Festival Lima Alterna: “Ariel” (2025), literatura en naufragio


Han pasado ya dos años desde que, en una edición del Festival de Lima Alterna, pude ver Samsara (2023), mi primer contacto con la obra del cineasta español Lois Patiño, la cual, debo admitir, no conocía. Y ha sido precisamente gracias a una película como esa que sigo agradecido con este festival, pues permite descubrir propuestas que apuestan por la radicalidad formal y por una mirada distinta sobre el cine. Samsara era un ejemplo claro de ello: una obra de enorme poder experimental, que abordaba temas como la trascendencia y la condición humana a través de una experiencia sensorial única, con una memorable secuencia abstracta hipnótica y profundamente espiritual.

Dos años después llega Ariel (2025), su nuevo largometraje, que decidí ver nuevamente sin conocer más que el título y su participación en el mismo festival. Antes de la proyección, Farid Rodríguez, director y programador de Lima Alterna, dio un breve contexto: Ariel es un proyecto que Patiño desarrolló junto al cineasta argentino Matías Piñeiro, aunque finalmente el primero asumió la dirección en solitario. La colaboración surge del interés común por La tempestad, de William Shakespeare, texto en el que se inspira esta película. Sin embargo, conviene aclarar que los estilos de ambos realizadores difieren por completo: mientras Piñeiro se mueve en lo literario y dialoga con la palabra, Patiño se sitúa en lo visual, lo atmosférico y lo contemplativo. Esa tensión entre ambos lenguajes atraviesa buena parte del film.

Lo más interesante es cómo el director español intenta cruzar su aproximación más experimental con una estructura narrativa basada en un texto clásico. Desde los primeros planos del mar, alternados con una representación teatral de la obra, la película establece su tono onírico y ambiguo. Hay un uso del montaje que contrapone las imágenes naturales con elementos performativos, creando una atmósfera entre lo terrenal y lo sobrenatural. En esa combinación de imágenes y sonidos —y en su progresiva deriva hacia lo abstracto— se perciben ecos de David Lynch, especialmente en la manera en que el misterio se impone sobre la lógica narrativa.

La premisa sigue a Augustina Muñoz, interpretándose a sí misma, una actriz argentina que viaja a las islas Azores para interpretar el papel de Ariel en una adaptación de La tempestad. Sin embargo, al llegar, descubre una comunidad que parece vivir bajo un hechizo, donde los habitantes repiten frases y fragmentos de obras de Shakespeare como si estuvieran atrapados en un ciclo eterno. Esa repetición no busca preservar los textos, sino que funciona como una especie de trance colectivo, un lenguaje que ha reemplazado la realidad. A partir de ahí, la protagonista se ve absorbida por ese espacio incierto en el que las fronteras entre ficción y vida se desdibujan por completo. El cineasta introduce entonces un componente metanarrativo: una reflexión sobre el guion de la existencia, sobre cuánto de la representación puede infiltrarse en la vida real y cuánto de lo real termina asimilado por la representación.

El film plantea interrogantes sugerentes: ¿cuánto puede durar una obra dentro de nosotros?, ¿en qué parte de la memoria o de la conciencia se conserva?, ¿cómo persiste dentro de un inconsciente colectivo? Estas ideas emergen con fuerza al inicio, pero a medida que avanza, la película parece perder el rumbo. Lo que prometía ser una exploración profunda sobre la permanencia del arte termina cayendo en repeticiones y divagaciones que diluyen su potencial. Las narraciones en off, que en un principio aportan una dimensión poética, se vuelven reiterativas hasta la máxima potencia, rozando el exceso. El discurso se enreda sobre sí mismo, hasta volverse una versión redundante y algo pretenciosa de la “muerte del arte”, incapaz de llevar más lejos sus propias preguntas.

Ahí es donde la cinta necesita despegar, encontrar un vuelo más audaz que justifique su ambición formal. Pero cuando parece que está a punto de hacerlo, se queda suspendida, como si el director temiera empujar su propuesta hasta el límite. Lo que empieza como un juego metacinematográfico —incluso con fragmentos cómicos que apuntan a un extrañamiento deliberado— termina en el terreno de lo ingenuo y lo pretencioso, al intentar crear complicidad con el espectador y recordarle constantemente el artificio de lo que observa.

Curiosamente, la película acaba confirmando su propia tesis. En su intento de hablar sobre cómo las obras se desvanecen con el tiempo, Ariel se convierte en un ejemplo de ello. Es una película de impecable factura visual, pero poco arriesgada en sus decisiones, que se queda flotando entre imágenes hermosas y divagaciones conceptuales que se repiten hasta agotarse. Más que una mala película, es un filme que no logra despegar, atrapado en la autoconciencia y en el miedo a perder el control. Por eso, además de poco profunda, termina lamentablemente condenada al olvido, lo cual me apena, porque tras Samsara esperaba mucho más de Lois Patiño. Ariel demuestra que experimentar con la imagen no basta si el riesgo no viene también desde las ideas: de lo contrario, todo ese mar de ambición termina diluyéndose en su propio desconcierto.


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