El trabajo de la cineasta escocesa Lynne Ramsay podría resumirse en una palabra: intensa. Hasta ahora solo he visto las dos películas que marcaron su etapa más conocida, aunque aún tengo pendientes Ratcatcher (1999) y Morvern Callar (2002), y queda la duda de si tras verlas mi perspectiva sobre esto cambie. En ambas obras, Ramsay revela un dominio visual arrollador, componiendo imágenes que no buscan el impacto gratuito sino que exploran la complejidad de la naturaleza humana. Desde la maternidad marcada por la culpa hasta la violencia como extensión del trauma, su mirada se hunde en el subconsciente y lo traduce con una honestidad inquietante.
Aun con ese vacío, las dos que sí he visto muestran a una directora con gran capacidad para construir ideas a partir de imágenes que, sin recurrir al exceso, se integran en un universo visual coherente. En Tenemos que hablar de Kevin (We Need to Talk About Kevin, 2011), protagonizada por Tilda Swinton y Ezra Miller, se aborda de manera contundente la maternidad y las preguntas difíciles que despierta. Sus planteamientos, aunque extremos, parecen brotar de impulsos reprimidos y pensamientos retorcidos que la cineasta plasma con precisión en pantalla. En Nunca estarás a salvo (You Were Never Really Here, 2018), protagonizada por Joaquin Phoenix, reaparece la figura materna, ahora en un personaje adulto emocionalmente detenido. A pesar del paso del tiempo, conserva una niñez congelada, una dependencia hacia su madre que lo impulsa a actuar sin importar los medios.

Ahora, con Mátate, amor (Die My Love, 2025), la directora prolonga su exploración de lo íntimo y lo perturbador. La historia nos presenta a Grace y Jackson (Jennifer Lawrence y Robert Pattinson), una pareja que abandona la ciudad por el campo y se enfrenta a sus deseos suprimidos y a una pasión que pronto se vuelve destructiva. La naturaleza, en su aparente calma, es en realidad un campo de batalla donde, lejos de existir ganadores o perdedores, se revelan las necesidades de una protagonista que intenta por todos los medios no perderse en sus pensamientos intrusivos. Estos ecos remiten a una tradición de mujeres que no lograron encender esa llamarada del deseo, transformada aquí en símbolo de violencia y alienación. El filme también establece un diálogo entre el presente y un pasado poco explorado, a través del personaje de la madre de Jackson (Sissy Spacek), quien introduce un reflejo generacional entre ambas mujeres.
La cineasta combina el realismo emocional de Historia de un matrimonio (Marriage Story, 2019), de Noah Baumbach, con la carga simbólica de ¡Madre! (Mother!, 2017), de Darren Aronofsky, con todo lo que eso podría implicar, pero sabe equilibrar ambos extremos para no caer en la alegoría burda. Su relación de aspecto cuadrada y la colorización refuerzan la sensación de encierro y desconexión de la realidad, intensificando el aislamiento emocional que desemboca en una tensión casi física. A primera vista, la puesta en escena puede parecer seductora, pero al indagar en sus capas emerge una visión perturbadora del deseo. Aunque pueda parecer retorcida, resulta profundamente honesta.
La directora se mueve en un punto medio entre lo simbólico y lo realista. No cae en la alegoría evidente ni en el dramatismo naturalista, sino que combina ambas dimensiones con equilibrio. Si evita tomar partido es porque entiende que Jackson y Grace funcionan como dos fuerzas que se atraen y repelen dentro de una misma energía. A medida que la relación avanza, lo que parecía un vínculo sólido se pudre lentamente. La llegada del hijo, que apenas sostiene la frágil dinámica entre ambos, introduce un nuevo eje en su deterioro. El fuego, que al inicio simboliza la pasión desbordada, termina resignificándose en violencia, recordando que en el universo de Ramsay el deseo y la destrucción conviven en una misma imagen.

Encasillar Mátate, amor solo como drama o comedia negra sería injusto. Si bien hay momentos que pueden generar una risa nerviosa, lo que domina es la inquietud. En realidad, puede leerse como una historia de terror donde el mal se manifiesta a través de deseos reprimidos. En el aislamiento rural, cuando todo se detiene, esos miedos emergen con fuerza. En esa clave, a modo de trazar una tradición de relatos similares, las comparaciones con Repulsión (Repulsion, 1965), de Roman Polanski, El resplandor (The Shining, 1980), de Stanley Kubrick, o Anticristo (Antichrist, 2009), de Lars Von Trier, resultan más pertinentes. Ramsay no busca narrar un amor triunfal o trágico, sino mostrar cómo los anhelos más ocultos pueden volverse materia viva.
A través de Grace, una mujer marcada por la depresión posparto y la frustración creativa, Ramsay vuelve a hablar de los impulsos que consumen desde dentro. Por eso considero que este filme no es ni un drama ni una comedia negra, género con el que suele etiquetarse, sino una historia de terror emocional donde los pensamientos más oscuros toman forma. Incluso con sus problemas, como ideas que no terminan de asentarse del todo debido al afán de complejizar su abanico de temas, entre ellos el asunto del motociclista misterioso (Lakeith Stanfield), no deja de ser una obra absorbente y honesta que, aunque le cuesta encontrar el cierre ideal, lo consigue con lo justo.
Aunque en dicho tramo final la película se adentra en la abstracción y acumula situaciones que podrían haberse organizado mejor, sigue siendo un relato hipnótico. Su ambigüedad entre lo racional y lo delirante intensifica su fuerza. No busca la sutileza ni la ejemplaridad, sino moverse en una línea delgada entre lo que dice y lo que calla. Puede entenderse como un gran delirio, una experiencia en la que la única forma de escapar es dejarse consumir por ella. La cineasta sugiere que al intentar alcanzar el sol con los dedos, el resultado inevitable es el incendio, y quizás en esa combustión exista también una forma de renacer. El desenlace no ofrece certezas, pero sí un acercamiento a los deseos que atraviesan generaciones y persisten pese al tiempo.
En conclusión, Mátate, amor intenta comprender qué compone el deseo, qué lo vuelve tan peligroso y fascinante. Cuanto más se piensa en la película, más sentidos emergen, lo que puede mejorar o empeorar la experiencia. Pero ahí reside su fuerza, en ese riesgo humano y carnal imposible de entender del todo, tan cercano a lo que realmente sentimos cuando amamos. Lynne Ramsay nos invita a mirar de frente esa energía primitiva que desafía la razón y lo hace con un cine que, aunque imperfecto, resulta imposible de ignorar.

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