“Avatar: fuego y ceniza” (2025): creer o resistir


Ya no falta mucho para que se cumplan dos décadas desde que James Cameron pudo llevar a cabo uno de sus proyectos más ambiciosos: Avatar (2009). Tras ese estreno, tuvimos que esperar trece años para ver una secuela que, si me lo preguntan, cumplió las expectativas y demostró, de manera consistente, por qué estamos hablando de películas hechas por un gran director de cine. Ahora, tras solo tres años de espera, Cameron regresa con la igualmente prometida tercera parte, teniendo en cuenta que desde el inicio aseguró que este universo se desarrollaría a lo largo de cinco entregas. Y para comenzar a hablar de esta nueva película, creo que es importante mencionar algo que está directamente ligado a varias de sus virtudes: la relación que Avatar mantiene con sus detractores.

Esto ya lo vimos durante todo el tiempo de espera de la secuela, durante su estreno y vuelve a repetirse ahora. Siempre aparece un grupo de personas que sostiene que las películas de Avatar no tienen ninguna clase de relevancia cultural. Ese argumento me parece insulso, porque si son tan exitosas es por algo, y estoy seguro de que va más allá de lo bien logrados que estén sus efectos visuales. Hay, además, un valor agregado en la forma en que el director de clásicos como Titanic (1997) o Terminator (The Terminator, 1984) moderniza mitos ya conocidos desde una perspectiva profundamente humanista. Sumado a eso, cada vez que estas películas se estrenan entran inevitablemente en la conversación, para bien o para mal, lo cual también dice algo sobre su impacto.

También he visto que a esta tercera entrega se le critica mucho la idea de que “no tiene trama”, como si se tratara únicamente de una sucesión de hechos que se extienden por más de tres horas sin mayor impacto o con personajes poco interesantes. En todo eso debo decir que estoy absolutamente en desacuerdo, y a continuación intentaré explicar por qué.

Si esta tercera parte tiene una virtud especialmente destacable es cómo Cameron ha sabido llevar la historia a un nuevo nivel. No se trata únicamente de expandir el mundo de Pandora, de presentar nuevos territorios o diseños de personajes, sino de una evolución clara entre una entrega y otra. Avatar: el camino del agua (Avatar: The Way of Water, 2022) nos mostraba a la familia de Jake Sully (Sam Worthington) y cómo debía adaptarse a un nuevo estilo de vida tras ser amenazada por el regreso de Miles Quaritch (Stephen Lang), ahora con apariencia Na’vi. Ahí el relato ya no se centraba solo en un héroe que encontraba una nueva vida para trascender su humanidad, sino también en un padre enfrentado a nuevas responsabilidades y desafíos. En esta Fuego y ceniza, esa complejidad se intensifica.

La película transcurre apenas tres semanas después del final de El camino del agua, donde -sabrán disculparse el spoiler– el hijo mayor de la familia, Neteyam (Jamie Flatters), fallece. A partir de ese hecho, vemos cómo Jake y Neytiri (Zoe Saldaña), junto a sus hijos Lo’ak (Britain Dalton), Tuk (Trinity Jo-Li Bliss) y Kiri (Sigourney Weaver), hija adoptiva nacida del avatar de la doctora Grace Augustine, deben lidiar con la pérdida. Esto abre una serie de dudas respecto a qué tanto deben aceptar la voluntad de Eywa, la deidad en la que creen y que controla toda la vida en Pandora.

Será a través de los padres que se marque un contraste claro en la forma de afrontar ese duelo. Mientras Jake busca activamente una manera de ponerle fin, de una vez por todas, a la guerra entre los Na’vi y los humanos, Neytiri opta por esperar y confiar en lo que Eywa decida, creyendo que eventualmente proveerá como siempre lo ha hecho. Esa diferencia de posturas se convierte en uno de los ejes más interesantes del conflicto.

