Festival Al Este: “Una calle de amor y esperanza” (1959): la condescendencia no salva


Kyōko vive con su madre viuda e intenta ganarse la vida vendiendo palomas en la calle. Un día engaña a una chica para que le compre una, desatando una relación marcada por el engaño, la necesidad y una creciente desesperanza en medio de la pobreza urbana del Japón de posguerra.

Rara vez suelo iniciar la filmografía de un director consagrado con su primera película, lo que refleja lo desordenada que puede ser mi cinefilia. No todos pueden decir que comenzaron con Orson Wellen en Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941) o como David Lynch con Cabeza borradora (Eraserhead, 1977), como para que la ópera prima sea ese punto de partida por el que uno quiera conocer el trabajo de un director que, tal vez, tiene sus obras más populares y mejor valoradas ya con más experiencia.

Claramente, este es el caso del japonés Nagisa Ōshima, conocido por obras de gran relevancia hechas cerca al ocaso de su trayectoria, como El imperio de los sentidos (Ai no korîda, 1976) o Feliz Navidad, Mr. Lawrence (Merry Christmas, Mr. Lawrence, 1983). Hasta hoy no he tenido la oportunidad de ver dichos filmes, y aunque tengo pendiente hacerlo, el destino me llevó antes al primer largometraje de Ōshima (visto en 35 mm gracias al Festival Al Este), uno que, como era de esperarse, pondría los cimientos de lo que, ya con mayor oficio, haría en sus trabajos más celebrados.

Ahora, con todo lo que estoy diciendo, no quisiera que se me malinterprete y se piense que trato a Una calle de amor y esperanza (Ai to kibo no machi) como un trabajo menor, creyendo que por ser su primera película tendría el perdón reservado a los principiantes. Volvamos a las óperas primas antes mencionadas, donde desde el inicio se notaba el talento de quienes estaban detrás de cámaras. En la cinta de Ōshima no diría que se alcanza esa maestría, pero desde ya se percibe a alguien con una visión del mundo clara y un manejo de cámara lo suficientemente prolijo como para saber que estamos ante alguien que sabe lo que quiere contar y, en este caso, lo hace con fiereza.

Esa fiereza viene acompañada de un deseo evidente de sacudir una narrativa clásica con la que parece arrancar. Cuando se nos presenta a Masao, observando lo que hace, cómo lo hace y quiénes se acercan a ayudarlo, uno piensa que estamos ante un drama social clásico de superación. El cineasta va dejando, poco a poco, una serie de detalles que parecen apuntar hacia esa dirección, mostrando una lucha interna entre hacer lo que se debe y lo que se quiere hacer. Por un lado, su madre desea que estudie para salir de la pobreza en la que viven. Por otro lado, él quiere trabajar, buscando una forma de ascenso más rápida, sin dejar de lado su negocio con las palomas.

El uso de estos animales como mercancía reutilizable simboliza, de cierto modo, la naturaleza engañosa de la película. Sabiendo que este animal suele tener una connotación pura, sagrada y, justamente, de esperanza, que el protagonista lo utilice como un bien del que puede sacar rédito fácil revela los matices que lo componen como personaje, ya que no deja de hacer esto con un objetivo mayor, en favor de su madre y hermana. Además de él, también juegan un rol importante Kyōko y Miss Akiyama, dos mujeres que, desde enfoques distintos, ven en Masao a alguien que, por su estilo de vida desfavorecido, merece ser ayudado, lo quiera o no.

Es a partir de ese punto que uno empieza a notar las verdaderas intenciones de Ōshima. Ya antes mencioné el deseo por sacudir una narrativa clásica, lo que nos lleva al cierre del relato. Sin entrar en detalles, ahí se evidencia que, lejos de construir ese relato típico en el que el pobre, con ayuda de alguien de una clase socioeconómica superior, es salvado y logra ascender socialmente, lo que se muestra es una cruda realidad que se va torciendo progresivamente. Esto se refuerza desde lo visual, a medida que notamos que el supuesto interés por ayudar no era más que condescendencia y falsa empatía.

Las intenciones del director son claras: la gran maquinaria del poder está lejos de tener ese aparente cariño y entendimiento que dice poseer. A fin de cuentas, no ve a los pobres como iguales, sino como peones, y Masao, al igual que el propio Ōshima, lo sabe. Como espectadores, terminamos cayendo en cuenta de la gran ironía que encierra el título. En Una calle de amor y esperanza, lo que menos vemos es precisamente eso.

En su breve duración, que por momentos puede sentirse algo estirada, se revela una visión lúcida sobre el funcionamiento real del mundo, retratando con talento la hipocresía de una clase alta frente a una más baja, anticipando lo que cineastas como Bong Joon-ho convertirían en un sello autoral. En conclusión, lo que tenemos aquí es una ópera prima que va directo a la yugular, y que, como algunos de sus personajes, se disfraza de algo que no es para contar, de forma dura, una realidad que sigue vigente.


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