búsqueda de Wasaberto”

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Como producto cinematográfico, «La paisana Jacinta: En búsqueda de Wasaberto» (2017) es un bodrio sin atenuantes. Provista de un guion plano y simplón, personajes mal construidos y prácticamente huérfana de dirección, esta película dirigida por Adolfo Aguilar es interesante solo como objeto de estudio antropológico, sociológico o de derechos humanos.

En efecto, desde la primera secuencia, aquella en los que se abusa de un dron para mostrar los paisajes de la sierra y una coreografía de baile, notamos a un director con poco oficio, escasos recursos creativos y deficiente manejo del lenguaje cinematográfico. No hay en el tratamiento visual o de la historia diferencia sustancial entre el producto televisivo rudimentario que se nos ha ofrecido por años y este de la pantalla gigante, por lo que la única justificación para ese tránsito debe de haber sido una oportunidad de negocio aprovechada sin ningún escrúpulo. Si no fuese porque la respuesta del público ha sido (in)comprensiblemente abrumadora (cerca de 300,000 personas la vieron en su primera semana, y a estas alturas se acerca ya al medio millón de espectadores), hubiera merecido el mismo destino de todas las películas mediocres que llenan nuestra cartelera comercial: la indiferencia.

Racismo estructural

Sin embargo, no podemos mantenernos indiferentes ante una obra que refuerza una de las mayores taras de nuestro país, contra la que no han podido ni 200 años de República. En el Perú la discriminación, y en particular el racismo contra amplios sectores de la ciudadanía, son estructurales. Eso significa que son conductas naturalizadas, que persisten como códigos sociales mayoritariamente aceptados. El racismo está tan presente que, como el aire que respiramos, se nos ha vuelto invisible. Pervive en la publicidad, allí donde los encartes y los carteles de Saga, Ripley y Wong se llenan de mujeres y hombres, niñas y niños rubios porque publicistas sin norte están convencidos de que se trata de “publicidad aspiracional”. Está en los cines donde un hombre con traje típico y rasgos andinos es impedido de ingresar porque el personal “cree que entró a pedir limosna”. Está en el Olivar de San Isidro, en Lima, donde un grupo de vecinos firmaron una carta de reclamo al alcalde por permitir que “personas que no son del distrito”, muchas como Jacinta, lo usen como si fuese “un parque zonal”.

Está en las performances de los cómicos ambulantes de la calle, tan pródigas en tratar al negro como bruto y ratero, y al cholo como ignorante y ocioso. Y está en la televisión, en horario estelar, en casi todos los programas “de humor” y “reality” en donde se difunde sin rubor un mensaje retrógrado y violento que solo sirve para mantener nuestro subdesarrollo. Así somos y así seremos y hasta nos da risa que así sea. Eso es esencialmente «La paisana Jacinta», un personaje que no nos atrevemos a echar desde hace veinte años. Y deberíamos.

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La paisana racista

Jorge Luis Luren Benavides Gastello (“JB”, 50 años) apareció en los años 90 como uno de los imitadores cómicos más destacados del medio, gracias a una mezcla interesante de humor político y comedia de situaciones. Si bien en sus años iniciales demostró creatividad e ingenio poco comunes, su carrera se estancó. Hoy, en una demostración palmaria de falta de ideas, su programa se vale de los mismos personajes, sketchs y gags de su primera etapa, repetidos hasta el hartazgo. Por ejemplo, su personaje de la tía Gloria es en realidad una imitación de la exministra de educación fujimorista Gloria Helfer, y «La Carlota» de Carlos Vílchez formó parte de una secuencia dedicada al cantante mexicano Luis Miguel, de gran presencia musical en los noventa y ya casi fuera de escena hoy. Pero si por algo ha destacado JB es por haber recurrido más que otros al racismo para sostener su “humor”, (aunque la homofobia y la xenofobia tampoco les son ajenas). Así lo ha hecho con el “Negro Mama” y otras caricaturas de afrodescendientes (“Jeta Jeta Uribe”, el ecuatoriano “Felipe Caicelo”, entre otros).

Es difícil entender a Jacinta fuera de los estereotipos negativos con el que el país ve a las mujeres indígenas: feas, sucias, destentadas, ignorantes, torpes, de hablar motoso. Aunque JB se esfuerce en decir que Jacinta es solo un personaje de ficción y que incluso es educativo. Aunque algunos periodistas hagan malabares argumentativos para hacer de este estropicio un tema de libertad de expresión (Renato Cisneros, entre ellos, acusa de racistas a quienes promueven un boicot contra la película y Beto Ortiz califica despectivamente de “intelectuales” a quienes evidencian el problema y afirma que la popularidad del personaje es signo de su bondad).

Pero la innegable popularidad del personaje lo único que hace es acusar la estructuralidad de nuestro racismo, porque también son populares la coima y los políticos corruptos (a los que elegimos con nuestros votos), y no por eso decimos que son buenos en sí mismos. Lo que decimos es que la corrupción también es un mal estructural, es decir, que ha pasado a formar parte de nuestro día a día, contaminando casi todos nuestros espacios como una enfermedad crónica con la que nos hemos acostumbrado a vivir. Elmer Huerta, uno de los médicos peruanos más importantes de América, ha expresado su indignación vía Twitter afirmando que «quien se ría de la Paisana Jacinta (…) necesita examinar su salud mental y evaluar su posición frente al racismo o la misoginia». En esa línea, como sostiene el psicoanalista Jorge Bruce, el racismo es también un tema del psicoanálisis; la expresión de un trauma, de un elemento perturbador de nuestra personalidad individual y social que necesitamos superar para seguir creciendo sanamente.

