El término posmoderno, utilizado originariamente en la arquitectura para designar una mezcla de estilos de diferentes épocas asumida con cierta auto ironía, aceptado lúdicamente el kitsch, se extendió pronto a los demás productos culturales de los ochentas. Así hay pintura, rock, historieta, diseño y cine posmoderno.
Ciencia ficción, humor y camp.
Después de los apocalípticos años setenta y con la instauración de la violencia y contenidos conservadores en la pantalla, la seducción a través de la tersura de la imagen, los ritmos del montaje y la violencia del color se anuncian como estándartes de una nueva relación entre el cine y su público. A una época signada por los grandes ideales le sigue otra de descreimiento y auto ironía, de negativa a crear. La ciencia ficción se convierte en uno de los vehículos ideales y retoma motivos del policial de los años cuarenta, la historieta, y discusiones existenciales en Blade Runner (Ridley Scott, 1982), donde la trama dota de acentos trágicos a los perfectos pero efímeros replicantes, creados para ser esclavos.
A este tema clásico del expresionismo alemán (El Golem, Caligari) se unen aspectos de otros movimientos, juntando arbitrariamente elementos dispares, como en Brazil (Terry Gilliam, 1985), pues característica que también corresponde a esta corriente es la presencia de elementos de diferentes épocas, a nivel de vestuario, de música y de escenografía. Es así que el futurismo que impregna la película de Gilliam es un futurismo tal como sería pensado en los años cincuenta, hay una resemantización de objetos del mundo cultural que vienen a la película ya cargados de sentido, y que le dan ese aire decadente y parásito.
Los ingleses, o más bien la alquimia entre ingleses y americanos ha aportado al posmodernismo su fino sentido del humor y una poderosa imaginación visual (Gilliam reclama como padres de su película a Carroll y a la historieta, a Fellini y Metrópolis).
A esto habría que agregar el reconocimiento del público americano por el cine de Alan Parker (especialmente Birdy, 1984). Lleno de «imágenes profundas» y de un montaje violento que debe demasiado a la publicidad, y a la estética y estructura del video-clip.
Por último, la auto ironía se nutre del camp, y reaparece John Waters, quien ataca al racismo y a la moda llevada a sus extremos en Hairspray (1988), ambientada en los sesentas.
El amor posmoderno.
Dentro del cine posmoderno, el amor es un manierismo sardónico, un imposible. O el arreglo de cuentas con el pasado, o un ideal. Se da en ambientes equívocos o con la persona “incorrecta”. Así ocurre en El beso de la mujer araña de Babenco, o en Tangos, el exilio de Gardel de Fernando Solanas: un amor descolocado y extemporáneo a la patria. Como las cosas -y no las mercancías- el amor es intercambiable, no por el dinero sino por algo equivalente o mejor, siempre con visos de magia; es independiente de la voluntad propia, pero no de la del otro, así en Mujeres el borde de un ataque de nervios de Almodóvar, admitiendo sadismo en Átame! y Matador. Es precisamente este director español, Almodóvar, quién ha dado al cine posmoderno un aliento fresco en sus filmes, donde enfrenta la tradición pueblerina de España, los toros, a las exigencias de la modernidad europea.
Los franceses, en cambio, han añadido a las historias un romanticismo años sesenta y una actitud de “todo o nada” que debe mucho a los autores de la nouvelle vague: el amor y la muerte, la omnipresencia de la mirada, la narración confundida entre la primera y la tercera persona, un cortocircuito entre el sentimiento y la acción, y la acción y el tiempo; un cierto desprecio hacia la verosimilitud argumental y el realismo psicológico. Este es el caso de Mala Sangre (Mauvais Sang, Leos Carax, 1986), Rendez Vous (André Techiné, 1986) y los filmes de Jean Jacques Beineix: Diva, La lune dans le caníveau, 31.2° le matin (BettyBlue), Roselyn et les lions. Este romanticismo a ultranza, de “quemar todas las naves” está en contradicción, en el caso francés, con la aparente superficialidad de las relaciones humanas en el cine posmoderno, en general los franceses experimentan más y son más conscientes de las intenciones de su cine (y del de los demás: Dick Tracy les encantó por ser “pura superficie”).
De ellos, el más coherente y creativo es sin duda Leos Carax, quien a través de una cámara esquiva, que no se queda en los objetos, traduce un intenso sentimiento de eterna fuga, aquí las apropiaciones posmodernas de imágenes culturales y la mezcla de géneros están organizados por la subjetividad del personaje principal, un croupier ventrílocuo.
Las películas de Jean-Jacques Beineix, para muchos el epítome de la posmodernidad adolecen de la contradicción entre sus argumentos de amor loco, con toda la pasión tanática que estos implican, y su estilo cinematográfico que apunta al frío glamour de postal, agregado a moralejas inaceptables.
La actitud de la crítica.
Gran parte de la crítica ha descalificado muchas de estas películas porque no eran coherentes con el modelo del filme y estructura narrativa que ella maneja, pero ciertas características de los filmes posmodernos que en la época inicial parecían banales como la superficialidad, la irresponsabilidad narrativa, y el abuso en la saturación de colores han pasado a ser elementos fundamentales de la propuesta que expresan las esencias y la importancia y omnipresencia de la materia en estos años de fin de siglo.
(Publicado en El Refugio Nº 1 de 1991)
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