Cannes 2018: «El hombre que mató a Don Quijote», ¿el fin de una maldición?


Una producción legendaria

Asistir a la primera proyección de «El hombre que mató a Don Quijote» fue participar en un evento cinematográfico singular. Esta película era una leyenda antes siquiera de haber sido terminada: un filme maldito, que Terry Gilliam había sido incapaz de concluir por más de un cuarto de siglo, perseguido por la desdicha.

[Actualización 17 junio]: Fue demasiado temprano para cantar victoria. Tras el estreno de su película y las incontables entrevistas que le acordaron los medios franceses, presentándolo como un cineasta triunfante, la maldición del Quijote volvió a golpear a Terry Gilliam.

El 15 de junio, la corte de apelaciones de París entregó un fallo a favor de Paulo Branco. «El hombre que mató a Don Quijote» es oficialmente un filme ilegal, y Gilliam tendrá que pagarle 10,000 euros a su antiguo productor. La lucha legal aún continúa, pero las noticias no son un buen augurio para la película. El drama jurídico que la rodea, sumado con sus recaudaciones decepcionantes (apenas 110,000 entradas vendidas en Francia para un presupuesto de 16 millones de euros) vuelven cada vez más improbable su difusión masiva al público internacional.

Tras una concepción larga y dolorosa, «El hombre que mató a Don Quijote» podría desvanecerse súbitamente y para siempre. El tiempo dirá si este golpe terminará por demoler a la obra, o si su prohibición apenas engrandecerá su leyenda.

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«El hombre que mató a Don Quijote» ya estaba incluido en la larga lista de las obras maestras inconclusas. Al igual que el famoso «Dune» de Alejandro Jodorowsky, su leyenda ya había sido contada por un documental inolvidable, «Lost in La Mancha», que nos relataba las frustrantes peripecias de su creación truncada.

Y es que la aventura de su producción merecía su propio relato. Ideada por primera vez en 1989, Terry Gilliam apenas consiguió financiamiento para su película en 1998, cuando empezó a filmarla con estrellas como Jean Rochefort, Johnny Depp y Vanessa Paradis.
Un rodaje plagado de problemas surrealistas: aviones de guerra surcando los cielos en plena filmación, lluvias torrenciales inundando y enverdeciendo espacios desérticos, y hasta la grave lesión de Jean Rochefort, el actor que encarnaría al Quijote.

Abandonado por sus inversores, Terry Gilliam tuvo que dejar su proyecto de lado. Durante los 2000 e inicios del 2010, trataría obstinadamente de resucitarlo, enfrentándose al miedo de las productoras y a nuevas desdichas, como la súbita muerte de John Hurt, a quien había elegido para encarnar al Quijote.

Finalmente, en 2016, los eventos se aceleraron. Tras conocer a Paulo Branco, afamado productor portugués, Terry Gilliam obtuvo el financiamiento suficiente para poder retomar su proyecto soñado. Pero la maldición del Quijote se aferraba tenazmente: Branco resultó ser un socio autoritario y poco comprometedor. Tras imponer cortes radicales al presupuesto de la película y entrar en conflicto con Gilliam, Paulo Branco suspendió la producción de la película en octubre 2016. Una vez más, se pensó que el Quijote había sucumbido a su maldición.

Pero apenas unos meses después, en marzo 2017, Terry Gilliam anunció que estaba a punto de empezar el rodaje. Por un milagro prodigioso, en la Navidad de 2017, logró terminar de filmar y montar sin desastres mayores. Rebosante de alegría, el cineasta anunció que su filme sería presentado en Cannes.

Pero el calvario se extendería hasta el día del estreno.
Paulo Branco había iniciado un litigio contra la producción de Gilliam. Según él, los derechos del filme le pertenecían y la producción que lo había concluido era ilegal. Durante los primeros meses de 2018, una serie de juicios se sucedieron en la corte de París, creando malos augurios al estreno de la película.
Para más inri, el 8 de mayo, Amazon Studios abandonó la distribución norteamericana de la película, mientras que el buen Gilliam sufría un accidente vascular cerebral ese fin de semana.

Sin embargo, el día siguiente, la corte parisina falló a favor de la difusión de la película.
«El hombre que mató a Don Quijote» se estrenaría el 19 de mayo como filme de clausura del Festival de Cannes, y sería proyectado simultáneamente en todos los cines de Francia.