También resulta significativo que quienes fueron los protagonistas absolutos de la primera película pasen ahora parcialmente a un segundo plano. A diferencia de las dos entregas anteriores, donde Jake narraba los hechos a través de la voz en off, aquí esa función cambia. Es Lo’ak quien ahora cuenta lo que va sucediendo y quien, junto a Kiri, de quien ya se insinuaba un don especial en la secuela, empieza a asumir un rol activo en el destino de la familia Sully. Ya no se trata únicamente de sobrevivir gracias a la unión familiar, sino de cuestionarse qué es lo que realmente los mantiene unidos: si es el amor entre ellos o la voluntad de Eywa. Esta tensión se vuelve aún más incómoda cuando se sugiere que esa misma voluntad también estuvo detrás de la muerte de Neteyam.

En medio de ese conflicto, vuelve a cobrar relevancia el personaje de Spider (Jack Champion), el hijo de Quaritch, un humano que creció junto a la familia de Jake y Neytiri. Tras una serie de hechos que refuerzan el componente místico del relato, Spider termina representando la voluntad humana de sobrevivir, adaptarse y no ser simplemente un foráneo dentro de un grupo completamente distinto. Su existencia, y lo que debe hacerse con él, forma parte del dilema central que ahora enfrenta la familia Sully. Por un lado está Jake, alguien que fue humano y ahora vive como Na’vi, intentando comprender qué debe hacer frente a lo que los dioses parecen indicarle. Por otro lado está Neytiri, quien durante años ha soportado el odio de los humanos y que ahora comienza a sentir ella misma ese resentimiento. Es justamente Spider quien vuelve a poner a prueba esa fe.

Todo esto permite que los personajes adquieran una mayor complejidad y dejen de ser figuras relegadas a aventuras secundarias sin mayor propósito. Por eso me parece injusto reducir Fuego y ceniza a la idea de que “no tiene trama”. Cameron plantea una historia compleja, con distintos frentes que se preparan para lo que está por venir, algo que termina cristalizando en un apoteósico tercer acto donde todo lo aprendido a lo largo del film rinde frutos.

Ese cierre funciona, sobre todo, por cómo los personajes van ganando autonomía y por cómo la antorcha es pasada del padre, el imponente Toruk Makto, a los hijos. Son ellos quienes asumen un rol clave al unir distintas tribus e incluso diversas especies del planeta para enfrentar, de una vez por todas, a las fuerzas humanas, que además comienzan a fragmentarse internamente. En ese contexto, Quaritch, quien en las dos primeras entregas funcionaba como un antagonista más tradicional, empieza a adquirir una dimensión distinta.

En El camino del agua, parte de su recorrido consistía en copiar ciertos modos de vida Na’vi, pero sin llegar nunca a ganarse ese estatus ni esa conexión real con Pandora que sí alcanzó Jake. Ahí resulta evidente que ambos funcionan como dos caras de una misma moneda: mientras uno logra integrarse plenamente, el otro fracasa, incluso contando con la ayuda de Spider. Algunos de esos momentos de aprendizaje remiten a las interacciones entre el T-800 y John Connor en Terminator 2: el juicio final (Terminator 2: Judgment Day, 1991), aunque aquí ese aprendizaje nunca llega a traducirse en una verdadera transformación.

Quaritch sigue usando todo eso con tal de cumplir su misión y someter a la gente de Pandora, impulsado también por la venganza hacia Jake. No obstante, es recién en esta película donde su desarrollo se vuelve realmente fascinante, sobre todo a partir de su encuentro con una nueva tribu: la tribu de la ceniza, liderada por Varang (Oona Chaplin).

A medida que conocemos a Varang y a su pueblo, queda claro que no siguen las leyes de Pandora ni el camino de Eywa, porque creen que esta deidad les dio la espalda cuando más la necesitaban. Es a partir de una motivación así que se percibe con claridad que Cameron ya no busca simplemente expandir su mundo, sino ponerlo en cuestionamiento. Esto dialoga con el mundo contemporáneo, donde muchos, lejos de respetar lo que otros consideran sagrado, optan por destruirlo o tergiversarlo.

