[Crítica] «Django, sangre de mi sangre»


Django, sangre de mi sangre (2018), el cuarto largo de Aldo Salvini, ha sido concebida y realizada como una película comercial enmarcada en los cánones del género policial, pero que intenta no quedarse encasillada en él. Si bien no alcanza un nivel superlativo, estamos ante una de las mejores obras de nuestra cinematografía reciente y, sin lugar a dudas, ante uno de los mejores policiales peruano del presente siglo, lo que no deja de ser un mérito a pesar de la escasez de obras relevantes de este tipo.

El director

Lo mejor de «Sangre de mi sangre» tiene que ver con su dirección, ejercida con oficio por un hombre con una vasta experiencia en el lenguaje audiovisual, ganada principalmente en el cortometraje y en la televisión. En efecto, desde los 23 años, Salvini ha dirigido una decena de cortos, desde «El llanto de la luna», 1987, y «Un tesoro para Flor del Cielo», 1990, hasta «Los milagros inútiles de Demeriat», 1997, y «La región invisible», 2010, pasando por «El gran viaje del capitán Neptuno», 1991, y «La misma carne, la misma sangre», 1992, sus mayores aciertos. También ha dirigido o codirigido más de diez telenovelas y series, entre ellas «Cazando a un millonario» (2001), la segunda temporada de «Esta sociedad» (2008) y «Los Barriga» (2008).

Por otro lado, apenas ha dirigido una película para televisión («Bajo el mismo cielo», 1995) y, antes de «Django», dos largometrajes para cine: «Bala perdida», 2001, y «El caudillo pardo» (2005), este último, un documental sobre el anciano neonazi peruano Jorge Pohorylec, estrenado el 2005 en la sección «Todos los cines del mundo» del prestigioso Festival de Cannes.

En varias entrevistas Salvini ha sido claro en afirmar que el cine es su verdadera vocación y que la televisión es una actividad de sobrevivencia que, eso sí, le ha servido para entrenarlo en el oficio. En su caso, la vocación le viene de un disfrute natural por el cine iniciado en su niñez temprana gracias a sus padres y acrecentada a punta de su gusto por consumir películas de toda laya, actividad que reconoce como la principal fuente de su formación profesional.

«Sangre de mi sangre»

Por ejemplo, al manejo de Salvini y al ojo entrenado de la excelente cinematógrafa que es Micaela Cajahuaringa, debemos que «Sangre de mi sangre» logre despertar emociones a través de su paleta de colores y de sus texturas que se adaptan con solvencia a cada secuencia, así como al efectivo juego de tonalidades, luces y sombras que remarcan hechos, suspensos y puntos de vista. El director demuestra también un manejo profesional de la cámara, al punto que se atreve a experimentar con los encuadres y los acercamientos, la mayor parte de las veces con efectividad cuando se trata de remarcar un sentimiento, sin caer en la impostación o el exceso. A ello contribuye lo que se ve como una producción bien cuidada, algo que lamentablemente no es usual en las producciones nacionales y mucho menos en las comerciales.

Destaca también la selección y dirección de actores, la totalidad de los cuales cumple su rol con solvencia. De todos ellos sobresalen, sin desmerecer la gran labor de los demás, y en ese orden, Stephanie Orúe, Emanuel Soriano y Oscar López Arias, muy en caja en la construcción y representación de sus personajes. La primera, en especial, dota a su papel de una verosimilitud agradable y fácil de asimilar, aunque no lo logra del todo por las limitaciones del guion, más que por las suyas. En similar modo, la performance de Emanuel Soriano lo presenta como un actor versátil y convincente del que podemos esperar mayores alturas. En el otro extremo, el villano compuesto por Aldo Miyashiro, un disforzado alter ego de Víctor Hugo Shimabukuro, famoso dueño del prostíbulo legal «Las cucardas», resulta demasiado parecido al ciudadano Miyashiro y no aporta el peso actoral que requiere la contraparte de Giovanni Ciccia, el protagonista, que pese a no estar en su mejor momento todavía es capaz de hacer de su Django un personaje potente. Del mismo modo, el otro villano, el «Chamaco» de André Silva, némesis gratuito de Montana, desprovisto de historia, se parece más a un fantasma o a una metáfora poco desarrollada.

Entre lo positivo debe mencionarse también el esfuerzo del director y de su coguionista, Yashim Bahamonde, por captar la marginalidad, la jerga y los códigos lumpen, tanto de la calle como de la cárcel, aun cuando para ello hayan debido recurrir al exceso rayano con la caricatura, con los riesgos que ello acarrea para la consistencia narrativa. También es un punto a favor los quiebres temporales y espaciales a los que recurren para darle más suspenso o continuidad a los hechos, y que son un referente de las posibilidades que brinda el lenguaje cinematográfico, pocas veces tomadas en cuenta en producciones nacionales.

Déficit de guionistas

Sin embargo, es también en el guion donde la película pierde, hechas las sumas y restas, casi todo lo ganado. Los personajes tienden al estereotipo plano y no ofrecen a cambio vías para generar empatía en el espectador, salvo en escenas puntuales en que lo ganado luego se diluye en los diversos recovecos de la historia, más preocupada por avanzar e impactar que por convencer. Las motivaciones de los personajes quedan, en buena medida, ocultas; la secuencia de los hechos, cortadas; los repentinos cambios de actitud, inexplicados o desconectados de su origen.

Por ejemplo, el cambio en la calidad de la relación entre Django y su hijo Montana parece estar en otra película, tal vez en una precuela, pero no en esta. Igual ocurre con el cambio en los sentimientos de la madre (Tatiana Astengo) hacia Django y, a la vez, hacia el personaje de Sergio Galliani, con quien inicialmente está unida sentimentalmente, un policía que de modo inexplicable demuestra que no le genera ningún problema emocional montar un operativo para capturar y tal vez matar a su hijo adoptivo, lo que el guion resuelve con un sumario “la ley es la ley para todos”.

Igualmente, el profundo dilema de la madre de un joven de la mafia apenas está pintado a brochazos y es desaprovechado, del mismo modo que lo está el conflicto interno de un asaltante legendario que quiere vivir por “la legal”, a pesar de que todo lo arrastra a seguir viviendo como delincuente. Y lo más frustrante es que por ratos parece que la película va camino a desarrollar esas profundidades y no lo hace, pues prefiere pasar al siguiente tema, por lo general un hecho de sangre, una persecución, una intriga entre malhechores o el acuchillamiento de un infractor del código del hampa.

La otra cara

Frente a la película en cartelera, «Django, la otra cara» (2002), tiene la ventaja de haber desarrollado en la ficción el mito de un asaltante de doscientos bancos, de carne y hueso, que se hizo parte del imaginario colectivo. «Django, sangre de mi sangre», en cambio, abandona al personaje de la realidad (Oswaldo Gonzales Morales, quien ahora es pastor evangélico) y lo convierte, junto con su familia y amigos, en uno de pura ficción. Es una transformación extraña en nuestro cine, de resultados inciertos. Técnicamente, la secuela es mejor que la película originaria, pero por la época en que se estrenó, los tabúes que derribó, la empatía que generó, y las limitaciones de la actual, es muy probable que esa primera entrega la sobreviva en el recuerdo de la gente.

(Publicado originalmente en el suplemento dominical «Semana» del diario El Tiempo de Piura, el 4 de febrero de 2018).

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