¿Qué pasaría si un ex juez benevolente y estoico fuese el presidente de Italia? Esa es la pregunta que plantea La grazia, lo último de Paolo Sorrentino, una película centrada en lo difícil que es para un jefe de Estado tomar decisiones, especialmente aquellas que potencialmente podrían ir en contra de sus creencias. Protagonizada por un excelente Toni Servillo, frecuente colaborador de Sorrentino, la película se lleva a cabo como un drama igual de sobrio que su protagonista. Puede que no se trate de la experiencia más emotiva del mundo, pero es a través de la exploración que propone de un presidente lleno de dudas, que logra decirnos mucho sobre lo correcto y lo incorrecto; lo fácil, lo difícil, la justicia y el amor.
Al comenzar La grazia, nos enteramos de que al presidente Mariano De Santis (Servillo) le quedan seis meses de mandato. Es decir, está entrando a la última fase de su presidencia, lo cual hace que comience a pensar en “el final”: en cómo terminará yéndose de palacio, y en cómo por fin regresará a su casa, la cual está todavía llena de las pertenencias de su finada esposa. Sin embargo, eso no quiere decir que se haya quedado sin cosas que hacer. Su hija y asistente, Dorotea (Anna Ferzetti), lo presiona para que firme una ley que permitiría la eutanasia; a ella le parece lo correcto, mientras que él está con dudas. Además, le presenta con dos potenciales perdones presidenciales; uno para un hombre que mató a su esposa con Alzheimer años atrás, y otro para una mujer que asesinó a su esposo abusivo.

Es a través de estos tres casos que nos vamos dando cuenta de que Mariano es un presidente sorprendentemente estoico. No demuestra sus emociones, no comparte mucho con su hija y le cuesta mucho tomar decisiones, prefiriendo alargar procesos y evitar momentos incómodos en vez de elegir un camino en particular. Esto es algo que su mejor amiga, la hilarante artista Coco Valori (Milvia Marigliano), sabe perfectamente, pero fastidia un poco a su amigo, el primer ministro Ugo Romani (Massimo Venturiello). Sintiéndose presionado y agobiado, Mariano comienza a fumar a pesar de contar con un solo pulmón y comienza a buscar consejos en otras partes. Primero con su jefe de seguridad, el coronel Labaro (Orlando Cinque), y hasta con el papa (Rufin Doh Zeyenouin). Pero no importa qué tanto huya, eventualmente tendrá que tomar decisiones difíciles.
Si hay algo que Mariano termina representando como personaje, es la duda. La duda, por supuesto, es una sensación completamente válida y una reacción que todo ser humano puede tener frente a situaciones difíciles. El conflicto en La grazia, entonces, es entre Mariano y personajes como Dorotea, todo en relación a la duda. Para él, dudar está bien, siendo algo que le permite considerar ciertos temas por lo que él considera es un tiempo prudente. Pero para ella, la duda es un símbolo de debilidad y la prueba máxima de que su padre es incapaz de tomar decisiones complicadas. Ella está harta de que huya, y simplemente quiere que haga lo correcto, por más que al hacerlo termine por enfadar a mucha gente.
Es este conflicto que gira alrededor de la duda lo que termina por otorgarle un centro emocional —algo gélido— a la película. Por momentos, parece que Sorrentino trata de desarrollar algún tipo de experiencia emocional, especialmente hacia el final de la historia. Pero como su protagonista se mantiene tan parco todo el tiempo, interiorizándolo todo sin decir mucho, resulta un poco complicado conectar con él. No obstante, eso no quiere decir que Toni Servillo dé una mala actuación —todo lo contrario, de hecho. El experimentado actor hace exactamente lo que el personaje necesita, interpretándolo como un tipo aparentemente justo, que se toma su tiempo para decidirlo todo; lo cual, como se ha establecido, es tanto bueno como malo. Es un personaje fascinante y bien construido, que para el final de la historia felizmente logra crecer, por más que ya está a punto de jubilarse.

Resulta interesante, además, ver cómo estos últimos casos que tiene que ver obligan a Mariano a considerar sus propias creencias. No solo está la nueva ley sobre la eutanasia, la cual es representada, tanto de manera simbólica como literal, por el caballo de Labaro, el cual se enferma y a quien Mariano se niega a sacrificar. Están, también, los perdones, los cuales obligan al presidente a visitar a los involucrados en la cárcel, para darse cuenta de quién merece ser perdonado y quién no. Es así que el veterano juez se da cuenta, quizás por primera vez, de que hay casos que en primera instancia pueden parecer situaciones de blanco y negro, pero que dependen mucho del contexto en el que se llevaron a cabo.
¿Cómo considerar, por ejemplo, como asesina a una mujer que mató a alguien que abusó de ella por años, y que hacía de su vida un infierno? ¿Y qué pensar de un profesor de colegio que es apoyado por un pueblo entero (a excepción de su alcalde, al parecer), y que supuestamente amaba tanto a su esposa que terminó matándola para acabar con su sufrimiento? Son situaciones con las que parece que Mariano nunca se había encontrado y que terminan por cuestionar su perspectiva del mundo y las personas. Interesante, pues, ver una suerte de coming-of-age protagonizado no por un niño o un adolescente, sino más bien por un hombre de más de setenta años que todavía tiene mucho que aprender.

Y eso que no se ha mencionado todavía la cuestión que comienza a carcomer a Mariano por dentro, y que por momentos lo distrae de lo —al parecer— verdaderamente importante. Resulta que cuarenta años atrás, su fallecida esposa le fue infiel. Pero en todo ese tiempo, se rehusó a decirle quién era su amante. Y ahora que se encuentra solo, considerando su propia mortalidad y los secretos de su pasado, no puede dejar de pensar en quién sería. ¿Será su mejor amigo? ¿Alguien conocido? ¿Alguien desconocido? ¿Alguien que sigue vivo o que ya murió? La eventual respuesta termina sorprendiendo a Mariano, pero también le permite darse cuenta de que, quizás, la verdad está sobrevalorada. No se siente satisfecho a pesar de, supuestamente, haber obtenido lo que quería.
La grazia es bastante distinta a la mayoría de películas de Sorrentino. Menos enfocada en la fisicalidad de sus personajes y alejándose de las playas italianas de ensueño, lo que tenemos acá es una historia sobre los últimos días de un presidente que fue tan cauto en su momento, que siente que no tiene un legado significativo para dejarle a sus hijos. Su miedo a las decisiones difíciles hizo que sintiera que no causó mayor impacto (político o social), por lo que enfrentarse a los ya mencionados tres casos se siente particularmente importante. Servillo está excelente como Mariano, el reparto secundario es de lujo, y aunque la experiencia en general pudo ser más emotiva, igual resulta intelectualmente estimulante. La grazia es un reflejo perfecto de su protagonista, tanto para bien como (un poquito) para mal.
Nota: Vi este film gracias a un screener cortesía de Mubi.


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