Semana del Cine Ulima: “Magallanes” (2025), la caída del explorador 


Siempre voy a apreciar que eventos como la Semana del Cine Ulima, o los distintos festivales que se realizan en la capital, me permitan ver cosas que tal vez no elegiría de buenas a primeras. A veces esto se da porque tengo otros intereses o por películas que considero prioritarias. También hay directores cuyos trabajos pueden intimidarme, ya sea por no saber bien cómo encararlos o simplemente por falta de ganas. En algunos casos, es porque pertenecen a un tipo de cine que no consumo con frecuencia, como el slow cinema.

Ha sido gracias a los festivales que he podido acercarme a obras de cineastas que, más allá de gustarme o no, me han abierto nuevas puertas. Ese es el caso de Lav Diaz, un director del que había oído hablar por su fama de realizar películas de larga duración —a veces de cinco o siete horas—, algo que siempre me mantuvo a distancia. Además, es uno de los grandes representantes del slow cinema

Sin embargo, al igual que sucede con otros autores de ese ámbito, como Albert Serra (quien produce su más reciente película y fue parte de una singular anécdota en torno a esta) o Hong Sang-soo, encontrarme por primera vez con lo que muchos consideran uno de los trabajos más accesibles del realizador filipino fue una experiencia curiosa e incluso gratificante. Finalmente pude enfrentarme a su cine, y lo que encontré me pareció digno de atención, siendo una propuesta que, por momentos, logra mantener el interés. A diferencia de sus obras anteriores, donde tengo entendido que la contemplación y la ausencia de una narrativa definida son más notorias, aquí hay una mayor claridad respecto a lo que se quiere contar, y eso en absoluto le resta mérito.

Magallanes es, en esencia, un filme histórico sobre una figura real: Fernando de Magallanes, el explorador portugués recordado por su expedición que dio la primera vuelta al mundo y por el estrecho que lleva su nombre. Sin embargo, a Lav Diaz no le interesa mostrar esa dimensión heroica —que ya está documentada en innumerables libros—, sino retratar la llegada de Magallanes y su tripulación a lo que hoy es Filipinas como una invasión, casi como una maldición enviada por los dioses a los pueblos nativos. Si dejamos de lado la visión eurocentrista, el proceso de colonización se asemeja más a lo que Diaz plasma: una experiencia dura, violenta y llena de dilemas morales. La pregunta sobre si lo que se hace responde a una causa noble o a un interés personal se vuelve constante. Ese conflicto interno está encarnado por el propio Magallanes, interpretado con gran contención por Gael García Bernal, a quien vemos debatirse entre la fe, la culpa y la certeza de la derrota. En sus silencios y en la forma en que se desplaza con una parsimonia casi fúnebre se percibe el peso de esa duda.

La película está estructurada en tres momentos bien definidos: la primera expedición fallida, cuando Magallanes aún sirve bajo las órdenes de otro comandante; la segunda travesía, en la que decide reagruparse e intentar volver al mar, atormentado por los fantasmas de su pasado; y la extensa secuencia final, en alta mar y luego en Filipinas, que culmina con la derrota del explorador frente a las fuerzas indígenas lideradas por Lapulapu. Esta última parte, la más impactante, transcurre casi íntegramente en el barco y representa el clímax de la película. Es ahí donde el cineasta acentúa la dureza de sus imágenes, componiendo escenas de una belleza sombría donde los cuerpos se descomponen moral y físicamente. Lo que parecía una búsqueda del cielo termina convirtiéndose en un infierno, primero en el mar y luego en tierra firme.

Diaz muestra cómo la tripulación, consumida por la enfermedad, la fe y el hambre, se reduce poco a poco. Los errores de Magallanes y la soberbia de su misión se vuelven evidentes al subestimar la fuerza de los pueblos nativos, pero es en esas culturas, en su resistencia, donde surgen los verdaderos héroes y las leyendas que trascienden. En ese sentido, el cineasta utiliza planos largos, escasos diálogos y un ritmo deliberadamente lento para reflexionar sobre la decadencia moral del explorador y la persistencia del colonizado. Sus encuadres, pese a la austeridad técnica, poseen una composición hipnótica que se apoya en la podredumbre de las situaciones y en la lentitud de la muerte, casi tangible.

El director también sugiere otra idea, que es la de la necesidad humana de dejar un legado, de jugar a ser más grande que la vida. Para Magallanes, eso parecía algo sencillo, un trámite que consistía en internarse unos días en la selva y plantar una bandera. Pero la realidad demuestra lo contrario. Esa ambición sostiene la cinta y la vuelve, hasta cierto punto, fascinante. Recalco ese “hasta cierto punto” porque, si bien reconozco sus méritos, no diría que es una obra maestra. A pesar de la destreza visual y la fuerza de sus imágenes, no es una película fácil ni especialmente amable con el público. Y aunque el cine no tiene la obligación de serlo, Magallanes puede resultar ardua incluso para espectadores experimentados.

Sus temas —la religión, la colonización, la búsqueda de hegemonía o la imposición de una única forma de pensar— siguen siendo profundamente actuales, pero eso no la convierte en una experiencia accesible. Tal vez quienes no estén familiarizados con este tipo de cine no logren conectar del todo. Habrá excepciones, claro, pero en lo personal, aunque respeto lo que Diaz propone y la coherencia con que lo hace, no puedo decir que haya conseguido involucrarme completamente. Mi visión del cine probablemente va por otro lado. Por eso, si bien considero que su obra puede sacar a un cinéfilo de su zona de confort, todavía me resulta difícil verla más allá de esa curiosidad. Hubo momentos en los que el tedio me ganó, y reconozco que ese ritmo es algo con lo que aún no termino de conectar.

Más que una crítica, este texto es un recuento de lo que fue mi primer encuentro con el cine de Lav Diaz: un director con un estilo y una mirada muy particulares, cuya habilidad para narrar y componer imágenes es indiscutible, aunque no necesariamente afín a mi sensibilidad.


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