Festival de Lima: «Vino la noche» (2024), de Paolo Tizón


Unos soldados entrenan en un área selvática para servir en la Fuerza Área del Perú como comandos. Una cámara los acompaña mientras enfrentan duras pruebas como si fuera un soldado más, siguiéndolos de cerca, de espaldas, casi al ras del piso, en camaradería con los cuerpos, captando sus gestos de dolor y sacrificio. Pero no es solo en las pruebas donde el acompañamiento de la cámara genera un relato basado en la complicidad entre los soldados y con ella. Lo que más resalta en la primera mitad de Vino la noche, primer largometraje de Paolo Tizón, son esos momentos de libertad en los que una tropa de hombres recios, duros de matar —la imagen común que tenemos del ejército— se sumergen en su dimensión afectiva para hablar de sus novias o con sus madres; con mujeres fuera de pantalla que catalizan una subjetividad juvenil, marcada por el afecto familiar y la desilusión amorosa. 

Cuando en la segunda mitad los enfrentamientos se recrudecen en la selva y la noche llega para quedarse en casi todo lo que resta de la película, se vuelve inevitable la pregunta: ¿qué quedará de esa masculinidad afectiva, de esa dimensión frágil y susceptible? ¿Cuándo irrumpirá la pesadilla, el apocalipsis? Con la llegada de la noche, los momentos de intimidad entre soldados desaparecen, al menos en lo que pueden expresar verbalmente sobre un espacio propio, fuera del ejército. Un mensaje en una pared en la primera parte y otros gráficos y verbales —“el dolor es temporal”, “hay que saber morir y saber matar”— revelan la interpelación constante que se despliega en los otros espacios del campamento, donde predominan los mandatos de deshumanización que es necesario interiorizar para poder graduarse.

El clímax de la película se manifiesta, precisamente, sin cuerpos: una prolongada escena con fondo negro, en la que resuenan las arengas autoritarias de los sargentos, a las que progresivamente se suman, de manera masiva y decidida, las voces subalternas. Ahora son esas voces aguerridas, que aprenden a acuerparse con el dolor y a “saber morir y saber matar”, las que predominan fuera de campo. Una escena que nos arroja a un abismo, nos hace sentir el miedo, nos sacude.

A pesar de la crudeza de esta segunda parte, nuestras preguntas se quedan sin resolver. Vino la noche es una película que revela y acompaña, uno diría que hasta con afecto y cuidado, sin morbo. El documental expone el proceso por la que los soldados negocian ambas dimensiones de sus vidas, por fuera y dentro del cuartel, en la medida de lo posible hasta el punto en que quizá ya no podrán. Lo que ofrece Vino la noche es una mirada compleja a la subjetividad de los soldados que todavía no han ejercido la violencia, en ese momento de su edad joven en donde la fragilidad no desaparece, conviviendo contradictoriamente, con el mandato de una masculinidad violenta cuyo efecto real queda como futuro posible en suspenso. La escena de una llamada en donde uno de los personajes le reprocha al padre por su falta de afecto y de cuidado nos remite de nuevo al espacio familiar, que reaparece hacia el final de la película, como ese salvavidas que se hace necesario mantener por fuera del ejército. 

Al final, no faltan las miradas endurecidas frente a la cámara, aunque tampoco faltan las miradas bajas, inseguras, que nos interpelan con la duda sobre que ha sido, en última instancia, lo que finalmente hemos presenciado: ¿será el ámbito del afecto el escapismo y nada más? ¿Y si el cuidado es el salvavidas para aliviar el mandato de matar?  La cámara ha sido al final no solo acompañamiento, sino también vigilancia, espejo y motor performativo en donde los mundos que aparecen son humanos, hondos y complejos, así como las respuestas que se pueden sacar de la película. 

Lo que queda claro es que Vino la noche no es un Full Metal Jacket ni un Apocalypse Now! a la peruana. Tampoco es La ciudad y los perros ni La boca del lobo. No adopta una postura crítica frente a la institución militar, ni recorre mundos fragmentados o tormentosos. Es una película sin enemigos exteriores o nacionales. Pese a esta cualidad, es inevitable verla en un contexto como el nuestro, en el que el ejército peruano ha sido duramente cuestionado por los crímenes contra los derechos humanos cometidos durante el conflicto armado interno, así como por su papel represivo y su responsabilidad en asesinatos ocurridos durante las protestas contra el gobierno actual; acciones que, paradójicamente, se han dirigido contra los mismos sectores a los que probablemente pertenecen los soldados de la película, quienes —además— constituyen fuerza sacrificable en los conflictos militares. Al final, prevalece la postura ética y política del espectador, que, además de admirar los logros de la película —que los tiene—, asume también el contexto histórico que la rodea.

“El cine libre es un derecho” aparece en los créditos finales, en una nota en que Tizón y su equipo reconocen la contribución de los estímulos económicos de la DAFO a la producción de esta estéticamente sólida ópera prima. En un contexto en donde hacer cine sobre el poder en el Perú es un riesgo, hay que reconocer que para esta película no lo ha sido necesariamente. Y si no ha merecido la censura de algún tipo como se da en el Perú, ni del Ministerio de Cultura ni del ejército que le permitió hacer la película, la lucha continúa para que otras, las que quieren ser una espina crítica frente al poder, vean también la luz con propuestas logradas y sugerentes como esta para plantear debates incómodos, como los que esta película puede provocar.


Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *