En una escena de Dreams, Johanne, una precoz adolescente en su último año de escuela, abatida por la confusión y el deseo, deambula por las calles de Oslo en búsqueda de Johanna, su profesora, de la que está perdidamente enamorada. Johanne, siguiendo el intenso monólogo interior que ha guiado el film hasta el momento, confiesa que, por un motivo que desconoce, necesita ver a Johanna con urgencia y confesarle lo que siente, sin esperar ninguna respuesta de su parte. La cámara no se desprende de ella. Su rostro ardido por la pasión y cierto tipo de culpa en su mirada, propia de quien no sabe por qué siente tanto y por qué solo hacia una persona. En una bella secuencia de planos, con piano, violín y saxofón en el fondo, Johanne entra al edificio de su maestra, la imagen partida por las escaleras cruzadas, el primer plano de la puerta que se abre, y allí está Johanna, con la mirada descolocada, pero sin temor. “Parecía como si me estuviese esperando”, dice Johanne, que llora como niña y cae en los brazos de Johanna, dispuesta a consolarla. De pronto, la pantalla vuelve a negro.
La intensidad y desprendimiento en cómo el director Dag Johan Haugerud filma esta escena nos hace olvidar por un momento que muy posiblemente se trate de un embuste. Haugerud, cuyo Dreams es parte intermedia de una trilogía que interpela el amor y el sexo en la Europa contemporánea, filma la escena con la ilusión de un punto de vista objetivo. Hasta esa escena, buena parte del film ha seguido de cerca a Johanne, cámara en mano, montaje rápido, primeros planos, como una docuficción, una película que seguro solo se reproduce en su cabeza. Johanne, criada por una madre liberal y favorecida por el entorno progresista noruego, crece en libertad y sin tabúes, pero, aun así, no se atreve a hablar con la mayoría de lo que siente por Johanna. La ve de lejos en su clase de costura. La sigue con la mirada por el patio de la escuela. Fantasea sobre ella en su cama. Vive siempre en la incertidumbre, a la expectativa, creando una imagen de Johanna que solo se siente suya. Le cuesta abordar un deseo así, que parece ser su primero. Y luego llega la escena de la música. Por un momento, parece que el punto de vista ha cambiado. El espectador se aleja de la Johanne narradora y se queda con ella como protagonista. Bajo una puesta en escena seductora y distintiva, con el pulso acelerado por la conjunción de sonido e imagen, uno puede creer que, en efecto, Johanne y Johanna se han visto por fin en la otra, y, por tanto, el amor es suyo.

Luego damos de vuelta con la verdad. El primer acto de Dreams se termina abruptamente. Johanne frente a Johanna, la puerta se cierra, y los meses venideros de deseo y confusión se resumen en apenas un par de diálogos que la protagonista revela a la audiencia. Para este punto, Haugerud vira su film por completo, abandonando la íntima exploración del deseo en favor de una propuesta más provocadora: la indagación de cómo el deseo se narra, qué se incluye y qué se omite, y, por tanto, una disputa razonable sobre su representación y su legitimidad. En el inicio del segundo acto, Johanne le entrega a su abuela una copia de un manuscrito. El monólogo interior que hemos seguido hasta el momento es parte de una extensa pieza de autoficción que la protagonista ha confeccionado meses después de Johanna. Su abuela, poetisa y escritora, se impresiona por la cruda intensidad del relato de su nieta, y, lejos de verla como víctima (y al texto como pedido de ayuda), la ve como creadora. “Podría ser publicado”, le dice la abuela, y Johanne, a pesar de todo, no se opone.
Si algo queda claro para este punto en Dreams es que escribir es un acto moral. Es el acto consciente de representación, recreación e intervención de la memoria; implica su valoración y supone su permanencia. Preservar una memoria y hacerla pública es participar en su rescate, y eso implica cierta responsabilidad con su yo pasado, víctima de la intervención creativa del presente. Si una memoria va sobre alguien más que uno mismo, y si esa memoria se escribe y se publica, la responsabilidad moral se torna aún más lodosa. ¿Cómo debería narrar Johanne lo que le sucedió con su maestra? ¿Hasta qué punto puede divergir de los hechos, si estos pueden existir independientemente de la forma en que ella los concibe? ¿Se puede exculpar lo sucedido si acaso lleva a un libro como este, tan desolador como bello?
A diferencia de otras películas, en Dreams los personajes se hacen constantemente estas preguntas. En una escena posterior, una vez que la abuela ha convencido a Johanne de llevarle el manuscrito a su madre, abuela y madre discuten el manuscrito y sus implicaciones. Naturalmente, la madre de Johanne se abruma por la duda. Parte de ella está devastada, y la sola idea de desconocer el deseo de su hija (y de ahora leerlo en más de 90 páginas de corrido) parece desarmarla. El temor por su seguridad, y la potencial relación de poder y abuso, solo se acrecienta mientras pasan los minutos. “¿Debería ir a la policía”, pregunta la madre, ante la mirada serena de la abuela. “No tendrías por qué”, responde. En este punto, puede ser incómodo para muchos en la audiencia, pero sospecho que la mayoría de la audiencia opina igual que la poetisa. “Podría haber sido abuso”, replica la madre, y lo que dice hace sentido. Su posición es la de cualquier otra madre como ella, hasta podríamos decir que es más benevolente. Aun así, sospecho que la audiencia no estará convencida.

