Ha concluido el Festival de Cine Francés en Lima y varias ciudades del Perú. Esta ha sido una gran oportunidad para ver buenas e incluso muy buenas películas. Una de las mejores es El consentimiento (Le consentement, 2023), de la realizadora Vanessa Filho. Y su tema no puede ser más fuerte, pero vigente: la pedofilia.
La naturalización del abuso a las niñas
Quizá lo que más sorprenda es que, allá por los años 80 del siglo pasado, la pederastia era relativamente aceptada en ciertos cenáculos literarios franceses, tal como sorprendentemente se muestra en esta película. La que está basada en una relación real entre Vanesa Springora, por entonces una niña de 14 años y el escritor ruso francés Gabriel Matzneff, en ese momento de 50 años.
El filme es testimonial y su fuente son las memorias de Springora, pero lo más importante es que describe todo el proceso de abuso sexual y control mental de la protagonista, cuyo origen es una relación de poder notoriamente asimétrica entre una niña de 14 años y un adulto de 50; el cual ya ha tenido antes este tipo de relaciones y gracias a ello puede manipularla casi desde el comienzo hasta someterla totalmente a su voluntad y abusarla sin freno durante años.

Aquí presenciamos un escenario de cierta naturalización de lo que hoy conocemos como una monstruosa aberración, pero que entonces esa aceptable en el marco de la libertad sexual que siguió al mayo del 68.
El filme muestra cómo, mientras la protagonista va entregándose a Matzneff, casi al mismo tiempo va tomando conciencia del proceso por el que cede el control de su vida y su propia voluntad, al abusador. Lo que ocurre en cinco grandes fases, más o menos traslapadas.
La primera es la reubicación de la niña en el entorno adulto del escritor, a costa de la separación de su grupo a amigas. La segunda, la dependencia casi total de la protagonista del abusador, al mismo tiempo que este sigue violentando a otras menores, a vista y paciencia de todos los de su entorno; amparado en su fama literaria.
Cuando ella, ya de joven, intenta separarse y es recibida por sus antiguos amigos de la escuela descubre que no puede adaptarse a las relaciones que serían propias de su edad. Aquí entra a tallar el peso del entorno adulto el que refuerza la dependencia de la protagonista, en términos emocionales y socioeconómicos, por encima del entorno juvenil al que ella intenta volver; el arrastre de lo anterior la deja oscilando dolorosamente entre ambos mundos.

Pero Matzneff no solo le robó su infancia y juventud, sino que también se apropió de la narrativa de la relación y la publicó bajo su pervertido punto de vista, en una novela y un diario. Es decir, que utilizó aquello que más amaba Vanessa: el arte literario, que ella practicaba desde su infancia, para someterla aún más a su control sicológico; socavando la confianza en su talento natural, afectando su autoestima y anulando su voluntad.
Una escena que se me quedó grabada es cuando ella intenta resistirse y lo cuestiona, y el tipo le responde con su habitual verbo manipulatorio, al mismo tiempo que va escribiendo todo en un diario, frente a ella, en tiempo real, el que posteriormente publicaría; ya que Matzneff era un escritor compulsivo y él mismo habría padecido abuso en su infancia.
Así llegamos a la adultez de Vanessa y la vemos fugazmente con esposo e hijo, pero conviviendo sicológicamente con Matzneff, quien la acosa hasta el final, mandándole mensajes manipulatorios desde su propio lecho de enfermo terminal. Mientras observa por televisión debates literarios en los que se le ensalza, justificando su pederastia.
La persistencia del abuso
Lo fantástico es cómo el poder del abusador se mantiene en la mente de la víctima a pesar del tiempo transcurrido, pero, sobre todo, cómo esta influencia emocional subsiste pese a que, racionalmente, ella ha entendido pero no ha podido superar el poder del abusador en su propia psiquis.

No es el mejor símil, pero algo parecido ocurre, por ejemplo, con el ludópata que ha perdido hasta su camisa en el casino. Es consciente de manera racional que está destruyendo su vida, pero, emocionalmente, no puede evitar seguir jugando.
La gran diferencia con el abuso es que ese apego (o adicción), esa dependencia emocional, ese sometimiento, ha sido impuesto desde fuera a la víctima, y ha sido reforzado por la tolerancia social a dicha imposición, sin medir las terribles consecuencias para la o el afectado (porque Matzneff también abusaba de niños).
Encuentro fascinante cómo la irracionalidad (por vía emocional) puede imponerse sobre una persona al punto de doblegar o anular su voluntad. Y persistir incluso cuando ya no hay ningún contacto físico con el abusador.
De esta forma se da respuesta también a la pregunta que algunos hacen de ¿por qué demoró tanto en hacer la denuncia? La respuesta es justamente la anulación de su voluntad, mediante el cultivo de la culpa, la vergüenza y las dudas sobre sí misma y el temor a la reacción del entorno social.

