Fernando, joven peruano y hablante de quechua, emprende el ambicioso proyecto de llevar una de las películas más icónicas del cine animado a su lengua materna. En el camino, se enfrenta a dilemas legales, desafíos técnicos y una industria poco acostumbrada a pensar en públicos indígenas, en una travesía que pone en el centro la relación entre lengua, identidad y acceso cultural.
Dentro de lo que se entiende como una “educación cinéfila”, algo en lo que se insiste con frecuencia es en considerar el doblaje como una opción inferior. No hace falta explicar aquí las razones, porque sobran. La cuestión es que, en tiempos en los que el doblaje parece haberse convertido en la norma, ver películas en su idioma original se siente como una forma de resistencia para quienes no queremos que la experiencia ni la intención de la obra se alteren, y así podamos verla como se supone que debe verse. Sin embargo, es necesario reconocer que, en cierto modo, tener la oportunidad de ver películas en su idioma original también es un privilegio del que debemos ser conscientes. Si bien hay quienes recurren al doblaje por simple costumbre o comodidad, también hay un número considerable de personas que lo hace porque no tiene otra opción, por cuestiones de comprensión.
Ahora, la pregunta es: ¿qué pasa cuando incluso el doblaje al español se convierte en un privilegio? No solemos pensarlo, pero en un país como el Perú, aunque el español es lengua oficial, no es la única que se habla. Hay muchas personas que tienen el quechua como lengua principal y que no han tenido la posibilidad de aprender español debidamente. Nosotros, cinéfilos que sabemos el modo de acceder a una mayor variedad de cine, podríamos cometer el error de dar por sentado que consumirlo en su idioma original es una experiencia universal, pero no es así. Si queremos que el cine no se limite a un espacio reducido, debemos encontrar la manera de acercarlo a otras realidades. ¿Cómo se logra esto? ¿Es posible que los quechuahablantes disfruten del cine escuchándolo en su lengua? Estas son, quizá, las preguntas que el director Augusto Zegarra se planteó al realizar su ópera prima Runa Simi (2025), consciente del gran trabajo pendiente para cerrar estas brechas culturales.

Para este viaje, el director se apoya en la historia de Fernando Valencia, quien se hizo conocido por subir a redes sociales clips virales de películas dobladas al quechua. Uno de los más populares fue el de El rey león (The Lion King, 1994), y una parte importante del documental consiste en ver cómo arma un equipo que lo ayude a cumplir su sueño de tener la película completa en esa lengua. Aunque parezca una cruzada romántica condenada a quedarse en un simple deseo, Zegarra muestra que el verdadero reto no es solo reunir al equipo, sino conseguir el permiso de los dueños de la película.
A estas alturas no es novedad decir que Disney, detrás de su fachada de magia y felicidad, es una compañía de fríos números, respaldada por un equipo legal dispuesto a enfrentar a cualquiera que toque su propiedad intelectual. Por eso, ver la lucha del protagonista contra este gigante global resulta fascinante y, a mi parecer, es lo más interesante del documental. Lejos de plantearse como una lucha antisistema, lo que Fernando emprende en Runa Simi es un acto de terquedad y nobleza: con los pocos recursos a su alcance, busca hacer lo que la gran empresa no hace, lograr que una película llegue a todos sin importar el idioma.
Más que rebeldía, hay una profunda nobleza en la misión de Fernando. Ver cómo mantiene viva su ambición, incluso en momentos de frustración, resulta admirable. Además, el filme no se centra únicamente en la realización de un proyecto ambicioso. A través de las escenas que él comparte con su hijo, se muestra, con un lenguaje sencillo y directo, el poder que tiene el arte para transformar a las personas y lo que ocurre cuando su alcance se amplía.

Similar a lo que hizo César Galindo en Willaq Pirqa, el cine de mi pueblo (2022), Zegarra busca conmovernos con la manera en que el cine —ese arte mágico de luz y sombras— interpela a alguien sin importar el idioma. Cuando eso ocurre, los prejuicios hacia el doblaje dejan de tener sentido. Basta con que una persona, que nunca tuvo contacto con el cine, pueda experimentarlo por primera vez en la lengua que entiende para que sienta esa magia que muchos ya damos por sentada. Ahí es cuando uno percibe que algo valioso se ha logrado.
Eso es lo que convierte a Runa Simi en una película lograda. Es cierto que en algunos momentos se le puede ir la mano al mostrar escenas tiernas que, vistas cínicamente, podrían parecer forzadas o poco efectivas. No obstante, aunque por momentos parezca caer en el exceso, la película es efectiva en lo que propone. Más allá de si la lucha tuvo un desenlace exitoso o no, queda la satisfacción de saber que el cine puede llegar a más personas. Ese es un triunfo que merece reconocerse.
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