En mayo de 1988 estuve presente en una «clase maestra» a cargo de Robert Redford y de Gabriel García Márquez, en la Escuela Internacional de Cine y Televisión EICTV, en San Antonio de los Baños, Cuba. En aquel año estudiaba en un Taller de Guion con Renata Pallottini durante 2 meses y medio y asistí al evento con otros talleristas e integrantes de la primera generación de estudiantes de ese reconocido centro académico.
Seré sincero. Lo que más recuerdo del fallecido actor y director fue su ausencia total de glamour. Hablaba en forma pausada y casi monocorde, rompiendo el molde de la superestrella extrovertida y espectacular, propia de un ganador del Oscar como mejor director por su primer largometraje, Ordinary People (1980). Al contrario, y tal como la recuerdo, su talante fue un poco monótono y la exposición, objetiva y algo fría.
Ello quizás se debiera a que fue antecedido por una exposición de García Márquez que nos dejó a todos totalmente atónitos y embelesados. Gabo tenía un magnetismo natural al hablar, propio de otros grandes genios literarios, como Jorge Luis Borges, Mario Vargas Llosa o Julio Ramón Ribeyro. El efecto que produjo fue el tipo de atracción que generaba lo real maravilloso en sus obras más famosas.

Redford, en cambio, me sonaba distante y hasta desangelado. Sin embargo, lo que dijo fue fascinante. Contó que, de joven, abandonó sus estudios superiores para viajar a París y convertirse en pintor; así como sus vivencias en ese entorno, donde ya pululaba el germen de lo que luego serían los movimientos contestatarios del mayo del 68 en la capital francesa.
Su interés por conocer otras culturas era consistente con El secreto del Milagro (1988), su segunda película como director, que presentó aquel año y que vimos en esa ocasión. Tiene la factura de una típica película independiente, de relativo bajo costo y que narra la lucha de El Milagro, una pequeña comunidad chicana contra una urbanizadora que pretende construir un complejo turístico. Típico argumento de las películas liberales estadounidenses y consistente con el compromiso de Redford con la preservación y defensa del ambiente.
Pero lo interesante es que el filme muestra –no sin cierta ironía y ternura– que los métodos que funcionan no son los típicos del activismo ambientalista yanqui, sino los propios del pensamiento mágico de la cultura tradicional chicana, a lo que debe subordinarse las otras acciones si se busca el éxito.

La acción espontánea de José (Chick Vennera), un joven agricultor, al utilizar el agua de la constructora para regar sus campos de frijoles, desencadena la acción. En su apoyo se movilizan dos vencidos activistas de los años 60: un fracasado abogado (Richard Bradford) y una enérgica chicana (Sonia Braga). Pero sus patrones de participación política (mítines, asambleas, etc.) chocan con la indiferencia y luego el rechazo de los pobladores.
De otro lado tenemos los métodos mágico-religiosos encarnados por Amaranto (interpretado magistralmente por Carlos Riquelme, un actor mexicano de 74 años, fallecido dos años después del estreno). Acordes con la identidad cultural chicana, y con la participación cómplice de su alter ego (el escéptico y misterioso espíritu del padre de José), los métodos de Amaranto resultan más efectivos que los patrones occidentales, salvo cuando estos se subordinan a aquellos.
Además el público se identifica desde el primer momento con Amaranto, un personaje a medio camino entre Quijote y Sancho, bajo cuya senil inspiración los vecinos pueden oscilar entre la pasividad total y la reivindicación práctica de la movilización.

Pero Redford evita encasillarse en una película de tesis. Algunos de los “malos” prefieren salvar al héroe para perpetuar el enfrentamiento y sabotean al “súper malo” (apropiadamente interpretado por Christopher Walken). El director evita el maniqueísmo y se atiene a su norma de construir laboriosamente personajes complejos aunque verosímiles, sin olvidar fuertes rasgos de realismo mágico en el film.
Por otra parte la situación dramática principal se traslada a un conflicto entre los “buenos” a causa de Lupe, la simpática, gigantesca y sonrosada chancha de Amaranto, En el desenlace interesa resaltar el rol del alguacil (Rubén Blades) que representa aquel aspecto de nuestra idiosincrasia proclive a la conciliación y al contubernio; que sin embargo, en este caso, encubre la imposición de los fueros comunitarios sobre la agresión cultural y económica.
La estructura coral del film no gira finalmente en torno a un personaje, sino al protagonismo de una identidad cultural, presentada en toda su riqueza, ambigüedad y contradicciones, y apelando a fórmulas dramáticas imaginativas. Por si fuera poco, la película es rica en situaciones de humor, ternura, contenida fantasía y momentos verdaderamente estéticos, que se apoyan tanto en la fotografía como en el eficiente trabajo de los actores.

(© Snap/Shutterstock)
Me asombraba que Redford, un cultor de los caballos pura sangre, que vivía en ranchos a la manera del viejo oeste, al mismo tiempo, fuera un pintor aficionado y estuviera abierto a explorar otras culturas, como la latinoamericana, mediante el realismo mágico. Que fuera tan gringo, pero que a la vez, viviera e interactuara (tanto en su arte como en parte de su vida cotidiana) bajo paraguas culturales distintos. De hecho, desde esta película Redford inició una relación sentimental de siete años con Sonia Braga.
Su importante apoyo al cine independiente, a través de Festival de Cine de Sundance también va en esa misma línea. Es por ello que mi recuerdo sobre este gran cineasta estadounidense se titule ahora «El milagro de Robert Redford». No solo por la película, sino por su apuesta por un mundo de tolerancia, de convivencia democrática, hibridación intercultural e identidades múltiples; en un mundo donde prevalezca la paz y la libertad.
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