Semana del Cine Ulima: “Espejos Nº 3” (2025), el reflejo y la herida


El cine del alemán Christian Petzold es uno que todavía tengo pendiente de seguir explorando. Aunque he quedado muy satisfecho con sus trabajos recientes, considero que aún me falta mucho por descubrir en su propuesta, especialmente por la manera en que aborda ciertos temas. En Ondina (Undine, 2020), por ejemplo, reinterpreta el mito germánico, mientras que en Cielo rojo (Roter Himmel, 2023) desarrolla una dimensión metanarrativa. Petzold no busca reinventar la forma ni transformar lo que ya existe, sino que parece más interesado en demostrar por qué esas estructuras siguen siendo efectivas. Lo hace sin perder su voz, plasmando en cada obra sus obsesiones personales: el amor que desafía el tiempo, la identidad perdida y las segundas oportunidades que parecen imposibles.

Su cine gira siempre en torno a lo que desaparece y luego intenta adquirir una nueva forma. Precisamente ese proceso es el que mejor desarrolla a lo largo de su filmografía. En su nuevo largometraje sigue ese mismo camino, aunque de manera más directa y concisa. Se trata de un proyecto que ni siquiera llega a la hora y media, pero que en su brevedad logra un impacto notable. Lo admirable es cómo, sin recurrir a grandes despliegues ni análisis excesivos, consigue mantener el interés y sostenerse frente a producciones mucho más ambiciosas. Como en sus filmes anteriores, el planteamiento se apoya en pocos personajes y una sola locación, algo similar a lo visto en Cielo rojo.

En Espejos N° 3 (Miroirs No. 3, 2025), la historia se centra en Laura (Paula Beer), quien sobrevive milagrosamente a un accidente y es acogida por una mujer llamada Betty (Barbara Auer). Esta la trata con un afecto casi maternal, y solo con mencionar ese vínculo se puede intuir hacia dónde se dirige la historia. Sin embargo, Petzold, como gran alumno del cine de Alfred Hitchcock, manipula al espectador con lo que este espera ver, presentándonos un misterio que en realidad no lo es, porque el secreto ya está a la vista del espectador. El enigma no reside en descubrirlo, sino en esperar pacientemente el momento en que todo estalle. Esa tensión contenida define el tono del filme. Laura, una estudiante de música sin pasado claro más allá de su relación con un novio con el que tuvo una discusión previa al accidente, encarna la dependencia y la búsqueda de una dirección que no logra encontrar por sí misma.

Betty, en cambio, representa una figura maternal cargada de ambigüedad. Aunque se muestra frágil y contenida, es la verdadera autoridad del espacio doméstico. Vive con su esposo y su hijo (Matthias Brandt y Enno Trebs), ambos dedicados a la mecánica, con un negocio paralelo que bordea la ilegalidad. Ese detalle es clave, porque Petzold convierte la profesión de los hombres en metáfora: se dedican a reparar cosas, y ese impulso por arreglarlo todo se extiende a su forma de entender la vida. Pero hay algo que nunca pudieron recomponer: una ausencia, una pieza faltante en la familia. Es ese vacío lo que Betty intenta llenar mediante Laura, transformando la relación entre ambas en un vínculo tan perverso como fascinante. El director nunca recurre al exceso ni a lo grotesco; mantiene la tensión en un terreno elegante, donde la violencia emocional pesa más que cualquier golpe visual.

Esa sutileza también se expresa en el uso del color. A través de la paleta cromática, Petzold comunica el estado interno de los personajes: el negro asociado a Betty, símbolo de la muerte y la pérdida; el blanco, a la pureza distorsionada con la que intenta moldear a Laura; el azul, ligado al padre y al hijo, representa la tristeza contenida que ambos cargan sin poder exteriorizar. Y también el rojo, vinculado a Laura, como símbolo de la sangre y del modo violento en que irrumpe en la familia, encarnando un amor distorsionado que se le quiere imponer. Este juego visual refuerza la idea de que todos los personajes viven atrapados en un ciclo emocional que los sobrepasa. Ninguno logra reparar lo que realmente importa, y esa imposibilidad se convierte en el motor del relato. Lo que empieza como un gesto de amparo maternal termina revelándose como un intento de posesión, donde cada uno busca llenar su vacío a costa del otro.

Pensar que Espejos N° 3 es simplemente una película de misterio o una intriga con tintes tabú sería reducir su alcance. Petzold no está interesado en el lado sensacionalista, sino en cómo el dolor y la ausencia moldean a las personas. La película explora los intentos fallidos de llenar un vacío que solo puede completarse con libertad y armonía, no con reemplazos. Esa lectura vale tanto para la familia como para la identidad individual. Laura, que durante gran parte del filme busca un lugar al que pertenecer, termina entendiendo que no se trata de cambiar de dueños, sino de seguir su propio camino. Esta cinta confirma que Christian Petzold, una vez más, puede construir una historia intensa y emocional con recursos mínimos. Como sugiere el título, la película refleja su inicio en su final, pero no como una copia: lo hace transformando ese reflejo en una nueva forma de libertad.


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