Varang no es una villana que busque destruir por capricho. Es alguien marcada por un profundo resentimiento hacia Eywa y hacia la fe, lo que la lleva a trazar su propio camino, incluso si eso implica dominar a otras tribus. En ese contexto, Quaritch se convierte en su aliado ideal. Ambos encuentran una tercera vía torcida, que no se sitúa más allá del bien o del mal, sino en la negación absoluta de cualquier creencia y en la voluntad de dominar.

Todo esto desemboca en una serie de hechos que culminan en una grandiosa batalla final. Más allá del despliegue de acción y de los espectáculos visuales característicos del director, estas secuencias no solo demuestran cómo Cameron sigue afinando el apartado técnico. Aunque los efectos ya no resulten tan revolucionarios como en su momento, en una época donde muchos blockbusters han bajado su estándar, esta película demuestra que aún es posible mantener uno alto.

Sin embargo, el verdadero interés no está solo en la acción, sino en el choque ideológico entre quienes se mantienen unidos por una causa que los trasciende y aquellos que se agrupan desde el resentimiento, creyendo que el mundo les debe algo. Esto se percibe en breves momentos de relativa calma, como aquellos en los que Jake invita a Quaritch a seguir su mismo camino, a abrir verdaderamente los ojos y entender que existe otra forma de vivir la humanidad, fuera del espacio frío y desolador que representa la RDA, la corporación empeñada en repetir los mismos errores que ya cometió en la Tierra.

Ahí es donde creo que reside la fuerza de Fuego y ceniza. No necesita grandes giros de trama ni sorpresas constantes para funcionar. Se apoya en la revisión de ideas que Cameron ha trabajado a lo largo de su filmografía, siguiendo una lógica interna coherente dentro de un mundo ya sólidamente construido.

Eso no significa que la película sea perfecta. Es inevitable notar que, aunque la complejidad de su relato épico resulta interesante, por momentos se siente como una clásica película bíblica, como las que solían hacerse. Incluso remite a Espartaco (Spartacus, 1960), de Stanley Kubrick, con un momento que recuerda a la famosa escena del “Yo soy Espartaco”. Al mismo tiempo, el guion llega a ambicionar tanto en hechos y tramas que alcanza un nivel de densidad que puede resultar abrumador en un primer visionado.

A diferencia de las dos entregas anteriores, donde uno quedaba absorto de principio a fin por la fluidez del relato, aquí el peso de la duración se siente más. El intento de seguir hasta el más mínimo detalle el recorrido de cada personaje, aunque esté bien construido, hace que el conjunto se perciba por momentos algo entreverado.

Asimismo, es inevitable notar cómo Cameron vuelve sobre temas que siempre le han interesado, como el enfrentamiento entre el hombre y la máquina, algo ya presente en su cine previo y que reaparece a lo largo de esta trilogía. No en vano Kiri está interpretada por Sigourney Weaver, quien protagonizó Aliens (1986), e incluso se hace referencia a una frase mítica de esa película. Aun así, algunas de estas ideas podrían haberse refinado un poco más. Si bien se plantea un traspaso de la antorcha hacia los hijos de Jake, este no termina de sentirse tan potente como podría, especialmente porque Lo’ak pierde parte de la importancia que parecía tener al inicio, cediendo protagonismo a los recorridos de Spider y Kiri. Esto no está mal en sí mismo, pero quizá pudo integrarse de manera más orgánica.

Aun con esos detalles, Avatar: fuego y ceniza sigue siendo una película realmente formidable. Mantiene un nivel de excelencia al que Cameron ya nos tiene acostumbrados. Decir que la fórmula está gastada o que no hay nada para contar me parece un error. Estamos frente a la obra de un autor que sabe muy bien qué historias quiere narrar y que, a través de temas como la fe, la familia y la búsqueda de un lugar en el mundo, sigue ofreciendo un espectáculo profundamente entretenido. Mientras ese nivel se mantenga, yo seguiré encantado de volver a Pandora cada vez que sea necesario.

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