Orsolya, consumida por la culpa tras el suicidio de un hombre vinculado indirectamente a sus decisiones, busca alivio espiritual consultando a personas que le ofrecen caminos diversos: caridad, espiritualidad o religión. Mientras transita esta búsqueda, reflexiona sobre su responsabilidad en un sistema indiferente.
Nuevamente me encuentro con un largometraje del rumano Radu Jude y muchas de las impresiones generales que me deja no son muy distintas. Sin contar aquel muy olvidado visionado que tuve de Aferim! (2015), este es el tercer largometraje que veo de él, luego de Bad Luck Banging or Loony Porn (2021) y Do Not Expect Too Much from the End of the World (2023), donde ya es inevitable sentir un patrón: la coyuntura. No podría considerarme un experto en su cine y decir que siempre fue así, pero al menos en el terreno del largometraje de ficción (no he visto ni sus cortometrajes ni sus documentales), luego de la pandemia, es evidente esta fascinación que Jude tiene por retratar el mundo en el que vivimos en el preciso instante en que lo graba.
Para su suerte, tanto en las dos anteriores como en esta nueva, dicho experimento, mal que bien, me parece que le funcionó, probando el ácido cronista que puede ser por su modo de contar historias sobre cancelación, precariedad laboral, redes sociales o, como es en el caso de Kontinental ’25, la culpa. En esta nueva película, el cineasta usa la culpa para meterla en un laberinto de dudas que parecen ir, de forma deliberada, hacia ningún lado. Orsolya, muy arrepentida del terrible acto que un hombre que no le hizo nada a ella terminó cometiendo, busca a lo largo del metraje algo que pueda librarla de toda culpa y estar con la conciencia tranquila.
La cuestión es, ¿qué es ese algo? La respuesta va variando a medida que se encuentra con distintos personajes, como una amiga que le dice que done su dinero a alguna ONG, un viejo alumno que le habla de espiritualidad y otros conceptos new age, o un sacerdote que, como era de esperarse, la invita a volverse a apoyar en la religión. Para el cineasta, estas tres cosas terminan siendo más o menos lo mismo: alternativas escapistas que pretenden librarnos de cierto «mal» que en realidad no tiene la forma que se cree. Dicho mal está en otro lado, disfrazado de aquello que se piensa que traerá confort o una falsa idea de progreso, cuando termina siendo más de lo mismo, pero con un envoltorio distinto.
La prueba de eso está en la presencia de los dinosaurios, los cuales aparecen desde el inicio, como unos viejos animatrónicos que, a mi parecer, cumplen un doble rol en cuanto a las ideas que el director pretende elaborar. Por un lado, es sabido que los restos de los dinosaurios yacen debajo de la tierra, así como termina el hombre que se quita la vida por culpa de la labor de Orsolya, cuyos restos no serán más que algo que quede por debajo de algo nuevo (el hotel que se va a construir en la propiedad que Orsolya le pidió que abandonara), olvidando por completo quién fue, dada su condición de marginal y, por lo tanto, inútil dentro de la sociedad capitalista.

Por otro lado, los dinosaurios también representan viejas costumbres que se supone han quedado atrás en pro del progreso y la modernidad, pero que en realidad nunca se han ido y solo se han transformado en otras cosas. Si algo tienen en común estos dos lados es lo cíclica que nuestra sociedad termina siendo, con la gente de a pie, como la protagonista, prefiriendo no encarar el problema con la seriedad debida para, al final, solo entregarse a los mismos placeres banales. Esos placeres no son más que lujos que pocos se pueden dar frente a un grueso de gente que solo se hunde más por el aumento del tamaño de las grietas socioeconómicas.
Todo esto Radu Jude lo maneja bien, dividiendo el viaje de la protagonista en segmentos marcados por largas conversaciones, donde la gente, como los dinosaurios, solo evidencia que los prejuicios y visiones de siempre siguen dando vueltas por ahí. Por eso, la respuesta a ese “algo” que ella busca para librarse ya estaba delante nuestro desde siempre, tomando la forma de esos vicios amables que el consumismo y el chovinismo nos ofrece.
Ahora, por más que en conjunto la cinta funcione, siendo divertida y reflexiva a la vez, en cuanto a fallas me gustaría regresar a lo que dije al inicio. Con Kontinental ’25, he notado un «mal» importante en el cine de Radu Jude: lo excesivamente coyuntural que es, justo el patrón que percibí en sus últimos largometrajes. Sin duda es un cronista de nuestros tiempos bastante ácido e introspectivo, pero siento que el gusto que uno puede tener hacia sus películas es muy «del momento».

A lo que me refiero con eso es que no sé qué tanto sus películas puedan aguantar un revisionado. Sí, hay ideas que a nivel macro cuentan con cierta atemporalidad e incluso, siendo muy propias de Rumanía, aplican sin problemas a otras realidades como la peruana. Sin embargo, dudo que los discursos que maneja (apoyados por temas muy en boga en este momento) o las cuestiones formales en las que se apoya, como grabar con un iPhone de la forma más cruda posible, sean elementos que puedan sostenerse con el paso del tiempo.
Esas cuestiones, sumadas tal vez a una forma más prolija de cerrar sus ideas, son las que, a mi parecer, podrían haber hecho de la película algo mucho mejor. Fuera de eso, Kontinental ’25 no deja de funcionar como otro punzante trabajo de una de las voces más interesantes del cine internacional actual, que, con sus aciertos y flaquezas, sigue generando conversación.
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