Festival Al Este: “Historias crueles de juventud” (1960): entre la ternura y la fatalidad


Makoto es una joven de clase acomodada que se involucra con Kiyoshi, un chico violento y marginal. Lo que comienza como un romance impulsivo pronto se convierte en una relación tóxica, marcada por el deseo, la rebeldía y la autodestrucción. Juntos deambulan por una ciudad indiferente, mientras su historia de amor se desborda en violencia, reflejando el desencanto de una juventud perdida en su propio país.

En su ópera prima Una calle de amor y esperanza (1959), Nagisa Ōshima abordaba, desde el drama social, esa fascinación superficial que las clases altas tienen por las clases bajas. En dicho filme se limitaba a hacer una observación simple pero efectiva de lo poco que, en realidad, esa falsa caridad termina aportando. En su segundo largometraje, Historias crueles de juventud (1960), decide llevar las cosas a un nuevo nivel, con esa fascinación volviéndose prácticamente un fetiche, uno que la protagonista femenina termina sintiendo hacia el protagonista masculino. Dicho en términos actuales, podría decirse que el cineasta, sin quizá proponérselo, abordó lo que hoy entendemos como una relación tóxica y las consecuencias que esta puede traer. Y es que la película, nuevamente, decide explorar los conflictos con mayor profundidad que en el trabajo anterior.

Al ser contemporáneo a un movimiento clave dentro del cine como fue la nouvelle vague, aquí vemos también ese deseo por mover la cámara de formas diversas y recorrer las calles con la esperanza de que algo surja en la acción. En este caso, vaya que sí sucede. Estamos frente a una película con un componente urbano importante. Esto no solo se manifiesta en el lugar donde los personajes se conocen, sino también en el componente de seducción que representa la ciudad, como si fuera el espacio natural de la pareja, que no tiene más que hacer que deambular por ella mientras se enamoran y atraviesan una serie de problemas que escalan progresivamente. Hasta ese punto, la película resulta eficaz, ya que nos deja claro que estamos ante un director con un estilo lúdico que no juega con las formas por mero capricho, sino con un propósito claro: denunciar la hipocresía de la sociedad que retrata.

Mientras Kiyoshi debe subsistir como puede, siempre con la muerte rondándolo, Makoto, quien proviene de una familia acomodada, percibe su modo de vida como una aventura de la que poco a poco se enamora, pese a la desaprobación selectiva de su entorno (por ejemplo, su hermana no recibe el mismo escrutinio). Irónicamente, también se enfatiza cómo esta pareja refleja el desencanto de una juventud que vive de lo efímero, algo que, en verdad, no ha cambiado mucho desde entonces. A medida que los peligros de la vida de Kiyoshi y la violencia que marca su relación con Makoto se intensifican, como espectadores, a pesar de que no deberíamos, sentimos cierta empatía por ellos. Similar a lo que hace un maestro del cine contemporáneo como Sean Baker, Ōshima encuentra en la marginalidad y en personajes que podrían parecer detestables una forma de radiografiar el mundo moderno y sus contradicciones, elevando con cada escena la intensidad de su historia.

Como Baker, Ōshima también entiende que en la vida real no siempre hay finales felices, por eso lleva esta fantasía de violencia y toxicidad romántica hacia una trágica fábula urbana, donde los personajes viven de manera inmediata, sin pensar en el futuro. Lejos de juzgarlos, el director les concede la dignidad de mirar su situación de frente, sabiendo que han llegado hasta ese punto por sus propias decisiones. Esas decisiones, lamentablemente, funcionan para criticar el descarrilamiento de una juventud japonesa que, si no lucha de forma coherente, termina cayendo en el abismo.

En suma, Historias crueles de juventud (Seishun zankoku monogatari) reafirma a Ōshima como un cineasta dispuesto a incomodar y señalar con crudeza los vicios de su sociedad. Aun así, esta segunda película se sitúa en un escalón por debajo de su ópera prima o de lo que vendría después. Su discurso, por momentos demasiado verbalizado, entorpece el dinamismo del relato. La dimensión política, que podría integrarse de forma más fluida, a veces aparece forzada mediante insertos que, si bien aportan en la lectura global, se sienten ajenos al desarrollo orgánico de la trama. A pesar de eso, es una obra valiosa por su estética rebelde y su voluntad de confrontar, visibilizando a una juventud desencantada sin condenarla, dándole más bien voz en medio del ruido social que la aliena.


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