El culto a la mirada, a lo que vemos, epicentro de la última obra de J. D. Fernández Molero, en general, de su filmografía reciente. Si algo resuena desde Videofilia (y otros síndromes virales) (2015) es el ojo como catalizador de placer, en ese (este) mundo dominado por la tecnología y los cuerpos desnudos que habitan las pantallas. Sin embargo, Punku va un paso más allá. El voyeurismo en la era de internet queda en segundo plano, hablamos ahora de su contraparte directa, de eso que descansa oculto en las profundidades del Amazonas, de aquello que no se deja presenciar a simple vista.
La temática es clara desde la escena inicial. En una entrevista, Iván (Marcelo Quino) revela haber tenido contacto con seres mágicos, seres propios del folklore peruano y universal. Duendes. Hadas. Sirenas. Años más tarde, el chico es encontrado junto al río. Tiene un ojo infectado. El canto de las aguas es silenciado por la presencia de Meshia (Maritza Kategari), quien acompaña al niño hasta la ciudad de Quillabamba, a un hospital donde cuida de él. Entonces los caminos se bifurcan. Mientras Iván es despojado de su globo ocular, Meshia se entrega a la mirada de otros, al concurso Miss Sirena y el deseo que despierta en su entorno.

Con 18 años recién cumplidos, la muchacha participa activamente en las pruebas que la coronaran como reina de belleza. Poses sugerentes. Ropa reveladora. En su recién descubierta adultez, Meshia vive una versión distorsionada de sus sueños infantiles. “Ser como Kim Kardashian”. “Hollywood”. Molero habla de los medios y su influencia en el Perú profundo, de cómo moldean expectativas “blancas”, escenarios donde fama y dinero parecen ser la respuesta a todo. Lo vemos desde la niñez, en el cuerpo de Barbies acuáticas y armas de guerra luminosas. El enfrentamiento no es de blancos y negros, sino de una cultura en constante evolución, poblada de grises que afectan la susceptibilidad de muchos. La preocupación es clara, mas no invade el fluir del relato.
En ese (este) mundo globalizado, Iván aparece como figura distante, misteriosa, alguien ajeno a búsquedas modernas, sumergido en sus pensamientos y en el contacto con las criaturas que cuidaron de él. Años perdidos en la selva, su regreso se ve afectado por sueños surrealistas (ecos a David Lynch, a Luis Buñuel) y eventos paranormales. El chamán, hombre adulto de sombrero negro, aparece como respuesta a ese malestar. Tras sobrevivir a un accidente en carretera, encuentra al chico en Quillabamba. Se convierte en “héroe” de la historia, en protagonista de las pesadillas de Iván. Encuentra su ojo en la basura y se apodera de él. Reclama esa visión capaz de observar lo imperceptible. Más que un salvador, el chamán representa el puente entre lo visto y lo que no, como extirpador de sentires sobrenaturales que él y otros han llegado a demonizar.

¿Cuál es el verdadero mal? Aunque la respuesta parece evidente, el filme evita tomar bandos. Por un lado, Meshia se expone a una organización con intenciones de prostituirla, al acoso en calles y tiendas de ropa, a la virtualidad mientras se graba bailando o cantando versiones corruptas de temas infantiles. Por el otro, Iván es reclamado por la naturaleza, silenciado por fuerzas que él no puede comprender, protegido sí, pero a la vez prohibido de ver en su totalidad. En medio de la disputa, niños y adolescentes son los grupos más vulnerables. Fernández Molero no victimiza, mucho menos subestima, pero es consciente de esa negligencia traducida ahora en jóvenes que visten bañador frente a miradas de deseo, en infantes que recorren la selva a la espera de encontrar cuerpos magullados o sin vida. A chicos que aparecen y desaparecen como si nada.
De realización barroca, cambiando de formato constantemente, el juego entre la Super 8, los 16 mm y el digital se sustenta en ese intercambio de visiones, constituyen máscaras que aparecen o desaparecen a su gusto. En una foto grupal, el rostro de Meshia se sumerge en el blanco y negro mientras muta a una figura demoniaca. Iván duerme, sueña la llegada del chamán a 16 mm, como este se atraganta con su globo ocular. Algo confiado a la audiencia, el cine es “punku” (portal en quechua) a estos universos desconocidos, a revelaciones que abren cuestionamientos sobre los personajes y nosotros mismos. ¿Acaso el folklore habita nuestra realidad? ¿Será que la pantalla, espada de doble filo, reclamó nuestros ojos hace mucho? Como respuesta a esto último, el plano detalle de una mano amputada con un celular hace presencia. Hasta el final de nuestros días.
Nuevamente, Fernández Molero no apunta a la crítica descarada o la moralina evidente, al contrario, es críptico y juega constantemente con la simbología. Si ya se valoraba al director por los riesgos que no temía asumir, Punku es la versión definitiva de esa rebeldía cinematográfica, de un autor ensimismado en su técnica, interesado en las problemáticas que habitan su patria. Un equilibrio que se pierde en los excesos, que reaparece en momentos de importancia discursiva o narrativa, hay mucho que valorar en este testimonio de lo evidente, lo inédito. Lo humano, lo sobrenatural. La realidad y aquello que viste de ficción.
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