“Wake Up Dead Man: un misterio de Knives Out” (2025): los grises de la fe


Hoy en día puede resultar un lugar relativamente cómodo hacer una película que critique a la Iglesia católica como institución. Argumentos no faltan, sobre todo a partir de todo lo que se ha sabido con el paso de los años y de cómo muchas personas que profesan la fe han terminado utilizándola con fines negativos. En ese sentido, la religión suele funcionar como un arma ideológica que distintos bandos emplean para amplificar ideas nocivas. Por eso, hacer una película que cuestione a la Iglesia solo por cuestionar puede sentirse hoy como un ejercicio poco novedoso, incluso vacío, más cercano a la provocación que a una reflexión real.

Un ejemplo que puede parecer extremo, pero no por eso inválido, es Benedetta (2021), de Paul Verhoeven. Una película que, de haberse estrenado durante la etapa más provocadora del director, probablemente habría tenido un impacto mayor. Estrenada en tiempos recientes, su crítica ya no resulta especialmente chocante, porque ese tipo de cuestionamientos se han vuelto habituales y, en muchos casos, normalizados. Desde ese punto de partida, acercarse a una tercera entrega de Knives Out, con una primera película que sorprendió a todos en 2019 y que ahora decide abordar directamente el tema religioso, podía generar dudas razonables.

No solo por lo fácil que puede resultar hoy criticar a la Iglesia, sino también por cómo Rian Johnson había trabajado sus dos entregas anteriores, en especial Glass Onion: un misterio de Knives Out (Glass Onion: A Knives Out Mystery, 2022), que considero la más débil de la trilogía. A mi parecer, la segunda aventura del detective Benoit Blanc no supo manejar con precisión los elementos clásicos del misterio, se enredó innecesariamente y terminó en una resolución cómoda, recurriendo a una crítica al sistema y a los multimillonarios que la primera entrega ya había abordado con mayor eficacia y ligereza. Además, arrastraba un problema adicional: su fuerte anclaje al contexto pandémico, algo que, como ha ocurrido con muchas películas de ese periodo, no ha envejecido particularmente bien.

Por eso, la idea de una tercera parte que ya no se centrara tanto en la riqueza material, sino en una supuesta riqueza del alma, resultaba al menos sugestiva. Y desde ya puedo decir que Wake Up Dead Man: un misterio de Knives Out (Wake Up Dead Man: A Knives Out Mystery, 2025) funciona como una tercera entrega sólida. Esto se percibe incluso en aspectos inmediatos, como el apartado visual. Una de las diferencias más claras entre la primera y la segunda película era que, aunque ambas fueron rodadas en digital, la primera conservaba una textura y una riqueza en la imagen que remitían al cine detectivesco clásico. Glass Onion, en cambio, abrazaba un look digital mucho más limpio y uniforme, perdiendo parte de ese encanto inicial.

En esta tercera entrega, varios de los aciertos visuales de la primera película regresan. Y no se trata solo de una cuestión estética. El director vuelve a demostrar un manejo preciso de la puesta en escena, tanto en el movimiento de cámara como en la selección de los elementos que encuadra, así como en el uso de símbolos que, dentro del imaginario de la Iglesia católica, tienen un peso particular y adquieren aquí un significado narrativo concreto. Esa atención al detalle se vuelve clave para comprender qué es lo que la película quiere poner en discusión.

La historia presenta al padre Jud, un hombre que decide abrazar la fe tras una vida marcada por dificultades, incluido su pasado como boxeador. Luego de un altercado en su institución, es trasladado a una iglesia ubicada en una zona más pequeña, dirigida por el monseñor Wicks. Este último es conocido por su visión radical de la fe y por liderar un grupo de feligreses que le profesan una devoción absoluta, no solo por convicción religiosa, sino también por intereses particulares que se irán revelando a lo largo del relato. Eventualmente, Wicks muere bajo circunstancias extrañas y la lista de sospechosos se abre, encabezada por el joven y recién llegado sacerdote, acusado por este grupo de haber corrompido un espacio que consideran sagrado.

Justamente, la noción de lo sagrado funciona como una de las grandes tensiones del relato. La iglesia donde transcurre gran parte de la acción carece de una cruz, un objeto central en estos espacios. La ausencia se explica narrativamente, vinculada a un episodio del pasado relacionado con la madre del monseñor Wicks, pero también opera a nivel simbólico. Es un espacio donde la figura de Dios ha sido desplazada y donde el verdadero objeto de culto es su emisario, instalado en un púlpito para desplegar discursos cargados de resentimiento. Esa toxicidad ahuyenta a nuevos fieles y solo es tolerada por un grupo reducido, dispuesto a seguirlo ciegamente.