Terry Gilliam olvidó todo malestar. En ese mismo día, publicó un video en sus redes sociales, instando a sus fans a llenar las salas: de ellos dependería el futuro comercial de su película.

El día del estreno llegué al cine lleno de aprehensiones. Ver esta película significaba acabar con su leyenda, y comprobar si algo subsistía una vez que desapareciera el mito de su maldición. Inclusive al entrar a la sala, esperaba algún desastre surreal.
Quizás sí ví uno, desencadenándose de manera silenciosa. La sala, que pertenecía a un inmenso cine comercial, distaba bastante de estar llena.

Pero eso ya no importaba: la proyección estaba por empezar.
Me preguntaba si era siquiera posible separar a esta película de su producción legendaria. El mismo director parecía sumido dentro de esa contradicción. Antes de cualquiera de los créditos del filme, un texto legal recordaba que la obra seguía en litigio.
Por si eso no fuera suficiente, antes de que terminaran los créditos iniciales, Terry Gilliam acogía a su público con un pythonesco “And Now… tras 25 años de producción y de des-producción, he aquí la película esperada”.

Confieso que pasé esa primera proyección profundamente tenso. Estaba pendiente de cualquier error del filme, esperando que funcione, que tantos años de esfuerzo y de desgracias para Gilliam le hayan permitido crear algo valioso.
Sabía que su obra era una sucesión de obras maestras («Brazil») y de desastres monumentales («Tideland», «The Zero Theorem»), causados por un único y mismo problema: su intransigencia de cineasta visionario.

Salí de la proyección rebosante de felicidad.
La película funcionaba. Y no solo eso: era buena, me había conmovido, contaba un relato maravilloso con una cinematografía impactante. Pero necesitaría una segunda proyección, más calmada, para estar seguro de lo que opinaba.

Un filme autobiográfico, tocando las temáticas predilectas de Terry Gilliam

«El hombre que mató a Don Quijote» cuenta la historia de Toby (Adam Driver), un joven publicista, visionario y arrogante, agobiado por un rodaje sórdido y superficial en la campiña española.

De pronto, este descubre que su lugar de rodaje está muy cerca del pueblo donde filmó un cortometraje sobre Don Quijote de La Mancha, cuando apenas era estudiante de cine. Para huir de sus responsabilidades, decide dar una visita al pueblo de su juventud. Ahí, descubre que su antiguo proyecto había dividido a la comunidad: una de sus actrices había dejado a su familia para buscar el estrellato en Madrid, y su actor protagónico, un viejo zapatero (Jonathan Pryce), había quedado tan impactado que terminó por creer ser el verdadero Don Quijote.
El joven publicista acabaría embarcado en una aventura surreal, como Sancho Panza de ese Don Quijote moderno.

Con este nuevo relato quijotesco, Terry Gilliam toca una temática constante en su obra: el conflicto entre realidad e imaginación.
A mis ojos, Toby es un alterego transparente de Terry Gilliam, dividido entre las exigencias pragmáticas y calculadoras del cine contemporáneo y las andanzas insanas de su imaginación, encarnada por el Quijote.
Y si bien el Quijote va ocupando más espacio en la película conforme esta avanza, la realidad nunca está muy lejos, deformándolo y pervirtiéndolo todo.

Esta realidad también está encarnada, en los rasgos de un empresario ruso, vulgar y grotesco. Un personaje que parecería irreal si no fuera porque sabemos que monstruos trumpianos como ese existen y llegan a dirigir el mundo.
Este universo realista puede ser profundamente peligroso. En ciertos momentos, incluso trata de matar al Quijote, como, irónicamente, casi sucedió con Gilliam al final de su producción.

La conclusión de este conflicto entre imaginación y realidad es, como siempre, ambiguo. Es difícil declarar que la imaginación triunfa del todo, pero estamos lejos de la desesperanza absoluta con la que termina «Brazil».

Lo cierto es que a pesar de los momentos de fantasía quijotesca que permean la película (y que muchas veces invaden y trastornan su realismo), «El hombre que mató a Don Quijote» nunca está muy lejos del mundo que lo creó.

La película está llena de referencias a su propia producción: desde algunas, sutiles, como esa nube negra de lluvia que se alza en el horizonte, como una amenaza, cuando Toby prepara su cortometraje, hasta otras más explícitas, como la lluvia torrencial que termina por comprometer la publicidad que quería dirigir.