La abuela sugiere que no lo hubiese escrito y no se los hubiese mostrado de haber sido así. La madre vuelve a responder con sensatez. Insiste que podría ser ese el motivo del texto: que funciona como un grito de ayuda. Pero la audiencia todavía podría no creer en lo que dice, o al menos no creerlo del todo, sin que el motivo les sea conocido. La abuela por fin da con la respuesta. “Pero es un texto tan bello. Nadie que haya sufrido abuso podría escribir algo así”. Por más que la justificación de la abuela tenga cierta relevancia poética, dista bastante de ser real. Mucho de lo mejor que se ha escrito parte del trauma más insoportable. Pero el problema va más allá. Notemos que, para este punto, ambas mujeres están discutiendo sobre algo que la audiencia no conoce. Hemos pasado de la escena de la música a estas secuencias sobre el texto. Sin muchas pistas, la audiencia no sabe cómo fueron Johanne y Johanna al estar juntas, pero quiere creer en la versión de la protagonista. Ante la confrontación entre las dos versiones, parece que cualquiera preferiría la del caos creciente del primer amor.
El resto de Dreams supone para la audiencia el intento de responder estas interrogantes. Se intercalan escenas de la narración de Johanne con el presente, en el que las tres mujeres discuten la posibilidad de publicar la historia. La madre vuelve a leer el texto, encantada por su frescura y honestidad. Por otro lado, la distancia entre abuela y lectora se acorta, y madre y abuela intercambian roles: la primera considera valioso que su hija publique el libro, pero la segunda se opone. La cámara las sigue mientras recogen bayas en su bosque, un escenario muy distinto a los constantes espacios cerrados del film. Parece que, cada vez que Haugerud quiere que escuchemos bien, amplía la pantalla y nos aleja de la intimidad de Johanne y su familia. Pero luego volvemos a la casa, demasiado cerca de ella y su dilema, siguiendo su relación con el mundo después del deseo. Es la peor inquietud posible, esa sobre el pasado, dado que nada puede hacer Johanne para cambiarlo según su gusto, y solo le queda su texto.
A la par de estas escenas queda el recuento de la relación entre las dos, una ambigua y sutil exploración de una relación entre mujeres, cargada de insinuaciones y de silencios. Haugerud recurre a intensos colores para estas secuencias, una cámara que se fija con detalle en maestra y alumna, mientras la voz de Johanne, aún más enigmática que las imágenes, narra los hechos. De vez en cuando, Haugerud vuelve a la música: luz, color y sonido que se vinculan para evocar, con naturalidad y exaltación, ese tipo de memorias que tanto dicen sobre nosotros mismos. Como Johanne, Ella Øverbye nos convence de la curiosa contradicción entre duda y calidez en esos encuentros con Johanna, una chica que ha sentido demasiado de muy joven.
En este punto, es claro que, a partir del manuscrito como objeto de disputa, Haugerud busca hilar las distintas narraciones de mujeres con deseos suprimidos, inmóviles, a medio acabar, y la forma en que el deseo es expiado mediante la acción creativa. En una escena, al describir a su abuela, Johanne parece sugerir que ella se lamenta haberse quedado sola, y, más que sola, siempre triste: es la tristeza de lo único que puede escribir en sus poemas. La madre de Johanne le reprocha que, en el fondo, ella parece temerle al éxito de su nieta, y que eso justifica su recelo. Una vez más, la creación y el deber moral empiezan a difuminarse, inevitable camino al conflicto. Es posible que la madre de Johanne esté en lo cierto sobre la abuela, pero su justificación está incompleta: no es que Johanne pueda escribir mejor que ella, sino que escribe sobre algo mucho más preciado y efímero: el deseo puro.
Al final, Dreams no logra desentrañar del todo el intenso enigma de sus protagonistas, pero sí nos convence del poder de la ficción como único medio para hacerlo. Sabemos mucho más de Johanne por la forma en la que escribe, o por la forma en que el resto cree que escribe, que por lo que ella misma nos dice, o por lo que se puede ver en la pantalla. Lo mismo con la otra protagonista. Solo en el tercer acto podemos ver a la Johanna de verdad, y no a la maestra narrada por su alumna, lo que solo aumenta nuestras dudas respecto al texto y su precisión. Eso me lleva otra vez a la escena principal entre la madre y la abuela. La madre empieza a especular sobre la posibilidad de que el texto sea una invención de Johanne, y la abuela, una vez más, da con una respuesta que la audiencia quiere creer como cierta: ¿acaso alguien podría escribir sobre algo de forma tan bella sin haberlo vivido?
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