Festival de Lima: “Sentimental Value” (2025): un eco en la grieta


Las hermanas Nora y Agnes se reencuentran con su distanciado padre, el carismático Gustav, un director otrora reconocido que le ofrece a Nora, actriz de teatro, un papel en lo que espera sea su película de regreso.

Me pregunto si los directores atraviesan una encrucijada, ya sea personal o creativa, luego de realizar una película con alcance masivo. No me refiero necesariamente a un éxito de taquilla, sino a filmes que triunfan en el circuito festivalero y logran trascender hacia un público más amplio, incluso uno menos experto, pero capaz de reconocer propuestas que no se limitan al mainstream y poseen un grado de arte elevado. Si revisamos la historia, podemos encontrar a varios cineastas quienes, después de una o más películas, encontraron el quiebre que los lanzó a la fama internacional. Una vez que logran esa obra de gran aceptación, la expectativa hacia sus siguientes trabajos crece de manera considerable.

Creo que eso mismo le ocurrió al noruego Joachim Trier tras cerrar su trilogía de Oslo con La peor persona del mundo (Verdens verste menneske, 2021), filme exitoso por la humanidad de su protagonista y sus reflexiones en torno al crecimiento personal. El reconocimiento en Cannes y las nominaciones al Oscar elevaron la presión sobre su siguiente proyecto, que tardó años en llegar. Y al ver Sentimental Value (Affeksjonsverdi, 2025), pienso que ese lapso respondió a una vacilación creativa: qué hacer después y qué esperaba el público de él. Más allá de los temas que aborda, la película está atravesada por una sensación de falta de rumbo y pertenencia.

Desde los primeros minutos, con la presentación de la casa familiar como quizá el personaje más importante —espacio cargado de historia— aparece una grieta justo al salir el título. Ese detalle visual anuncia los conflictos latentes que se irán revelando. El corazón del relato es la relación entre Nora (Renate Reinsve), la hija, y Gustav (Stellan Skarsgård), el padre. Nora es una actriz sumida en dudas: no sabe si seguir actuando ni si vale la pena interpretar a otros. Gustav, por su parte, es un director que lleva años sin filmar y enfrenta la incertidumbre de muchos cineastas que tras largos silencios no saben qué historia contar ni cómo conectar con un público contemporáneo. Ambos procesos se cruzan tras una tragedia familiar que los obliga a reencontrarse después de mucho tiempo de distancia. Trier explora así el intento de recomponer un vínculo quebrado, reflejo también de generaciones anteriores que habitaron esa casa y dejaron asuntos inconclusos.

El dilema de Gustav se intensifica cuando busca retomar un proyecto personal y encuentra en Rachel Kemp (Elle Fanning), una actriz estadounidense, la oportunidad de llevarlo a cabo. Sin embargo, al intentarlo se enfrenta a una industria dominada por algoritmos y prioridades ajenas al arte. En su obsesión incluso llega a distorsionar la realidad familiar, dramatizando hechos para agradar a un público específico. En un giro inquietante, transforma a su actriz para que se asemeje a su hija, recordando a John “Scottie” Ferguson en Vértigo (1958), de Alfred Hitchcock. Esa línea narrativa sirve también como comentario sobre la propia posición de Trier tras su éxito mundial: trasladar sus obsesiones europeas a Hollywood, trabajando con actores estadounidenses, o seguir en Noruega explorando su sensibilidad local.

Por una parte, la película plantea una reflexión interesante sobre cómo el artista se siente obligado a alterar su visión para seguir siendo relevante. Al mismo tiempo, ahí surge su mayor problema: no siempre encuentra el tono adecuado ni un eje narrativo sólido. El mejor logro está en la intimidad de la relación padre-hija. Aun así, Trier añade capas que dispersan el foco. La hermana de Nora aporta un gran momento dramático basado en el silencio compartido, aunque termina funcionando más como réplica de las dudas de Nora que como un arco autónomo. Otro elemento de suma importancia como la historia de la casa, mostrando fragmentos del pasado familiar, no termina utilizándose debidamente. Pese a su potencial, se reduce al simple contexto y se pierde la oportunidad de profundizar en heridas cuyo valor trasciende lo monetario, justamente aquello que da sentido al título del filme.

El resultado es un retrato que funciona mejor en sus preguntas sobre cómo el arte enfrenta la presión de ser catártico o sanador. ¿Puede realmente canalizar el dolor o esa expectativa es solo una carga? La película se mueve entre artificio y realidad, con ecos de Persona (1966), de Ingmar Bergman, engañando al espectador sobre qué pertenece al mundo narrado y qué a la ficción dentro de la ficción. Ese juego resulta fascinante, aunque su tendencia a sobredimensionar el drama, forzar guiños cinéfilos que no siempre encajan (como la escena en la que se regalan los DVD de Gaspar Noé y Michael Haneke) y dispersarse en subtramas superficiales le resta contundencia.

Sin alcanzar el nivel de La peor persona del mundo, sigue siendo una propuesta interesante sobre las tensiones creativas y personales de un artista que duda hacia dónde ir. Esa incertidumbre, lejos de ser un defecto, se convierte en parte del corazón de su cine, dándole un matiz de fragilidad tan humano como inquietante. Y aunque no llegó a ser la gran obra que en Cannes se anunciaba, termina consolidándose como una pieza honesta que abre más preguntas de las que responde. Esa ambigüedad, por desconcertante que resulte, es lo que finalmente me lleva a darle el visto bueno.


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