Asimismo, sets y títeres parecidos a los de la producción anterior pueden distinguirse durante algunas escenas. Y cómo olvidar a los tres gigantes españoles, sacados de una de las escenas más memorables de «Lost in La Mancha», y que por fin hacen su aparición en la pantalla grande.

Asimismo, hay referencias sorprendentes a la política Europea de hoy, desde una secuencia entera dedicada a un campamento de refugiados, hasta menciones más sutiles a la crisis económica europea, la influencia rusa y hasta el terrorismo de Daesh.

Un triunfo imperfecto, pero que supera las expectativas

Pero, más allá de su leyenda y de su audacia, ¿es «El hombre que mató a Don Quijote» una buena película?

Hay escenas que siguen grabadas en mi memoria: la primera aparición del Quijote, alzándose en un paisaje idílico a inicio del filme (su última escena es, lamentablemente, menos lograda), su lucha contra el caballero de los espejos en un monasterio español, o el encuentro final con los tres gigantes.

Sin lugar a duda, la selección de los lugares de filmación, en rincones espectaculares de España y Portugal, es uno de los mayores logros de la película.

Es interesante notar que entre las escenas que más aprecio del filme, no haya ninguna que no tenga al Quijote como personaje central. Y es que las escenas basadas en la realidad son terriblemente grises. Uno podría decir que las escenas del Quijote son muy pocas, y que, cada vez que se regresa al mundo real, el espectador quiere volver desesperadamente a la fantasía.

Sin duda esta angustia es algo que Terry Gilliam deseaba generar. Sin embargo, no puedo evitar sentir que pudo ir más lejos en su delirio quijotesco, dando rienda completamente suelta a su imaginación. Lo que ya se hizo es una maravilla, pero deja con ganas de más.

También hay una serie de errores que parecen acuñables al apuro de la producción, y al temor de un director que no quiere ver su proyecto derrumbarse una vez más. Momentos de edición a veces torpes y epilépticos (como una secuencia de moto donde los clips se suceden a un ritmo ridículo), o una música bastante convenida, salvo por el interesante leitmotiv de Don Quijote. Problemas de ritmo que sin duda podrían haberse resuelto con más tiempo de producción, pero que crean la sensación de una película demasiado larga.

Asimismo, hay contadas escenas en las que los actores parecen no entender la voluntad del director, con actuaciones interesantes pero extrañamente desiguales.

Ese apuro, sumado a la acumulación de referencias a la obra de Gilliam (unas mujeres barbudas como las de «Life of Brian», un caballero de los espejos tremendamente parecido al caballero negro de «Holy Grail») dan casi la sensación de un filme-testamento, hecho por un hombre temeroso de que su obra afiebrada lo matase.

Lamentablemente, «El hombre que mató a Don Quijote» también está surcado por comentarios políticos demasiado toscos: personajes femeninos reducidos a doncellas en apuros o femmes fatales, y una temática de maltratos de pareja tratado de forma periférica y mal llevada. Asimismo, su comentario sobre la condición de los refugiados y los gitanos, si bien tiene intenciones loables, es contado de forma torpe y poco clara. Una investigación más profunda de estos temas durante la preproducción quizás habrían logrado un comentario político más interesante.

Sin embargo, uno de los mayores problemas de la película es uno que permea casi toda la obra de Gilliam: un final interminable.

Tras una secuencia grandiosa, que podría haber fungido de clímax, en la que el Quijote es humillado por sus huéspedes, el filme se suma en un interminable acto final, de persecuciones y quid pro quo en un castillo español. Es un momento en el que Gilliam exhibe toda su estética barroca, llena de colores y texturas, donde la trama comienza a unirse y concluirse. Pero, como en la mayoría de sus películas, este momento está tan dilatado en el tiempo que su fuerza dramática se pierde.

Y es una verdadera pena, porque este defecto hace que uno de los momentos más bellos del filme -su epílogo- tenga bastante menos impacto.

A pesar de sus defectos, esta película tiene una cualidad que sobrepasa todas sus limitaciones: consiguió vencer al fantasma de su producción. «El hombre que mató a Don Quijote» no es tan solo la película que sobrevivió a una producción infernal, sino un relato memorable sobre el poder de la imaginación. Y una obra que supera a su propio mito, sin duda ha logrado un triunfo notable.

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