Hasta hace poco no estaba para nada familiarizado con el cine de los belgas Hélène Cattet y Bruno Forzani. Fue recién días antes de ver su nueva película que revisé la anterior que hicieron, Let the Corpses Tan (Laissez bronzer les cadavres, 2017), y pude darme cuenta de lo marcado que es su estilo y de por qué resulta tan atractivo. Es evidente que en su cine hay claras influencias del cine de género de los años 60 y 70, particularmente del que se hacía en Italia, como el giallo o el spaghetti western, siendo este último el más predominante en ese film.
Según lo que he revisado, a menudo se les ha cuestionado por ser realizadores más enfocados en la estética que en la sustancia, más preocupados por lo visual que por la historia o las ideas que pueden transmitir. No lo noté así en Let the Corpses Tan. Dentro de su elaborado estilo, encontré ideas interesantes sobre el placer prohibido que puede haber en la muerte y sobre cómo esta termina convirtiéndose en un personaje dentro de la historia. Aun así, es cierto que la película tenía algunos excesos, sobre todo en su gusto por el montaje frenético y por los contrastes sonoros y visuales extremos.

En su nuevo trabajo, esos rasgos aún están presentes, pero se sienten más controlados. Aunque por momentos la historia parece desbordarse en múltiples líneas narrativas que se dispersan y tardan en unirse, todo logra finalmente encajar hacia el cierre. Puede ser desconcertante en algunos tramos, pero aun con esas pequeñas fallas, me parece una película formidable. A diferencia de su trabajo anterior, Cattet y Forzani logran aquí una unión más equilibrada entre forma y fondo, donde lo visual y lo temático trabajan juntos para generar un impacto real. A través de un protagonista que revisita su pasado como espía, los directores construyen un relato metatextual sobre la memoria, el deseo y la imposibilidad de dar un cierre a aquello que se cortó súbitamente.
La historia, en apariencia simple, muestra a un hombre mayor llamado John (Fabio Testi) que observa su propia vida, principalmente su faceta artística, aunque también la existencia misma. En su juventud, fue un espía con una vida marcada por la adrenalina, algo cercano a un James Bond: con traje, armas y un particular encanto con las mujeres. Sin embargo, los directores no buscan glorificar esa imagen. Más bien, toman distancia y exploran el lado menos heroico de ese tipo de figuras. En lugar de imitar el modelo de 007, retoman las influencias del cine policíaco de serie B que se produjo en Italia, que es más agresivo y menos sofisticado.
Ahí la película adquiere una dimensión metatextual muy interesante. Mientras John recuerda su pasado y siente que este vuelve a acecharlo, Cattet y Forzani muestran cómo ese pasado no necesariamente debe entenderse como una sola versión de los hechos. De ahí la relevancia del diamante, que además de estar en el título, es un elemento clave en la narración. Funciona como un espejo, como un caleidoscopio visual donde los rostros y los recuerdos se multiplican, haciendo que la vida no se limite a una única perspectiva.

Esa multiplicidad es lo más fascinante de la película. Los cineastas juegan con una gran variedad de recursos visuales y con referencias a ese cine considerado de nicho, no tan canónico, pero igualmente valioso. Aunque realizadores como Mario Bava, Dario Argento o incluso Lucio Fulci ya han sido reivindicados, todavía existen muchos otros nombres y obras de ese periodo que permanecen por descubrir. Es precisamente ese espíritu el que la pareja de directores busca rescatar. Rinden homenaje al cine italiano sin caer en la imitación, recuperando su espíritu sensorial y dotándolo ahora de un aura melancólica.
Más que un relato de espionaje, Reflection in a Dead Diamond (Reflet dans un diamant mort, 2025) no pretende cuestionar o deconstruir el género, sino mirarlo con cierta tristeza. Hay en la película una sensación de melancolía hacia una forma de hacer cine que ha quedado olvidada, o incluso sepultada, por la industria que la considera un arte menor frente al llamado cine de prestigio. Esa es, creo, la verdadera fuerza del filme: su capacidad para ser electrizante en lo audiovisual y, al mismo tiempo, profundamente emotiva.
Su puesta en escena es envolvente. La cámara se mueve con velocidad y energía, el montaje alterna colores, disparos y heridas filmadas de cerca, mientras los sonidos —de las balas, los encendedores o el roce del cuero— resultan tan precisos como hipnóticos. Más allá del placer sensorial que esos elementos provocan, los directores los sitúan al mismo nivel que una historia cargada de melancolía. Sin adelantar detalles que podrían arruinar ciertas revelaciones, la película deja ver cómo Cattet y Forzani quieren mostrar la forma en que hoy mucha gente mira este tipo de cine desde arriba, con cierto desprecio, por no ajustarse a las concepciones modernas de lo que debe ser el arte.

Sin embargo, lo que proponen es una reivindicación de ese cine desplazado, una defensa de aquello que intenta ser borrado. Porque, aunque muchos quieran dejarlo atrás, es un arte que sigue ardiendo, que sigue siendo incisivo. Y eso es lo que los directores traen de vuelta, colocándolo en el pedestal que merece junto a tantos otros estilos que también requieren respeto. Hay, además, un juego constante con las máscaras, los dobles y la obsesión por la muerte. No es que la muerte no llegue, sino que uno se obsesiona con su posibilidad, con la idea misma de cómo puede llegar.
Esa obsesión se vincula con su película anterior, donde la muerte también era una presencia constante, aunque aquí adquiere un matiz más psicológico y artístico. Todo ello se refuerza con la sombra de Vertigo (1958), la obra maestra de Alfred Hitchcock, que también ronda esta película a través del tema de los dobles y la obsesión, y de cómo esos impulsos pueden consumir a los personajes.
En conclusión, Reflection in a Dead Diamond es brillante por la forma lúdica con la que Hélène Cattet y Bruno Forzani juegan con los géneros y revalorizan un tipo de arte que ha perdido reconocimiento, pero que poco a poco vuelve a ganarse el respeto de los cinéfilos. Más que un ejercicio de nostalgia, esta es una reivindicación del cine como arte vivo, una experiencia tan intensa como hipnótica por la manera en que celebra lo que el paso del tiempo intentó enterrar. Asimismo, tampoco es una exaltación ciega ni una deconstrucción severa propia de estos tiempos, sino una reivindicación lúcida de un cine que resiste al olvido y sigue latiendo entre luces, sonidos y heridas. Entre el juego formal y la emoción, los directores firman una de las películas más fascinantes e infravaloradas del año.
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