Festival de Lima: «Punku» (2025), de Juan Daniel Fernández Molero

punku peru 2025

El mal está en todas partes

Alguna vez oí a un público peruano quejarse de que en su cine no se han explorado lo suficiente temáticas de culturas alejadas de lo que ofrece la metrópoli y que en la cosmovisión pre conquista española hay historias y personajes merecedores de ser llevados a la pantalla grande. Quizás este reclamo nacionalista está cargado también de que se dé una visión entregada al espectáculo, donde esta tradición pierde su sentido para servir al espectador como herramienta de turismo o conocimiento, más que al entendimiento de ella. Es por eso que me pareció interesante el tipo de respuesta que dio Juan Daniel Fernández Molero con Punku (2025), su tercer largometraje, que explora el mal a través de tres niveles: el costumbrista, el social y el tecnológico, donde se establece una atmósfera en la que encapsula su cinta no lineal.

En base al primer punto, Fernández Molero establece el primer contacto maligno, que es a través del folklore, representado tanto con la presencia de un duende como del pishtaco. El director sitúa a estas criaturas no solo como un mal absoluto, que sería lo convencional dentro del folk horror, sino que les da un enfoque ancestral, tanto en la caracterización del pishtaco con un montaje entre contemplativo y agresivo, como en la del duende, con una presencia ritualista y onírica, donde el stop motion y el film en blanco y negro le agregan su propia narrativa en cuanto a sus encuentros. Lejos de ser un estilo de exotismo, el director prefiere jugar con el simbolismo de estos personajes para darles un lenguaje propio, donde quien pasa por todo el proceso es el niño Iván.

El mal social es quizás el que más tensión genera en la película, debido a su mayor acercamiento a la realidad y que rodea, sobre todo, a Meshia, una adolescente que intenta lograr el sueño de salir de su comunidad para ser famosa en la ciudad. Lo que parece una historia de superación es, más bien, una inserción de la joven dentro de la boca del lobo, donde la jungla de cemento resulta más peligrosa por este miedo consciente del potencial abuso sexual alrededor de la mujer. Fernández Molero propone que no hay un lugar a salvo por completo. Tanto en las luces de neón como en la oscuridad de Cusco hay un ambiente siniestro, que se representa con un lenguaje audiovisual a través de una cámara digital “convencional” que evoca momentos poéticos, pero también cargados, donde ese mal está ahí, lo percibimos, pero optamos a veces por negarlo.

El último apartado de Punku, y que nutre otro tipo de malicia no tan directa pero que sí termina influyendo en la gente de la película, es la constante alienación que arrastra Quillabamba como símbolo falso del progreso. Se introducen estos elementos en la cotidianeidad que, por un lado, la priva de una identidad propia para adoptar otras culturas en pro del mercado (tiendas de ropa otaku, disfraces de Halloween de superhéroes, referencias temáticas a series de plataformas de streaming), y también de una distorsión de las características de la zona de Quillabamba para dotarla de un atractivo turístico (como en la ya icónica escena de la conversación entre Meshia y su compañera de trabajo, con vestimentas incorrectas, mientras las separa un cuadro de Tarzán). Está presente esta amenaza ideológica a través de la digitalización, que es otra propuesta en cuanto a formato que contrasta con la cinta (filtros de Instagram o trends de TikTok), donde se siente la presión por encajar en este nuevo mundo.

En resolución, Punku se construye como una exploración del mal que trasciende desde múltiples frentes: la herencia de mitos y temores ancestrales, la violencia y explotación presentes en la vida contemporánea, y la alienación que trae consigo la modernidad disfrazada de progreso. A través de una narrativa y formato no convencional y una puesta en escena que combina lo ritual, lo poético y lo digital, Fernández Molero logra que cada nivel de la película dialogue con los otros, formando un retrato complejo donde tradición y tecnología se cruzan sin perder el misterio ni la perversidad en todos sus niveles.


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