Con este escenario, tanto el padre Jud como Benoit Blanc, quien es seducido por el desafío que plantea el caso, buscan descifrar quién está detrás del asesinato. Pero, a diferencia de las cintas anteriores, aquí no se trata solo de resolver un crimen. Si hay una idea que ha recorrido todas las películas es qué significa ser una buena persona en un mundo profundamente corrompido, un mundo que tiende a buscar culpables rápidos sin detenerse a comprender. Blanc encarna esa resistencia a los juicios fáciles y esa necesidad de observar antes de señalar.

La diferencia aquí es que ya no basta con intentar ser una buena persona. La película introduce con mayor fuerza la posibilidad del cambio y del reconocimiento del error. En ese sentido, el padre Jud es, para mí, el protagonista más interesante que Johnson ha creado hasta el momento. Desde su primera aparición queda claro que no es una figura intachable ni un modelo institucional. Tiene conflictos propios y es consciente de ellos. A diferencia de Wicks, no concibe ese lado oscuro como un enemigo a erradicar en una guerra de fe, sino como algo que debe reconocerse para poder transformarse. Su impulso no es enfrentar, sino unir.

Cuando Jud llega a esta comunidad quebrada, entiende que esas personas buscan refugio en la fe desde su fragilidad, pero que lo han hecho siguiendo a la figura equivocada, alguien que no ha sanado esas grietas, sino que las ha profundizado. Desde ahí, la película desplaza el foco del misterio hacia una reflexión más amplia sobre responsabilidad, culpa y redención.

Si nos limitamos al aspecto más clásico del género, es cierto que esta puede ser la entrega donde el culpable resulta más evidente, incluso antes de llegar a la mitad de su extensa duración. Pero eso no termina siendo un problema central. La estructura responde a una tradición narrativa que no depende necesariamente de giros espectaculares, y el cineasta parece más interesado en el recorrido que en la sorpresa final. Aun así, puede sentirse que la fórmula empieza a estirarse y que el director corre el riesgo de agotarla si continúa expandiendo las aventuras de Benoit Blanc como único eje de su carrera.

También hay irregularidades, como un grupo de personajes secundarios que, pese a estar interpretados por buenos actores y actrices, no terminan de desarrollarse del todo. La mayoría de los feligreses funcionan más como figuras funcionales que como personajes complejos, reduciéndose el peso dramático a unos pocos nombres. Entre ellos destacan Glenn Close y Thomas Haden Church, además de Josh Brolin como el monseñor Wicks, quien aporta una presencia oscura e histriónica sugerente.

Sin embargo, quienes realmente sostienen la película son Josh O’Connor y Daniel Craig como Jud y Blanc, respectivamente. Si algo logra esta tercera entrega es convertir finalmente a Blanc en un personaje pleno. Ya no es solo el motor narrativo del misterio, sino alguien con una visión del mundo definida, que se transforma a partir de su vínculo con Jud. A través de sus diálogos, conocemos qué cree, cómo observa la fe y cómo su mirada cambia antes y después de resolver el caso.

Y es ahí donde Wake Up Dead Man se distancia de una crítica directa a la Iglesia. La película no se posiciona ni a favor ni en contra, ni se limita a la denuncia, aunque incorpora temas actuales como las fake news o los radicalismos ligados a la ultraderecha. A diferencia de Glass Onion, estas ideas no se sienten tan subrayadas. Johnson opta por una zona más gris, donde la religión no funciona como arma ideológica, sino como una posible vía para intentar ser una mejor persona: si crees en ella, como Jud, puede ofrecer un camino; si eres ateo, como Blanc, también puede operar como una forma de revelación.

Por eso, más allá de que puedan sobrarle algunos minutos y de que el misterio no sea el más sofisticado, esta tercera entrega logra ser entretenida y reflexiva. No solo atrapa con su intriga y ofrece momentos genuinamente divertidos, sino que también invita a pensar la fe no desde sus voceros, sino desde las decisiones personales. En ese sentido, propone una mirada donde Dios no está únicamente en quienes dicen representarlo, sino también en el camino que cada uno elige, un camino que puede conducir a una forma distinta de entender la fe, alejada de los discursos que terminan por contaminarla.

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