Visceralidad sin control
Y., un músico de jazz precario, y su esposa Jasmine, una bailarina, entregan su arte, su alma y su cuerpo al mejor postor, ofreciendo placer y consuelo a un país que sangra.
Supongo que para una película así debo dejar algo claro desde el inicio para evitar malentendidos. No apoyo el accionar de Israel en el conflicto con Palestina, y es evidente que los abusos cometidos deben ser denunciados. Me parece positivo que muchas personas utilicen sus plataformas para hacerlo. Dicho esto, creo que, aunque uno apoye una causa, también debe ser capaz de discernir si la manera en que esta se manifiesta es correcta o no, al menos dentro de lo que una crítica artística implica.
En ese sentido, mientras veía lo nuevo del israelí Nadav Lapid, tuve dudas sobre si, por compartir su mensaje, debía necesariamente respaldar la película y las decisiones que toma. Este es mi primer acercamiento al cine del director y, más allá de saber que no es bien visto por el gobierno de su país, no tenía idea de qué encontraría. El primer tramo es lo que considero mejor logrado, aunque no está libre de fallas. Entre secuencias musicales frenéticas y una aparente calma que, gracias al montaje, se mezcla con la barbarie que ocurre a pocos kilómetros de donde Y., el protagonista, vive junto a su esposa.

La relación de esta pareja y la peculiar labor que desempeñan resulta llamativa, sobre todo por el modo en que se desarrolla. Al ser una suerte de instrumento de placer para los poderosos, da la impresión de que el cineasta busca mostrar cómo, mediante esta relación parasitaria, se intenta compensar la carencia de estas personas. Varias veces se evidencia que ellos no tienen la misma vida que sus clientes. En un espacio reducido, además de prepararse para sus trabajos, también se reflejan, sobre todo en soledad, los conflictos internos sobre si vale la pena seguir adelante con esa pantomima.
Es ahí donde la película puede caer en una crítica fácil y supuestamente profunda al estilo de cineastas como Ruben Östlund, con varios pasajes que recuerdan a El triángulo de la tristeza (Triangle of Sadness, 2022). Sin embargo, incluso cuando podría entregarse al exceso visual y narrativo, es en el viaje solitario de Y. donde la mezcla entre paisajes que contrastan calma y violencia con una introspección más cercana a los mejores trabajos de Paolo Sorrentino funciona mejor. La diferencia es que Lapid no se apoya lo suficiente en el surrealismo como sí lo hace el italiano, lo que explica que, tras un buen tramo de dudas, las peores certezas se materialicen.
Justamente durante el viaje de Y. la cinta abandona cualquier ápice de poética cinematográfica para entregarse de lleno al discurso, a una crítica puramente dialogada. Todavía hay momentos en que el protagonista cuestiona el rol de su “arte” y cómo este complace a las élites, enfrentando pruebas físicas y psicológicas que supuestamente lo obligan a ver la masacre de frente y decidir su camino. Lamentablemente, si lo planteo como una suposición es porque, aunque interprete que esa sea la intención, lo que veo en pantalla son viñetas sueltas que repiten hasta el hartazgo la misma idea: el genocidio no es bueno, con el constante autoflagelo de quienes podrían actuar y no lo hacen.

Esto llega al punto de que el personaje de la esposa es olvidado por completo para, repentinamente, convertirse en el de mayor agencia en el relato, dejando atrás su rol pasivo como instrumento de placer, cosa que Y. no hace. En ese momento, Lapid, con la oportunidad de mostrar de forma potente el choque de ideas, elige el camino fácil del shock value y el subrayado para que la alegoría, por si no estaba clara, se lleve al límite.
Ese es, creo, el problema de Yes (Ken, 2025): una película fallida que padece de una visceralidad descontrolada. Es cierto que, al ser un conflicto actual en el que mucha gente pierde la vida injustamente por culpa de un régimen inhumano, es válido que exista una rabia que se quiera exponer. Y, de nuevo, no está mal buscar eso. No obstante, la falta de ideas, la escasa claridad al momento de filmar y la insistencia en quedarse con la base de que el genocidio es malo provocan que la película se vuelva pesada y reiterativa.
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