Semana del Cine ULima: «Tell Her That I Love Her» (2025), el deber de mirar el pasado


Desde hace un tiempo, me interesa mucho esta tendencia en el cine que busca hurgar en la memoria, sobre todo en la memoria familiar y en las figuras que criaron a los autores que nos cuentan estas historias. La figura materna o paterna siempre resulta fundamental para la formación de una persona, no solo por inculcar valores o dar bases para la crianza, sino porque incluso al no hacerlo también se forja una visión del mundo, una manera de observar las cosas que puede llegar a plasmarse en una obra artística. Eso implica, además, que los recuerdos sean observados desde distintos ángulos, y que el modo en que se indaga en ellos determine el tipo de verdad que emerge.

En tiempos recientes, es imposible no pensar en una película clave como Aftersun (2022), donde la cineasta Charlotte Wells, lejos de hablar directamente de sí misma, coloca en el centro de todo la figura del padre. Allí muestra cómo el peso de la responsabilidad asumida a una edad temprana termina afectando tanto física como psicológicamente. Esa búsqueda íntima, emocional y formalmente controlada es el punto de partida desde el cual la actriz y directora Romane Bohringer construye su nuevo largometraje, una obra que mezcla cine y memoria de un modo especialmente sugerente.

Buena parte del film se centra en el juego entre la memoria y el cine, en cómo este último se convierte en un cúmulo de recuerdos que terminan dando forma a una obra. La directora explora cómo ciertas experiencias que parecen profundamente personales pueden, en realidad, volverse universales, y cómo lo que le ocurre a uno es apenas un fragmento de algo mayor. Un detalle importante en Tell Her That I Love Her (Dites-lui que je l’aime, 2025) es la manera en que la cámara adopta la mirada de la protagonista, ya sea en su adultez o en su infancia. Esa mirada funciona como un pequeño agujero por el que observa algo que tal vez no debería ver, como si hurgar en la memoria fuese una actividad prohibida por las verdades que pueden salir a la luz.

Allí radica buena parte de lo fascinante del filme: lo que empieza como un juego metanarrativo termina siendo una confrontación directa con una verdad dolorosa. La cineasta se enfrenta a la vida de su madre, marcada por la juventud, los vicios y las dificultades de la maternidad precoz, una combinación que se volvió casi mortal para ella. Durante años, esa parte de su pasado permaneció silenciada, pero el surgimiento de una ficción similar a su historia lleva a Bohringer a volver la mirada hacia ese fragmento del tiempo y preguntarse qué puede descubrir ahí.

A partir de ese punto, la cinta evoluciona y la ficción da paso a una dimensión casi documental. Los rostros que inicialmente parecen pertenecer a personajes de una película terminan revelándose como los de las personas reales en las que se inspira la historia. Esa transición refuerza la idea de que la memoria no es una reconstrucción estable, sino un territorio que se transforma con cada mirada.

Lo más destacado de esta película es su estructura como una gran muñeca rusa de memorias e ideas. Bohringer construye capas superpuestas de recuerdos, ficción y testimonio que ponen en evidencia lo difícil que puede resultar mirar de frente el pasado y enfrentarse a aquellas personas que tal vez juzgamos sin comprender lo que atravesaban. Sin embargo, también es esa naturaleza documental la que, en cierto punto, parece devorar la película. Lo que al inicio era un juego entre la ficción y la realidad termina inclinándose hacia la realidad, y con ello la obra pierde parte de su fuerza formal y narrativa.

Aun así, esa aparente desventaja termina integrándose a la propuesta. La película nos invita a perdernos entre los recuerdos y a reconstruirlos desde lo que falta. Su ambición por revisar el pasado puede desorientar, especialmente si no se conoce el contexto que rodea la historia, pero Bohringer logra mantenerla bajo control. A diferencia de otras películas recientes, como Sentimental Value (Affeksjonsverdi, 2025), de Joachim Trier, donde la ambición termina por diluir la historia central, aquí el riesgo está mejor contenido. Incluso cuando la vertiente documental se impone, nunca se pierde de vista el corazón de la película: la figura de la madre y todo lo que su vida representa.

Bohringer consigue poner frente a la cámara un legado familiar, pero también cinematográfico, que se despliega tanto delante como detrás de escena. Su película es un gesto de exposición y de reconciliación, un intento por comprender lo heredado y hacerlo visible. Es, además, un ejercicio de memoria que trasciende lo personal y se inscribe en una tradición de autoras que utilizan el cine como herramienta para explorar las heridas del pasado y los vínculos entre generaciones.

Lamentablemente, Dites-lui que je l’aime («Dile que la amo», en español) no ha tenido mucha difusión, pero resulta una obra muy pertinente dentro de las exploraciones contemporáneas del cine sobre la memoria. Por la honestidad con que aborda sus temas, por su riesgo formal y por su mirada hacia lo íntimo, es una película que merece ser reconocida. En tiempos donde recordar parece cada vez más difícil, Bohringer demuestra que el cine puede seguir siendo un espacio para mirar hacia atrás y, en ese acto, intentar entender quiénes somos.


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