Semana del Cine Ulima: “Nouvelle Vague” (2025), imprimiendo la leyenda


¿Somos realmente conscientes del impacto que generamos cuando creamos algo? Esa es una pregunta que, aunque parece moderna, existe desde siempre. Hoy, con la democratización de la tecnología, cualquiera puede filmar sin estudios, sin grandes recursos ni respaldo económico. Pero la duda sobre qué significa crear, y cómo una obra puede influir más allá de sus intenciones iniciales, es anterior a cualquier cámara digital. A lo largo de la historia, muchas grandes obras no nacieron de la preparación ni de la búsqueda deliberada de grandeza, sino de impulsos, errores o accidentes felices. Con el tiempo, es el público —el que viene después— quien les otorga valor, el que transforma un hecho menor en mito. Incluso cuando el acontecimiento en sí no es el más trascendente, la leyenda que lo rodea lo vuelve inmortal. Y dentro de esa reflexión, es imposible no pensar en Jean-Luc Godard.

Godard es una figura imposible de separar de la idea de ruptura. Aunque no fue el único dentro de la llamada Nueva Ola Francesa, su nombre se convirtió en sinónimo de ese movimiento que cambió para siempre la forma de hacer cine. Y claro, cuando se piensa en él, también aparece una película: Sin aliento (À bout de souffle, 1960), su ópera prima, esa obra que no solo marcó un antes y un después en la historia del cine, sino que simboliza el espíritu libre y provocador de toda una generación. Justamente a esa película, y al contexto que la vio nacer, Richard Linklater decide rendir homenaje con Nouvelle Vague (2025), un filme que puede parecer, en principio, un simple ejercicio de fanservice, pero que en realidad intenta ir más allá. No se limita a los guiños o a la nostalgia del cinéfilo; su ambición está en pensar cómo nacen las revoluciones artísticas, cómo una idea —o una forma de mirar— puede alterarlo todo.

Por supuesto, hay momentos donde el director texano se deja llevar por el entusiasmo. La película está poblada de cameos, referencias y nombres que un público cinéfilo reconocerá al instante, pero que para un espectador menos especializado podrían no significar demasiado. Sin embargo, más que un obstáculo, esa condición funciona como un filtro natural: quien tenga curiosidad por entrar a ese universo encontrará una puerta abierta. Aunque a primera vista parezca dirigida solo a los iniciados, la película no se cierra al público que llega sin bagaje previo. Incluso con sus bromas internas y sus comentarios autorreferenciales, la película conserva un tono lúdico que evita el elitismo. Linklater logra que la fascinación por ese momento histórico —ese set, esas discusiones, esa energía— no se sienta como un gesto condescendiente, sino como una invitación a compartir un entusiasmo.

Y es necesario recordar que esta no es simplemente una película “sobre Godard”. Es, ante todo, una película de Richard Linklater. Un director con una carrera amplia, un estilo propio y una manera muy particular de observar el tiempo, la conversación y los personajes que habitan la duda. Desde sus inicios, el cineasta ha construido retratos de individuos que oscilan entre la lucidez y la impostura, entre la genialidad y el engaño. Sus protagonistas suelen ser personas que buscan un propósito, pero que al mismo tiempo manipulan su entorno para lograrlo. En ese sentido, el Godard que presenta aquí encaja perfectamente con su galería de personajes. Es alguien que puede ser brillante y exasperante, apasionado y tramposo. Una figura que provoca y fascina a la vez.

La comparación con Escuela de rock (School of Rock, 2003), una de las grandes películas del director, puede parecer descabellada, pero resulta pertinente. En aquella película, el protagonista interpretado por Jack Black fingía ser profesor para inspirar a un grupo de niños a través de la música. En Nouvelle Vague, Godard también engaña —a sus colegas, a su equipo, incluso a sí mismo— para defender una visión que nadie más parece entender. Ambos son personajes obsesionados con comunicar algo, aunque los medios para lograrlo sean cuestionables. Y es precisamente en esa contradicción donde Linklater encuentra humanidad: en la capacidad de equivocarse, de manipular, pero también de crear algo que perdure. Su retrato de Godard no busca santificarlo, sino mostrarlo como un ser complejo, contradictorio, muchas veces insoportable, pero siempre fiel a su idea del cine.