Hay un pánico íntimo que el abusador alimenta periódicamente y de muchas formas, lo que incapacita a su víctima para tomar las riendas de su vida, imponiendo la razón a la sinrazón del perpetrador. Irracionalidad que él ejerce o disfraza –paradójicamente– bajo el manto del arte.
Pero, además, por la fuerza de un entorno social tolerante con el abuso. Incluso su madre, inicialmente preocupada, cede ante Matzneff, ya que ve la relación sentimental con este como una posibilidad de futuro ascenso social para su pequeña hija.
Y algo que frena aún más a la víctima es que ella no solo tenía que superar su conflicto interno (así alimentado) sino también enfrentar el conflicto externo en un escenario potencialmente devastador para quienes habían tolerado el abuso. Entre ellos, escritores como Emil Cioran o Michel Foucault, junto a otros famosos, quienes, si bien no apoyaron las prácticas de Matzneff, ejercieron una cierta “complicidad pasiva”, amparados en su admiración literaria.
Y eso es justamente lo que denuncia Springora en su libro: una cultura del encubrimiento, en la que editores, críticos, periodistas, filósofos, todos sabían y nadie actuó. El libro causó un revuelo considerable al cuestionar los parámetros éticos del actual canon literario francés.
El cuestionamiento también incluye una reflexión sobre hasta qué punto el talento literario puede justificar la violencia contra los seres humanos y, específicamente, contra las mujeres y las niñas.

Un filme testimonial
Con la película (así como con el libro), Springora ha querido sacarse un peso de encima, como parte de ese proceso de sanación personal que, presumiblemente, continúa. En ese sentido, estamos ante un filme testimonial, el que no sigue estrictamente una ortodoxia clásica.
Si bien hay una transformación del personaje a partir de la reiteración y crecimiento de sus conflictos interno y externo, estos no llegan a resolverse, salvo al final, en que a lo sumo solo empiezan a superarse. Todo es un constante planteamiento y replanteamiento del mismo conflicto, en el que el trauma se desarrolla, se mantiene y se reactualiza con una implacable repetición.
Sin embargo, hay una cierta dialéctica que engloba toda la puesta en escena. El filme presenta de manera casi didáctica el proceso del abuso a lo largo de muchos años, lo que podría considerarse como la tesis. La antítesis sería que los hechos son contados desde el punto de vista de la víctima (como respuesta a lo publicador por Matzneff). Es decir, la misma película muestra y, simultáneamente, critica el abuso.
Y la síntesis, la superación de ese conflicto, está fuera de la película, y transcurre en el proceso de recepción de la obra por el público; o sea, en el revuelo causado. Por tanto, no estamos tan lejos de un enfoque dramático clásico u ortodoxo.

Demás está decir que en esta obra se evita el morbo, el maniqueísmo y la vulgaridad. No obstante, esta es una película fuerte y dura. Aunque no se ve nada explícito y las relaciones íntimas entre la niña y el escritor están acotadas, de todas formas, no dejan mucho a la imaginación del espectador.
Este es otro desafío que nos plantea el filme, y el arte en general, que es el de ejercitar (o ejercitarnos) en ver el cine con una mirada crítica, objetiva y distanciada; es decir, evitando entregarnos a nuestras emociones, pero sí refrenándolas en lo posible y tratando de explorar aquellos confines de la condición humana que muchas veces preferiríamos no ver.
Ese es justamente el tratamiento de la película. Sin embargo, esa es también –y muchas veces– la parte incómoda pero necesaria del arte: la de revelarnos la desdicha que ocasionalmente se genera a nuestro alrededor, por acción u omisión. En ocasiones, como la presente, develando la violencia oculta ante los propios ojos de una elite literaria generalmente crítica frente a los atentados contra los derechos humanos.
Tal como lo presenta la realizadora Vanessa Filho, la fuerza y credibilidad de El consentimiento reside en las notables actuaciones de Kim Higelin, como Vanessa y de Jean-Paul Rouve, como Matzneff. Higelin describe con infinidad de matices y momentos de gran delicadeza la transición de la infancia a la adolescencia en medio del terremoto sexual que la violenta; así como los momentos de contenidos ira, dolor, resistencia y frustración. Mientras que Rouve compone un personaje refinado que exhibe una cierta frialdad, pero también una lograda autenticidad en la ejecución de sus deseos perversos; evitando lujuria excesiva.
El resto de los actores cumple satisfactoriamente, destacando Laetitia Casta, como la madre de Vanessa y Élodie Bouchez, como Vanessa adulta.
También interesante la composición de los encuadres y el montaje para mostrar una cierta fragmentación de la acción durante algunos tramos de la cinta (sobre todo en el bloque inicial), donde se sugiere la violencia que se está sufriendo la protagonista, mientras se muestran traslados y actividades cotidianas.
En suma, una gran película, dura e intensa, pero también cuestionadora en asuntos trascendentales en torno a un tema complejo y de inocultable vigencia en el presente; en que el fenómeno tratado se mantiene o expande en forma clandestina por el mundo. Altamente recomendable.
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