Corazón y melomanía huancaínas en el cine
Esta no es solo la historia de un grupo de jóvenes contraculturales que habitan los márgenes, tema ya conocido y tratado en la literatura y el cine. Es un drama joven que se construye sobre la escena musical huancaína. A media calle es una frase que sirve de título para la película de Eduardo Orcada Villalva, y a su vez es el nombre de la banda de punk de Antonio, el protagonista, y una descripción de la condición (metafórica o literal) en la que se encuentran los personajes. Los adolescentes practican sus canciones en la vía pública a falta de recursos para alquilar una sala de ensayos; Antonio va y viene entre la casa de su madre, la de su padre y la de uno de sus amigos de confianza; las limitaciones económicas y distancias emocionales entre los personajes respecto a sus familias nucleares los tienen en tránsito saliendo del supuesto espacio seguro que debería ser el hogar.
Antonio (interpretado por el debutante Arnold Torres Rojas) es el personaje principal entre los distintos habitantes de Huancayo que se nos presentan, pero la ciudad y la música tienen su propio protagonismo e identidad. Los padres de Antonio están separados, y él no se halla ni con su madre (interpretada por Sylvia Majo) con quien convive al inicio de la historia, ni con su padre (el actor Fernando Bacilio) con quien se verá obligado a vivir tras un incidente producto de las relaciones fracturadas entre los tres familiares. Antonio se siente mucho más vinculado con sus amigos, los miembros de «A media calle», y con la música que componen y escuchan juntos. El sueño de ser una banda real (grabar un disco, aparecer en el panorama musical underground de Huancayo) es complejo para un chico provinciano en el año 2005. Es el clásico viaje del héroe, con un punto de partida, el encuentro con un mentor, el abandono de la zona de confort, y el regreso a casa, pero dotado de una vena singular, calidez en los tonos de la imagen (a veces, saturada un poco más de lo esperable) y encuadres relativamente simples, pero alineados a la sencillez los sujetos. Tiene sentido no emplear preciosismos en este marco.

Formar una banda de punk o rock puede parecer, en la cultura popular, algo que se puede hacer de manera muy casera y casi espontánea. A media calle echa por tierra esto, porque aún para las bandas que nacieron en el garaje de alguna casa, debes tener un garaje, una casa, un instrumento propio que llevar a los conciertos en los que quieres tocar. Para la banda de Antonio, acceder a cualquier espacio de ensayo o grabación, por más simple que sea (la habitación de uno de los integrantes o una sala pequeña en el segundo piso de una vivienda), se vuelve un sueño inalcanzable. La ruta occidental de lo que significa hacer música de forma profesional, ser músico y vivir de eso, está construida sobre una serie de imposibilidades para muchas más juventudes de lo que parecen.
El contraste con el padre de Antonio, saxofonista de huaylarsh, no se limita a diferenciarlos por las distancias entre sus generaciones o los ritmos propios del género que padre e hijo interpretan. Es cierto que Antonio es anarco, por lo que su orientación dista de la de un rock star glamoroso y mercantilista, pero el músico de huaylarsh es una figura de a pie, que toca en las fiestas al lado de los invitados, sin el revestimiento aspiracional de la estrella que es propio de los géneros occidentales. Quizás haya ahí una vía más, se plantea Antonio, para subsistir en la vida sin la exigencia tradicional de soltar su apego por la música.

Una escena aparentemente pequeña pero reveladora es la de una visita fugaz de dos chicos de la banda a la casa del ‘Chino’, uno de los tres miembros del grupo. Él parece ser quien se encuentra en mejor condición que los otros, con equipos tecnológicos que todo muchacho de su edad en el 2005 quiere en casa (computadora, discman, radio propio) y en un espacio más estable en el que vivir. En medio del silencio, se escuchan platos rompiéndose fuera de la habitación. ‘Chino’ sale rápido, se escuchan voces indistintas por unos segundos y él regresa al dormitorio tomándose la nariz golpeada y sangrante. Nadie habla. La siguiente secuencia muestra a los dos amigos caminando en la calle, fuera de casa. No existe personaje estable, sino siempre en tránsito de querer serlo. Y ninguno es juzgado por las acciones y decisiones tomadas. Ni los adultos (el padre de Antonio con su poco control cuando consume alcohol, la madre de Antonio con sus dificultades y frustraciones contenidas), ni los jovencitos a los que usualmente se les dice que deberían agradecer tener un techo bajo el cual dormir. Los recursos audiovisuales y elementos narrativos empleados en la película a veces parecen haber sido abreviados, resumidos, por lo que pierde cierta fuerza por momentos, pero mantiene una convicción por seguir contándose similar a la de Antonio de querer hallarse a sí mismo aún a mitad de un puente, a mitad de camino, a media calle.
El latido subyacente en la película, además de su forma de abrazar los fragmentos que componen cada persona, es el cariño por la música que se hace en Junín, lugar con dos escenas musicales notorias, la rockera/alternativa y la de huaylarsh. Pueden ser paralelas, pero están ambas muy presentes en la vida popular. Con A media calle, conocemos también otra movida huancaína: la del cine, interpretado por propios de la región y externos pero de espíritu y conexión provincianas. Hablamos de latido porque es un filme con alma, con corazón, que es y quiere ser su propia versión, hablar sin desligarse de su entorno y sumarse a los cines peruanos de autorrepresentación. El corazón es algo que no otorgan auspiciadores internacionales.
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