Semana del Cine Ulima: “Tardes de soledad” (2024), un ritual de muerte y deseo


El cine del español Albert Serra no es uno que me haya generado muchas ganas de ver, al menos por ahora. Conociendo su personalidad y el tipo de películas que realiza, reconozco que me he mantenido distante de su filmografía. Aun así, siempre me ha despertado curiosidad saber qué puede ofrecer, incluso si lo que encuentre no termina gustándome. Ver cine implica asumir un riesgo: enfrentarse a algo que desafía los prejuicios y puede sorprender por lo que revela.

Eso me ocurrió con Pacifiction (2022), una experiencia difícil pero interesante por cómo Serra filmaba un escenario paradisíaco y, al mismo tiempo, apocalíptico, donde un protagonista poco empático recorría una isla destinada a ser devorada por la globalización. Su nueva película, Tardes de soledad (2024), ganadora de la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián, me generaba otra clase de expectativa. Lo que más me intrigaba no era ver un nuevo trabajo suyo, sino descubrir cómo abordaría un documental sobre la tauromaquia y hasta qué punto sería explícito.

Eso es exactamente lo que uno encuentra. Lo más revelador es observar la visión que Serra tiene sobre el tema. Este es un documental, un formato donde el cineasta no solo registra, sino que revela su propia verdad a través de la cámara. Y aunque eso también ocurre en la ficción, en el documental la mirada del autor suele ser más intensa. Aquí se hace evidente la fascinación que siente por observar ese acto barbárico que son las corridas de toros. Aunque me parezca un espectáculo violento y nunca me haya entusiasmado, debo reconocer que su tratamiento en el largometraje me atrae por lo inquietante que resulta.

El cineasta no filma para condenar ni para exaltar: simplemente quiere mirar. Su atención se centra en el hombre que enfrenta al animal, el torero. En este caso, el protagonista es el peruano Andrés Roca Rey, a quien Serra retrata sin buscar declaraciones ni reflexiones sobre su oficio. No intenta mostrarlo como héroe o verdugo, sino observarlo en su cotidianidad dentro del mundo de la tauromaquia: la preparación, el trayecto hacia la plaza y el regreso, cuando todo ha terminado.

Desde el inicio, aun con la fijación por el torero, el toro no deja de tener un lugar central. No en vano es lo primero que vemos: un plano oscuro y cerrado que sugiere a un animal consciente de su destino, enfrentando al hombre sin comprender por qué. Esa ambigüedad se traslada a Roca Rey, cuya figura Serra filma con una mezcla de admiración y distancia. Hay en su mirada una fascinación que roza la obsesión, incluso con un matiz homoerótico, pero también la intención de mostrar su fragilidad. Fuera de la plaza, lo vemos alienado, separado del mundo real, rodeado de un séquito que lo adula mientras él parece ausente.

Serra lo filma mirándose al espejo, vistiéndose con ayuda, como un muñeco que otros preparan para ser exhibido. Su rostro impasible transmite una soledad silenciosa. Apenas habla, y esa dificultad para articular palabras refleja la melancolía del título. Hay algo anacrónico en su figura: encarna una tradición que ya no tiene lugar en el siglo XXI. De ahí también la textura visual de la película, que parece un registro del pasado, evocando una práctica en vías de extinción. El director filma ese mundo cerrado y hermético con la intención de preservarlo, aunque esa intención resulte moralmente cuestionable hoy.

Ahí surge el dilema moral del filme. Más allá del impacto de ver al toro siendo atravesado o rematado, lo importante es la mirada que Serra proyecta sobre ese acto. Nos invita a participar de un ritual que abarca tanto los rezos de Roca Rey como su danza con la muerte en la arena. La cámara mantiene una distancia precisa: ni muy lejos ni demasiado cerca. Usa planos medios y conjuntos que trazan una frontera invisible, como si dijera: “puedes mirar hasta aquí, pero no más”. Tal vez acercarse implicaría empatizar, y eso es lo que el director evita. Busca una mirada que parece neutral, pero que en su frialdad se vuelve más perturbadora.

Esa aparente neutralidad hace que la película se vuelva contra su propio autor. Serra pretendía filmar un ritual de belleza y valentía, pero termina revelando algo más oscuro. A medida que el torero se transforma —su cuerpo se endurece, su rostro se contrae, su voz se vuelve gutural—, surge la pregunta inevitable: ¿quién es la verdadera bestia en la arena? Lo que Serra creía un retrato heroico se convierte en una radiografía monstruosa, y su propia fascinación queda al descubierto.

Esa contradicción vuelve a Tardes de soledad especialmente inquietante. Serra, claramente egocéntrico, intenta dominar el material, pero este termina devorándolo. Quiso mostrar el heroísmo del torero y acabó revelando su miseria, su fragilidad y su soledad. Y al hacerlo, la película también lo expone a él, dejando ver su sadismo y su placer por la violencia. Es una película deliberadamente malvada, y Serra parece haber disfrutado haciéndola.

Lo paradójico es que ese placer termina volviéndose en su contra. La supuesta belleza de lo filmado se transforma en algo monstruoso, y su mirada —tan segura y provocadora— se revela profundamente contradictoria. Serra ama lo que retrata su lente, y ahí radica la fuerza del documental: su evidencia de deseo. Su postura protaurina se deforma en ese baile sádico entre el animal y el hombre, un enfrentamiento que también podría reflejar su relación con el público, meciéndose entre la solemnidad del ritual y la barbarie.

El director contempla el espectáculo como algo íntimo, pero nos mantiene a distancia. No muestra al público porque no quiere compartir esa mirada: busca monopolizarla. Quiere que sintamos fascinación y repulsión al mismo tiempo. Y ahí está lo paradójico: la película me atrae, pero lo que muestra me resulta nefasto. Incluso si aparenta neutralidad, hay una seducción implícita en cómo filma, una ambigüedad que no surge del espectador, sino del propio autor. Su fascinación por Roca Rey —al punto de prácticamente amarlo— es su mayor acierto y su mayor error. Esa entrega hace que la experiencia sea tan intensa como agotadora, y en ese desgaste se revela su verdad.

Atrae ver ese agotamiento, ver cómo el filme consume su propio discurso hasta quedar desnudo. Pero no basta para que lo mostrado trascienda el placer del registro. Lo que sí resulta fascinante es la paradoja: el deseo de Serra por controlar su proyecto termina volviéndose en su contra. Queriendo enaltecer al torero, muestra la brutalidad del espectáculo y su propio sadismo. Tardes de soledad se convierte así en un documental que camina sobre una cuerda floja entre lo bello y lo monstruoso, inclinándose finalmente hacia lo segundo.

Y, paradójicamente, eso la vuelve virtuosa. Al liberarse del control del autor y dejar que las imágenes revelen su propia crudeza, la película muestra lo que la tauromaquia realmente es: un espectáculo de muerte y deseo, filmado con una belleza que duele. Serra quiso provocar y terminó expuesto, y esa exposición, aunque incómoda, es lo que hace que Tardes de soledad resulte tan perturbadora como fascinante.


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