[Crítica] “Frankenstein” (2025), de Guillermo del Toro: en el nombre del hijo


A lo largo de su extensa filmografía, desde Hellboy hasta Pinocho y pasando por El laberinto del fauno, Guillermo del Toro ha planteado una tesis formidable sobre la deshumanización moral de los seres humanos frente a la obscenidad física y psicológica de los monstruos. Es solo ahora que el mexicano se ha atrevido a adaptar la biblia que le inspiró a desarrollar dicha tesis por más de treinta años. Como el propio Victor Frankenstein ante su jurado académico, Del Toro demuestra gran destreza y sabiduría a la hora de ejecutar su potencial obra cumbre, pero también una pasión desmedida que le impide reconocer ciertas limitaciones como su elección de actor protagónico y su final apresurado. Aún así, este Frankenstein (2025) combina lo mejor del repertorio conceptual macabro del mexicano con una interpretación sensata de la novela homónima de Mary Shelley, y desarrolla una nueva tesis: la reivindicación de los hijos que deben superar los traumas heredados de sus padres y creadores.

La película se divide en tres partes: un preludio que refleja el encuentro del Capitán Anderson (Lars Mikkelsen) con un Victor Frankenstein (Oscar Isaac) herido gravemente por la Criatura (Jacob Elordi) en medio del Ártico; la historia de vida que el protagonista narra al capitán en su barco, desde su trágica infancia hasta la concepción de su Criatura como experimento para conquistar la muerte; y la historia de la propia Criatura que evidencia su complicada supervivencia y sus inútiles intentos por acabar con su vida. Ambas historias también acogen a tres personajes clave: William Frankenstein (Felix Kammerer), hermano menor de Victor; Heinrich Harlander (Christoph Waltz), mecenas austriaco de Victor; y Elizabeth Harlander (Mia Goth), sobrina de Heinrich y prometida de William que inspira un deseo tóxico en Victor y un amor sensible en la Criatura.

Aunque se adhiere a la estructura narrativa original, Del Toro introduce algunas variantes significativas empezando por el rol del padre de Victor, el Barón Leopold (Charles Dance), médico que determina la profesión del protagonista y su resentimiento como hijo que será determinante en su futura relación con la Criatura. Otra variante es su relación con Elizabeth que aquí adquiere una connotación de prohibición por estar comprometida con su hermano menor, por no haberla conocido durante su infancia y por suscitar un interés romántico en la Criatura. Ambos elementos acentúan el componente melodramático de la historia de Victor que ya no se limita a la pérdida de su madre. Una variante problemática es la nacionalidad ambigua del protagonista que es técnicamente descendiente de una familia europea y crece como británico. Esto se complica por la elección de un actor de origen guatemalteco que difícilmente pasaría como un aristócrata europeo del siglo XIX, que no se parece en nada al actor que interpreta su versión infantil, y cuyo intento de acento británico es, como mínimo, irrisorio, sobre todo en su narración en off

Al margen de estas contradicciones, el Victor Frankenstein de Oscar Isaac no termina por sentirse como un personaje desarrollado. Por un lado el histrionismo del guatemalteco es compatible con el arquetipo de científico loco del personaje, haciendo que sus arranques de júbilo y angustia sean convincentes. Isaac también destaca en su faceta como creador abusivo de un Jacob Elordi emocionalmente frágil con el cual recrea el trauma del padre negligente, permitiendo a Del Toro desarrollar una nueva tesis sobre la obra de Mary Shelley. Pero en otras circunstancias, como en su cortejo de Elizabeth o en su fase moribunda en el barco, el Victor de Isaac no demuestra matices de personalidad ni profundidad emocional. Tampoco le ayuda que su mayor oportunidad de redención hacia el final se acelere inexplicablemente. Para ser justos, el guin tampoco favorece el desarrollo de otros personajes como el de la propia Elizabeth que desaprovecha la efervescencia de Mia Goth. Christoph Waltz por su parte cumple con inyectar suficiente carisma en un Heinrich volátil, y Lars Mikkelsen aprovecha cada segundo de su presencia en pantalla para hacer que su capitán danés sea memorable.

El filme por supuesto cuenta con un corazón que, como no podía ser de otra forma, radica en la concepción de su “monstruo”. Jacob Elordi demuestra ser un actor idóneo para el rol desde que ofrece un cuerpo de tamaño intimidante pero de aspecto frágil, casi sacado de un crucifijo,  que rompe con el molde macizo y caricaturesco de adaptaciones previas. En sus primeras intervenciones casi silentes también acierta en su lenguaje corporal y facial, expresando temor, curiosidad y dolor como una criatura recién nacida. En su etapa más autónoma y verbal, aunque depende de una voz distorsionada y de un atuendo que parece sacado del armario de Steven Tyler, Elordi consigue proyectar una imagen de bestia iracunda sin perder su lado más cándido. Su propuesta más bien matizada de un monstruo históricamente unidimensional (con el perdón de Boris Karloff) no solo es consistente con la tendencia de una “masculinidad suave” en el Hollywood contemporáneo (véase el fenómeno “babygirl”) sino también con el panteón de monstruos más bien solemnes del realizador mexicano que tienen más en común con el Charlot de Chaplin que con sus pares clásicos de Universal. 

El estilo distintivo del mexicano se consolida a través del resto de elementos cinematográficos. Su diseño de producción ambicioso prevalece en la mayoría de planos, incluso en aquellos donde el enfoque radica en los personajes (Del Toro felizmente sigue sin ceder a la presión de los streamers por incrementar los primeros planos para verse bien en pantallas de celular). Personalmente he disfrutado identificando las calles de Edimburgo (donde vivo actualmente) que aquí lucen ambientadas al siglo XIX, una ciudad llena de ahorcamientos públicos y charcos de sangre, y me habría gustado apreciarla por más tiempo. El diseño de vestuario, desde los vestidos extravagantes de Mia Goth hasta el abrigo destrozado de la Criatura, es impecable. La banda sonora de Alexandre Desplat encapsula magistralmente la fusión del terror y el melodrama que ocurre en la historia de Mary Shelley. La suma de todas estas partes hace que nos olvidemos de las contradicciones y limitaciones en el campo dramático, y es que estas son las que constituyen el componente mágico del viaje. El único elemento reprochable es el de las animaciones de animales que pudieron beneficiarse de una o dos capas digitales adicionales.  

Del Toro claramente ha invertido pasión, tiempo y dinero en esta adaptación, pero Frankenstein no es del todo acertada para erigirse como su obra definitiva. Es posible que su admiración de toda una vida por la novela de Shelley haya comprometido su sensatez, sobre todo para proponer a Victor Frankenstein como un hijo traumatizado y “padre” negligente. Su concepción de la Criatura y su elección de Jacob Elordi para encarnarla afortunadamente rescatan esta lectura edipiana de la novela que convierte al “monstruo” en una personificación contundente de las cicatrices que heredamos por las exigencias y expectativas de nuestros padres. Es a través de su figura que Del Toro logra fundir el catolicismo mexicano en un contexto británico desprovisto de un sentimiento colectivo de culpa y de la necesidad del perdón como recurso para superar los traumas de padres y creadores. Esto es probablemente el mayor triunfo para una película de “monstruos” de por sí cautivante pero que aspiraba a ser mucho más que eso.

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