Lidia es una niña que vive en un remoto pueblo minero del desierto chileno, junto a su madre travesti y una comunidad queer liderada por Mama Boa. Mientras una extraña peste amenaza a sus habitantes, Lidia atraviesa un proceso de descubrimiento marcado por la violencia, la ternura y la pérdida, obligándola a crecer en un entorno donde el amor y la muerte conviven en cada rincón.
Más allá de los grandes temas que atraviesan la ópera prima del chileno Diego Céspedes, algo que me interesa más es el modo en que aborda el mundo queer desde un lado alejado del drama denso que eventualmente se vuelve. Me refiero, por supuesto, a ese costado más artificioso y lúdico. Eso se aprecia desde dos frentes. Primero, en la clara influencia del cine de Pedro Almodóvar, con personajes marginados que canalizan sus penas a través de la música y vistosos atuendos, además de permitirse un sentido del humor que, aunque puede parecer chabacano, funciona para reforzar la unión entre este grupo que resiste en un entorno hostil.
Luego está la forma en que la película parece jugar con un código que constantemente se sitúa fuera de la realidad, como para otorgarle una dimensión de leyenda trágica. Desde el propio escenario en que todo transcurre, un pequeño pueblo minero en el desierto chileno donde la escasa población margina a este grupo de travestis, se respira una atmósfera de “pueblo chico, infierno grande”, típica del western, género con el que la cinta coquetea en algunos pasajes para reforzar la idea de que siempre habrá fuerzas externas dispuestas a dañar el espacio que la comunidad de Mama Boa ha logrado construir con esmero.

En parte, también se opta por una mirada más juguetona, sobre todo al inicio, porque el relato se construye desde la perspectiva de Lidia, una niña que se ve obligada a abandonar su rol de observadora para involucrarse activamente en lo que ocurre en el pueblo. Ella no comprende del todo la realidad, pues su corta edad le impide asimilar nociones complejas, como la peste que afecta a personas como su madre, la Flamenco (una alusión clara al VIH). Lo que Lidia deberá atravesar es el descubrimiento de un mundo más lúgubre del que conocía, uno que queda fuera de ese abrazo cálido compartido con su madre y de las amigas que la protegen de los que la molestan.
El cineasta trata este rito de paso con la delicadeza suficiente para que entendamos que no se trata de una historia sobre la pérdida de la inocencia. Incluso entre revelaciones de violencia y muerte, se mantiene la idea de que Lidia sigue siendo una niña que, para crecer, no necesita desprenderse de golpe de su lugar seguro. Sin embargo, si bien valoro la intención de Céspedes al abordar el relato desde una mirada más inocente, el problema surge por el compromiso intermitente que mantiene con esa perspectiva.
Esto se nota con mayor claridad al entrar en el segundo acto, donde, tras un hecho trágico, se vuelve evidente su afán reivindicativo. Es aquí donde emergen los “grandes temas” mencionados al inicio. ¿Eso es necesariamente un defecto? No. El problema está en que, al priorizar esos temas, el director deja de lado el juego tonal que había planteado, perdiendo esa ligereza inicial que evitaba que la historia se tornara sombría y contemplativa. En medio de esa deriva, las situaciones, por más disparatadas o tiernas que sean, ya no tienen el mismo encanto que al principio.
Ahora bien, a pesar de esta falla, da la impresión de que el tercer acto cobra un sentido más claro. El duro periodo que Lidia atraviesa luego de la tragedia se resignifica de cara al final, mostrando que, lejos de perpetuar el sufrimiento, existe la posibilidad de una luz al final del camino. Aprender que amar no se limita al gesto presente, sino también al recuerdo, es la lección que se desprende de ese desenlace.
Por lo expuesto previamente, La misteriosa mirada del flamenco no termina siendo una película decepcionante. Aunque la solemnidad termina ganándole en su afán de priorizar un mensaje de igualdad y de cero tolerancia frente al odio, no deja de ser una ópera prima que, en sus mejores momentos, juega con acierto con el abanico de posibilidades que le ofrece un contexto que trasciende la realidad, al menos cuando se acuerda de que existe. A fin de cuentas, prefiero quedarme con lo mejor que propone: libertad y resistencia, dos ideas que, gracias a un trabajo de fotografía consistente, marcan el camino de su protagonista hacia el crecimiento. Porque, incluso cuando todo parece perdido, esos instantes en los que más se amó vivirán para siempre.
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