La película también comparte otro rasgo esencial del cine de del autor de Boyhood, memorias de una vida (Boyhood, 2014): su obsesión con el paso del tiempo. Aquí, el tiempo se entiende como un ciclo que se repite, donde cada generación encuentra su propio momento de quiebre. Así como en los años sesenta surgieron talentos como el propio Godard, François Truffaut, Jacques Rivette, Éric Rohmer, Agnès Varda o Jacques Demy, también el propio Linklater, décadas después, formaría parte de un movimiento que redefiniría el cine estadounidense desde la independencia y la conversación. Esta cinta propone que, así como la «Nouvelle Vague» fue un milagro en su época, otros milagros pueden volver a ocurrir. No constantemente, pero sí en esos instantes irrepetibles en los que algo cambia para siempre. Lo que el director busca capturar no es la exactitud de un tiempo o un lugar, sino el nacimiento de una leyenda: ese punto donde la realidad y el mito se confunden.

Por eso, la película no pretende reproducir París ni documentar cómo hablaban los cineastas de entonces. Lo que le interesa es reconstruir el espíritu, esa efervescencia colectiva que convirtió a un grupo de jóvenes en el epicentro de una revolución artística. El director juega con la memoria, con el modo en que los relatos se deforman y se vuelven más poderosos que los hechos. No busca precisión histórica, sino emoción. Quiere mostrar cómo el talento, la coincidencia y el deseo de crear pueden reunirse en un mismo punto y generar algo que trasciende el tiempo. En Nouvelle Vague, más que en ninguna otra de sus películas, Linklater captura el mito en el momento de su formación.

Esa mirada es la que también explica las distintas reacciones que podría despertar la película. Algunos de los fanáticos más solemnes de Godard podrían tomársela con como una burla, mientras que otros, más críticos, pueden verla como una provocación y hasta comprobación de lo antipático que siempre fue. Linklater juega deliberadamente con esa dualidad: el respeto y la irreverencia, la admiración y la distancia. En su versión del director franco-suizo conviven las dos caras del mito: el creador revolucionario y el hombre caótico, el intelectual brillante y el provocador que irrita a todos. Nouvelle Vague no lo juzga, sino que lo observa con ironía y una comprensión que solo alguien fascinado por la historia del cine podría tener. Su retrato es honesto, incluso cuando muestra los defectos que acompañaron al cineasta hasta su muerte en 2022.

Además, la película reafirma una idea fundamental en la obra del cineasta: el arte como construcción colectiva. El director recuerda que el cine, por más que se asocie a un solo nombre, es siempre fruto del trabajo de muchas personas. Esa colectividad, ese intercambio de ideas, ese caos compartido, son los que hacen posible que algo exista. Esta película celebra justamente eso: la sinergia de un grupo de gente que, quizá sin proponérselo, terminó cambiando la historia. A través de conversaciones, disputas o momentos que parecen no llevar a nada, surge lo inesperado, lo mágico. Y Linklater filma esa sensación con afecto, sin solemnidad, reconociendo que el cine es también eso: una suma de errores, coincidencias y pasiones que se cruzan en el instante justo.

Por todo esto, Nouvelle Vague se siente como una de las experiencias más vivas y sentidas del año. No se limita a registrar un hecho puntual, sino que lo revisita desde la curiosidad y el cariño, desde el juego y la reflexión. Richard Linklater no intenta reconstruir una época perdida, sino dialogar con ella. Su película entiende que la leyenda de la «nueva ola francesa» no pertenece solo a los que la vivieron, sino también a los que, décadas después, siguen inspirándose en ella. La cinta es un retrato juguetón, honesto y profundamente coherente con la mirada de su autor: la de alguien que ama observar cómo las ideas nacen, se transforman y vuelven a encontrar su lugar en el tiempo.


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