Contra el racismo

Si el racismo nos hace reír, debemos preocuparnos y actuar. La paisana Jacinta no es un personaje inocuo. Es sumamente peligroso sobre todo porque son los niños quienes suelen seguirla. En redes sociales circulan desde hace tiempo denuncias de bullying en las que en escuelas primarias y secundarias las niñas indígenas son apodadas despectivamente como “jacintas”, y el estúpido “ñañañaña” característico del personaje para acentuar su fealdad y suciedad, es usado para burlarse de su dejo y rasgos andinos. En vez de aportar con medidas para que este racismo colonial desaparezca, la empresa privada, las cadenas de cine y el Estado, a través de exenciones tributarias directas e indirectas, promueve un racismo sin fisuras que seguirá perpetuando la situación de exclusión de muchas niñas y mujeres. Peor aún, es claro que el Ministerio del Interior ha apoyado directamente este bodrio permitiendo que varias de sus escenas sean grabadas en una comisaría, del mismo modo que la Iglesia Católica prestando sus espacios y templos.

No deja de llamar la atención el carácter patológico del racismo naturalizado de JB, que tal vez se deba también a la influencia de esa tonta “publicidad aspiracional”. La niña ángel de la guarda que acompaña a la paisana es blanca y rubia, rasgos que similarmente comparten los tres otros personajes “buenos”: la empleada de la notaría, el cura de la iglesia y el comisario. En contraste, los malos son cholos o afrodescendientes: la notaria y sus dos secuaces torpes; aunque allí está también Julinho, aportando al brasileño corrupto como nuevo rasgo de xenofobia.

No hay que olvidar que el cúmulo de prejuicios racistas que representa Jacinta, y que el público que la sigue celebra hoy, es el mismo que llevó a las hordas senderistas y a algunos grupos militares a matar, violar y tratar como como animales a mujeres quechuahablantes durante la carnicería terrorista de los 80 y 90. Es el mismo que hizo casi imposible la lucha de María Angélica Mendoza de Ascarza, Mamá Angélica, y de muchas mujeres de la sierra central, que recibían burlas e insultos por su aspecto y lengua cuando iban por cuarteles y oficinas públicas exigiendo noticias de sus hijos desaparecidos. Es el mismo por el que hoy las trabajadoras del hogar, las “domésticas”, mayormente de la sierra, son prohibidas de usar los mismos baños, piscinas y playas que usan sus patrones, y por el que las deportistas Gladys Tejeda, Inés Melchor, Deysi Ccori y otras como ellas no reciben el mismo trato público de superestrellas que sí reciben Sofía Mulanovich y Natalia Málaga.

Un Estado que lo permite

Porque el racismo no da (no debe dar) risa es que nos llama la atención que el Ministerio de Cultura sea tan tibio en solamente deplorar que JB persista en su personaje, sin hacer nada más. Hace tres años el Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial de la Organización de las Naciones Unidas expresó su preocupación «por las actitudes discriminatorias que aún se encuentran profundamente arraigadas en la sociedad peruana y lamenta que en los medios de comunicación persista la difusión de estereotipos negativos de pueblos indígenas y de afroperuanos, como es el caso del programa televisivo La Paisana Jacinta». Por ello le solicitó al Estado peruano «tomar las medidas apropiadas (…) para evitar la propagación de mensajes, programas y publicidad que continúen perpetuando la estigmatización de los pueblos indígenas y comunidades afroperuanas mediante la representación de estereotipos». En esa misma línea recomendó también que se perfeccionase la tipificación del delito de discriminación (artículo 323 del Código Penal) para que los supuestos sancionables sean más claros y las sanciones, efectivas. [Leer el informe completo aquí]

El Estado casi nada ha hecho al respecto, confundido entre su escaso entendimiento del problema y el miedo ignorante a limitar siquiera un poco el sagrado derecho absoluto de la libertad de expresión. Si mañana JB crease un personaje llamado “El roto Pericles”, con el que trate a un chileno como trata a la mujer indígena peruana, tengan por seguro que la Embajada de Chile actuaría de inmediato y por diferentes medios y JB tendría que salir a pedir disculpas, asustado. Que con la Paisana Jacinta tenga el descaro de salir a enfrentar al Ministro de Cultura diciéndole que en vez de criticar a su personaje se preocupe por darle albergues y educación a las paisanas (otro prejuicio), demuestra que, como lo dijo el cholo César Vallejo, respecto del racismo hay todavía, hermanos, muchísimo que hacer.

(Publicado originalmente en el suplemento dominical “Semana” del diario El Tiempo de Piura, el 3 de diciembre de 2017).

Esta entrada fue modificada por última vez en 11 de diciembre de 2017 0:49

Ver comentarios

  • Muy buen artículo, coincido totalmente con ustedes, un cine peruano pobre, con pocas ideas, y siempre el mismo formato, forzando a creer que somos mayoritariamente blancos. Y
    con respecto a la "paisana Jacinta", la verdad siento vergüenza como peruano, no por la mujer andina, sino por estos pseudo cómicos, que degradan a las personas, una vergüenza, y como Sociedad nos falta muchisimo para crecer como nación, y se vio reflejado en esta película, muy lamentable, saludos

  • Buen articulo. Buena informacion y objetivo. Creo que a los peruanos nos gusta reírnos de nosotros mismos y ver a otros peor para sentirnos mejor. Es verdad, aun falta mucho por hacer.

  • Más allá de lo sociológico, a cierto cine peruano solo se le derrumba con las propias armas del cine: son bodrios por donde se le mire (como esta película del "director" Aguilar.

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